Lluvia

La primera vez que vi un paraguas tenía 10 años. Colgaba de un perchero en casa de una amiga de mi madre y parecía sacado de la película de Mary Poppins. Hasta entonces, para mí, los paraguas pertenecían al mismo paisaje vetusto e imaginario que los sombreros, las gabardinas y las botas de hule. Habitantes antiguos de una película de John Huston, elementos de escenografía de una novela de Dashiell Hammet, dibujitos sacados de una caricatura de Charlie Brown.

En esta ciudad pegada al mar los paraguas no son sino adornos inútiles que no se abren nunca y nos recuerdan, en su quietud, que vivimos en un desierto. Con vistas al océano Pacífico, pero desierto al fin y al cabo. Dijo desde Londres Antonio Cisneros, uno de nuestros mejores poetas:

Pero no tengo paraguas,
porque yo nunca tuve paraguas,
nadie en Lima tiene paraguas.
Cierto es que ya he comprado dos o tres desde que habito
en el fondo del mar,
pero los he perdido como he ido perdiendo a mis amigos
/ el tiempo / las esposas.

En Lima no llueve, de vez en cuando cae un amago de lluvia que los limeños llamamos garúa, que ni moja ni enfría. “Está lloviendo”, dirá un limeño y uno tendrá que afinar mucho la vista para alcanzar a ver las gotitas que caen del cielo, como si alguien allá arriba estuviera apretando un pulverizador de agua.

Herman Melville, el autor de Moby Dick, llamó a Lima ciudad “sin lágrimas” y “la ciudad más extraña y triste que uno pueda ver”.

El cielo, ese que no llora, mantiene un color gris perenne, que se ilumina unos pocos días al año durante el verano. El color es fruto de un fenómeno meteorológico conocido como “inversión térmica”, hijo de la conjunción entre la corriente de Humboldt que recorre el Pacífico y la cordillera de los Andes y que se traduce en “un clima paradójico de permanente nubosidad, escasa insolación, altísima humedad relativa y casi nulas lluvias que crea un desierto litoral”.

Lejos de tecnicismos, cuando nos referimos a nuestro cielo, los limeños hablamos de “panza de burro”. Un burro que no llora, que no mea, que no se moja.

Si queremos escuchar llover, los limeños tenemos que sumarnos a ese medio millón de personas que a diario entran a la web rainymood.com o utiliza sus apps para iPhone o Android. “La lluvia hace todo mejor”, reza su lema mientras nos deja escuchar una lluvia intensa y constante que refresca el oído. Es cierto, la lluvia hace todo mejor. Por eso, cuando salimos de Lima, los limeños descubrimos que hay una cosa, algo valioso, que nos ha sido arrebatado.

Cuando tenía 18 años viajé a Cuba y viví mi primera tormenta eléctrica en serio. Había visto tormentas antes, siempre fuera de Lima, pero esta era otra cosa. Era invierno en La Habana, pero el invierno ahí significa unos veintitantos grados y un sol que empieza a apagarse sobre las seis de la tarde. No es casualidad que fuera en Cuba donde se inventó esa camisa veraniega conocida como guayabera, y que ahí sea considerada vestimenta formal.

Corrían las cinco de la tarde, salía de mi entrenamiento de baloncesto en la villa olímpica ubicada en las afueras de La Habana, cuando el cielo se oscureció de pronto y antes de que supiera donde refugiarme comenzó a llover como nunca había visto. Las gotas caían con tal fuerza que dolían.

Tardé unos minutos, mientras buscaba hacia dónde correr para guarecerme, en darme cuenta de que no había razón alguna para escapar de la lluvia. La lluvia, esa lluvia, una lluvia a la vez tibia y fría, violenta y calma, era un regalo del que debía empaparme antes de marcharme de vuelta a Lima.

Un par de años después me mudé a Madrid, donde llueve, más o menos, unos cien días al año. La lluvia en Madrid carece de la espectacularidad que puede tener la lluvia en tierras tropicales. Es una lluvia de oficina, puntual y severa, que pese a su carácter burocrático sigue sorprendiendo a los madrileños.

“Llueve”, dice un madrileño saliendo de casa por la mañana sabiendo ya que el tráfico será un desastre y que es probable que se inunde alguna estación de metro.

En Madrid me compré mi primer paraguas. Y el segundo y el tercero y el cuarto y el quinto y el vigésimo octavo. Tras diez años viviendo en la capital de España, los paragüeros de sus bares han de estar repletos de paraguas comprados en El Corte Inglés que olvidé a las tantas de la madrugada.

En 2012 dejé Madrid y volví a Lima, mi ciudad sin lluvia. En los casi once años que estuve fuera la ciudad sufrió cambios asombrosos. Por primera vez en su historia parecía camino de tener una clase media y el dinero se puede ver en los malls abarrotados y los centenares de miles de coches que inundan las calles.

Lima, que antes era apenas pisada por los turistas de camino a Cusco, hoy es una de las capitales gastronómicas del continente y visitantes de todas partes vienen tan solo a comer.

Pero, lo siento, nos falta algo, algo que ni todo el dinero del mundo puede comprar, algo que ni la mejor comida es capaz de satisfacer. Si uno mira el cielo de Lima con detenimiento, si se concentra en sus grises, en su humedad, en ese mar puesto boca arriba, terminará por entenderlo.

Lima está a punto de llorar siempre, pero no llora. Como un paciente deprimido que acaba de empezar a tomar fluoxetina. Quiere llorar pero no puede.

*Este texto se publicó por primera vez, en inglés, en Winter Magazine, marzo 2014.

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