A propósito de la muerte de Federico Luppi, el escritor Manuel Jabois reflexiona en su columna de El País acerca de lo que una de las películas más conocidas del actor argentino significó para su generación, que –con unos pocos años de diferencia– es también la mía. Jabois comenta el clímax de la película dirigida por Adolfo Aristarain:
…una piscina en la que flota Alicia (Cecilia Roth). Ella, inteligente y libre, deja de nadar cuando comprende que cagó su vida entera por un hombre, Martín, padre de Hache, que se comunica con frialdad, desprecio o impotencia, implacable en el juicio porque debe pensar que la sinceridad absoluta es un valor en sí misma. Uno de esos hombres cultos tan comunes en la intelligentsia que creen que su integridad moral es un salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea.
Aquí Jabois describe un cliché o trope demasiado habitual en el cine de autor independiente. Un trope tan extendido en libros y películas y tan pernicioso como la Manic Pixie Dream Girl o las Women in Refrigerators.
Aquí pueden ver el último diálogo que mantienen Alicia (Cecilia Roth) y Martín (Federico Luppi), antes de que ella acabe con su vida:
Todos los que hemos sido hombres jóvenes con ciertas inquietudes intelectuales o culturales, todos los que creímos reconocer en nuestra inmadurez, carencias afectivas y el sentimiento de incomprensión propios de la adolescencia un germen de talento artístico, y –en consecuencia– nos refugiamos en los libros o el cine, hemos sido expuestos a horas y horas de personajes como Martín, el padre de H.
Y los hemos visto como ejemplos, y nos hemos aferrado a ellos en nuestra mediatizada educación sentimental. Pensando, equivocadamente, que ser un hijo de puta quizá no es ya un requisito para ser un gran artista o un gran hombre (aunque haya quien todavía lo piense), pero que si destacamos lo suficiente, que si nuestra obra es admirada por suficiente gente nos será entregada una coartada para no tener que lidiar con nuestra inmadurez afectiva, ni vernos confrontados con nuestras miserias personales en el (mal)trato con otras personas. Quizá no seamos hijos de puta de manera decidida, pero si nos comportamos como tales por cobardía o dejadez, tendremos siempre una excusa a mano.
Como escribía el crítico Charles McGrath en un artículo de 2012 titulado Good Art, Bad People:
…cuando experimentamos arte, este parece ennoblecedor: nos inspira y transporta, refina nuestros criterios, amplía nuestro entendimiento y nuestro sentido de la compasión. Por supuesto, imaginamos que somos mejores personas gracias a él. Y si el arte hace tanto por nosotros, quienes no hacemos más que disfrutarlo, entonces debe tener un efecto incluso mayor y más inspirador en la vida y carácter de aquellos que, de hecho, lo crean. Nos aferramos a estas nociones -particularmente a que el arte nos mejora moralmente- contra toda evidencia, pues como ya señaló célebremente George Steiner el Holocausto las descartó todas de una vez y para siempre.
Que «el hombre inteligente y fiel a sí mismo al punto de maltratar a quien tiene alrededor [particularmente a mujeres]» sea un trope literario y cinematográfico no significa que estos hombres no existan en la realidad y que el arte no deba representarlos.
Pero sí significa que quienes crean ficción deberían ser conscientes de su naturaleza de cliché, lo desmesuradamente habitual que es en productos culturales y de las implicaciones ideológicas que tiene que ese personaje, quizá el antihéroe por excelencia del realismo contemporáneo, se salga casi siempre con la suya y no deba pagar, en carne propia, las consecuencias de su adolescencia emocional y el maltrato al que somete a otro(a)s.
El arte no debería ser nunca un vehículo de adoctrinamiento ideológico, pero pensar que un artefacto narrativo está desprovisto de ideología porque su autor no ha reflexionado lo suficiente al respecto, no quiere admitir la proveniencia de las ideas que subyacen a su obra o que su mensaje no acarrea responsabilidades, sobre todo cuando repite tropes omnipresentes y debidamente identificados por la crítica cultural, es de una ingenuidad que un intelectual o artista serio no puede permitirse.
De hecho, debería darnos una pista de la tremenda carga ideológica de este trope particular que la inteligencia o la cultura o la supuesta integridad moral vistas como un «salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea» sean una coartada que solo está a disposición de hombres. En el arte y en la vida real.
La desproporción entre mujeres «hija de puta pero encantadora y admirada por sus colegas» con hombres de las mismas características en el cine es tal que los reto a pensar, ahora mismo, mientras leen, en una sola.
A mí me ha venido a la cabeza Amy, el personaje interpretado por Rosamund Pike en Gone Girl. Pero Amy, si recuerdan la película, es una psicópata y no trabaja ni tiene casi amigos, así que no despierta la admiración de nadie. Más que una antihéroe posmoderna, es una villana clásica que se sale con la suya. E incluso una Cute and Pyscho. ¿Dónde están las Martín, padre de Hache, del cine contemporáneo? Me imagino que existen pero ahora mismo tengo dificultades para recordar siquiera una.
En la vida real tenemos varios ejemplos recientes de hombres poderosos en industrias creativas –incluido Luppi, el actor que dio vida a Martín, el padre de Hache– que se salieron con la suya durante años pese a que el acoso o violencia a que sometían a mujeres era conocido de sobra por sus pares o colegas. Salvoconducto que muy rara vez se entrega a mujeres en posiciones de poder, incluso cuando el crimen del que se las acusa es ser «conflictivas».
No pretendo aquí discutir si es posible o justificable admirar o rendir homenaje público a la obra de creadores repulsivos en su vida privada o pública, ese es tema para otro artículo, sino lo que significa que personajes así sean tan habituales en el cine y sean retratados bajo una luz favorecedora y hasta como ejemplos a imitar. Lo que me interesa es la falta de atención que creadores, sobre todo hombres, parecen prestar a la ideología que corre bajo sus decisiones narrativas.
Es tan ingenuo analizar y descartar de cuajo una película u otro artefacto cultural exclusivamente por las ideas sobre las relaciones entre hombres y mujeres que transmite, como negar de plano que estas ideas existen, aunque sea como subtexto, y pensar que la repetición ad nauseum de esa visión del mundo no tiene consecuencias.
¿O de verdad alguien piensa que, por poner un ejemplo, nuestra idea contemporánea del amor no ha sido en parte -podemos discutir el peso o proporción todo lo que quieran- moldeada por Hollywood y sus satélites?