Una de las cosas en que más pienso desde hace un buen tiempo, desde que empecé la escritura de No hemos entendido nada, es un tema que seguramente no le importa a nadie más, pero que a mí me supone un quebradero de cabeza.
Pienso, a veces, mientras leo y reflexiono sobre los enormes cambios en los hábitos de consumo de información, el sistema de producción de noticias y el ecosistema de medios, que una de las claves para comprender hacia dónde va el oficio periodístico y avanzar sin perder demasiado el norte se encuentra oculta en la respuesta a una pregunta que vengo haciéndome hace demasiados meses.
La pregunta es simple en su formulación. Pese a ello no he sido aún capaz de responderla de forma que me satisfaga. Llevo meses acumulando lecturas y aproximaciones al tema, recopilando notas, ejemplos y un sinfín de evidencia circunstancial. Acabo de comprobar que el borrador donde voy colocando links y ensayando ideas lleva abierto en el content manager de WordPress desde noviembre del año pasado. Y, en realidad, ese borrador inacabado es la segunda encarnación de un post que empecé a escribir meses antes y eliminé luego, cuando sentí por primera vez que no encontraba salida a la pregunta que planteaba.
La pregunta, como decía, es simple: ¿Para qué sirve un crítico cultural en tiempos de redes sociales?
Por supuesto, no soy, ni mucho menos, el único escritor intentando responderla.
Un autor que admiro profundamente, Alex Balk, editor y cofundador de ese oasis de inteligencia online que era The Awl (cerrado en enero de 2018), escribía en 2016 a propósito de Pete Wells, el crítico de restaurantes de The New York Times (lean, si pueden, a Wells, y lean también este perfil que le dedicó Ian Parker en The New Yorker), una pieza titulada El único crítico que importa. Balk hacía uso de su elocuencia y crudeza habitual para señalar aquello que muchos lectores piensan pero pocos nos atrevemos a decir en voz alta:
La crítica de libros es mala (lean tres reseñas del mismo libro y se darán cuenta de que todos los reseñistas usaron una cita idéntica del primer capítulo que de seguro se encontraba en algún lugar del dossier promocional adjunto a las galeradas, para luego esforzarse en demostrar que saben más del tema del libro que el propio autor, antes de emitir un veredicto habitualmente positivo); la crítica musical, en una época en la que todo el mundo puede escuchar cualquier cosa casi al mismo tiempo que el reseñista, es irrelevante; la crítica televisiva está llena de gente que siente que tiene que defenderse por pasar tanto tiempo viendo televisión e intenta de forma desesperada autoconvencerse de que la tv es la nueva literatura
Balk es excesivamente severo en su juicio adrede para reforzar su argumento, y de seguro más de un lector atento y curioso podría oponer ejemplos de críticos valiosos que escapan a esa cruel descripción. Pero ese no es el punto central de su artículo. El punto central es que, gracias a Internet y las redes sociales, la crítica profesional se ha vuelto irrelevante tanto para los lectores como para la industria que produce los artefactos culturales objeto de sus reseñas.
A propósito de eso mismo escribía hace casi un mes Rowland Manthorpe, editor de la edición británica de la revista Wired. En un ensayo titulado Childish Gambino and how the internet killed the cultural critic, Manthorpe explicaba que This Is America, el último video musical de Childish Gambino, alter ego del actor Donald Glover, lo había golpeado de tal forma que se puso a buscar inmediatamente artículos al respecto. Casi no encontró nada que estuviera a la altura de su curiosidad y apetito. «Quería profundidad. En su lugar, me topé con listicles«, escribe.
Párrafos después, Manthorpe resumía así la desconfianza y/o falta de interés con que el público (no) lee hoy reseñas o críticas hechas por un profesional:
En un mundo de opiniones candentes, la crítica es fría, lenta y distante. ¿Quién quiere oír acerca de una novela que nunca ha leído o una película que no va a ver o, en el caso del teatro, una obra a la que con casi toda certeza nunca asistirá? Quizá si tienes intenciones de comprar una entrada o una copia, pero en ese caso, ¿qué te garantiza que la reseña no vaya a arruinarte el final? La alergia a los spoilers en redes sociales es una sentencia de muerte para el trabajo crítico de cualquier tipo.
En el peor de los casos, una reseña es, a fin de cuentas, tan solo una opinión. Y cuando todo el mundo puede exponer su opinión el valor de esta se ve disminuido. Si uno quiere saber si vale la pena ver una película, tiene mucho más sentido ir a Rotten Tomatoes o dejar que Netflix le haga una recomendación. ¿Por qué depositar nuestra fe en una única voz cuando podemos confiar en los datos?
Líneas más adelante, Manthorpe explica el malentendido que reside en esa visión:
Es cierto, los críticos ponen calificaciones y recomiendan; pero, sobre todo, critican, y eso es algo muy diferente. Una buena reseña cata el aire cultural para descubrir el hedor de hipocresía, el aroma dulce de la verdad, la esencia de lo que está por venir. Una buena reseña es generosa, o cruel, pero nunca titubeante. Una buena reseña es, a su manera, tan valiosa artísticamente hablando como el objeto de la crítica.
Pensaba en todo eso la mañana del viernes 8 de junio, luego de que me despertara con la noticia de que Anthony Bourdain se había suicidado. Bourdain, como seguramente saben, es –me resisto a escribir era– un autor y presentador de televisión especializado en viajes y comida. El periodista gastronómico más importante e influyente del mundo en una época en que comer se ha convertido en el principal evento cultural de nuestras vidas.
Bourdain, saltó a la fama en el año 2000 con un libro de memorias sobre su trabajo como cocinero. Luego del éxito de Kitchen Confidential, se convirtió en una estrella televisiva, encadenando una serie de programas gastronómicos que lo llevaron a todos los rincones del planeta y le hicieron acumular seguidores en todos los idiomas.
El éxito de sus libros y shows televisivos convirtió a Bourdain no solo en una celebridad global sino en un hombre clave para entender la cultura popular de los últimos 20 años. Incluso si uno no ha leído jamás uno de sus libros o no ha visto un solo episodio de No Reservations (2005–2012)o Parts Unknown (en el aire desde 2013 hasta el día de hoy: la muerte de Bourdain ocurrió mientras grababa un episodio en Francia para la nueva temporada), difícilmente haya escapado a la influencia de este ex cocinero reconvertido en escritor que odiaba el brunch y popularizó el mantra según el cual no hay que pedir pescado los lunes en los restaurantes.
Bourdaines uno de los responsables de que hoy los chefs compitan en celebridad con deportistas y estrellas de cine, de que nuestro feed de Instagram esté repleto de imágenes de platos de comida y de que miles sino millones de personas alrededor del mundo planifiquen sus vacaciones pensando en los restaurantes donde van a comer. Pocos autores contemporáneos han moldeado de forma tan inmediata y palpable el mundo en que vivimos, incluso yendo más allá de las fronteras de su nacionalidad e idioma.
Así que luego de leer tres o cuatro notas rápidas buscando detalles sobre lo que había ocurrido, me fui a buscar textos antiguos sobre Bourdain, a la espera de que alguno de los muchos periodistas gastronómicos que sigo en Twitter y leo con frecuencia escribiera algo a la altura del personaje y su legado.
Primero recordé este perfil que le dedicó The New Yorker en febrero de 2017. En él Patrick Radden Keefe revela, entre otras cosas, la dedicación con que Bourdain persiguió una carrera literaria desde mucho antes de que The New Yorker le publicara, en 1999, el ensayo que terminaría convirtiéndose en Kitchen Confidential:
Cuando Bourdain cuenta su propia historia, con frecuencia hace que parezca que el éxito literario fue algo que le cayó del cielo; en realidad, pasó años intentando que la escritura fuera su pasaje de ida fuera de la cocina. En 1985 empezó a enviar manuscritos no solicitados a Joel Rose, quien por entonces editaba una revista literaria de Nueva York, Between C & D. «Para decirlo de forma sencilla, mi deseo por la letra impresa no conoce límites», escribió Bourdain en una carta de presentación que envió junto a una serie de dibujos y relatos.
Ese mismo año, según cuenta Keefe, Bourdain se matriculó en el taller de escritura de Gordon Lish, el legendario editor de Raymond Carver. Pasarían otros diez años hasta que Bourdain publicara una novela, Bone in the Throat (1995), que no leyó nadie en su momento, y cuatro más para que David Remnick, editor de The New Yorker, recibiera y aceptara el manuscrito que le daría la vuelta a la carrera del cocinero.
Luego recordé una entrevista reciente, realizada por Isaac Chotiner para Slate, en la que, a la luz del movimiento #MeToo y las denuncias de acoso sexual de Harvey Weinstein y otros hombres poderosos, Bourdain discute hasta qué punto su libro y él mismo han sido responsables de romantizar la cultura machista que sobrevive en muchas cocinas profesionales:
Y he estado pensando mucho acerca de Kitchen Confidential. En cuando iba a firmas de libros algunos años después de que se publicara Kitchen Confidential y alguna gente, sobre todo tipos, me hacía high-five con una mano y me deslizaba un paquetito de cocaína con la otra. Y yo pensaba, compadre, ¿acaso no has leído el libro? ¿qué carajo te pasa?
(…)
He tenido que preguntarme, y lo he hecho durante un buen tiempo, ¿hasta qué punto en ese libro ofrecí validación a estos cabezas de chorlito?
Si lees el libro, ahí hay muchas palabrotas. Mucha sexualización de la comida. No recuerdo nada particularmente lascivo o lúbrico en el libro más allá de esa primera escena en la que siendo un muchacho joven veo al chef teniendo relaciones sexuales consentidas con una cliente. Pero aún así, eso también pertenece a esa cultura de machos idiotas.
Leí también los varios tuits que le dedicaron algunos de sus amigos del mundo gastronómico.
Anthony was my best friend. An exceptional human being, so inspiring & generous. One of the great storytellers who connected w so many. I pray he is at peace from the bottom of my heart. My love & prayers are also w his family, friends and loved ones. pic.twitter.com/LbIeZK14ia
A piece of my heart is truly broken this morning. And the irony, the sad cruel irony is that the last year he’d never been happier. The rest of my heart aches for the 3 amazing women he left behind. Tony was a symphony. I wish everyone could have seen all of him. A true friend.
Today's a day of extreme sadness for us here at Xi'an Famous Foods. I've lost a dear friend today, and we mourn with the rest of the world. I remember the time in 2007 when Tony first visited our basement food stall in Flushing for Travel Channel's No Reservations while I was… pic.twitter.com/z7FBcWnMID
Pero fue recién cuando me topé con esta pieza escrita a las pocas horas de la muerte de Bourdain por Helen Rosner, la corresponsal gastronómica de The New Yorker, que caí en cuenta de que no me bastaba con volver a revisar notas antiguas sobre Bourdain o escritas por él. Fue cuando leí lo siguiente que empecé a caer en cuenta de que, si bien aún no encuentro la forma de explicar para qué sirve un crítico cultural en nuestros días, quizá sí puedo mostrarlo con algunos ejemplos:
La atracción por los secretos detrás de la fachada -por el frenético e insinuado manejo de escena tras bambalinas– es quizá el tema principal que recorre toda la obra de Bourdain. Era un lector inagotable, en busca no solo de conocimiento y diversión sino de herramientas para el oficio. Fue más un creador que una estrella televisiva: un obsesivo aficionado del cine que confeccionaba cada episodio de Parts Unknown como si se tratara de una película, guionizando cada toma, cada cortinilla musical, cada arreglo visual. Cuando lo entrevisté para un podcast en 2016, hablamos de cómo utilizaba esas herramientas narrativas como una manera de acercarse a su público, de atraerlos a un territorio en el que pudieran de verdad entender aquello que él les estaba mostrando. «Uno quiere que sientan lo que sintió uno mismo en ese momento, si está narrando algo que ha experimentado», dijo. «O quiere acercarlos a cierta opinión o forma de ver las cosas».
(…)
Bourdain, en efecto, creó el personaje de «chef chico malo», pero con el paso del tiempo empezó a ver sus efectos perniciosos en la industria de restaurantes. Con Medium Raw, la secuela de Kitchen Confidential publicada en 2010, intentó volver a narrar su historia desde un lugar mucho más sensato: las drogas, el sexo, los ademanes de hijo de puta arrogante, ya no como manual de instrucciones sino como advertencia.
Lo mismo pensé cuando leí poco después este artículo escrito por Jeff Gordinier, editor gastronómico de Esquire:
La gente insiste en clasificar a Bourdain como chef, pero esto siempre me ha parecido raro. Él mismo ha admitido que fue un chef mediocre. Lo que hacía brillar a Bourdain era la escritura. Gracias a su talento y fuerza de voluntad y carisma y sudor y hambre, Bourdain se convirtió en el más destacado escritor gastronómico y de viajes de su tiempo. Su ascenso coincidió con un momento en la cultura americana en el que, de pronto, los chefs se convirtieron en personajes más interesantes (más auténticos, menos maquillados, más volubles, menos manipuladores, o al menos eso pensábamos) que las estrellas de cine o los músicos. Bourdain se convirtió en el bardo oficial de esta era, como Hunter S. Thompson en la campaña electoral de 1972 o Pauline Kael cubriendo la revolución cinematográfica de los años 60 y 70.
Y, por supuesto, no podía faltar este otro artículo escrito por Pete «el único crítico que importa» Wells:
Si bien no era inmune a la hipérbole, tenía un odio de editor de periódico amarrado a un cigarrillo por la hipocresía autoindulgente, particularmente cuando se trataba de otros presentadores de televisión. Disfrutaba de burlarse de chefs famosos como Guy Fieri (a cuyo restaurante de de Times Square bautizó «the Terrordome») y Paula Deen («La peor y más peligrosa persona de América»).
A ratos, las dotes de Bourdain para cantar verdades podían desteñirse para dar paso a otros aspectos menos agradables de su personalidad: el matón que busca llamar la atención, el proveedor de numeritos bien ensayados, el conferenciante que, a la orden, suelta palabrotas como un cocinero que se acaba de de volar la tapa del dedo con el cuchillo.
«Hago muchos bolos como orador y a veces siento que me pagan para soltar palabrotas delante de gente que no ha escuchado ninguna en un buen tiempo», dijo en una entrevista de 2008.
Yo preferiría, la verdad, que quienes lean este post se asomaran al trabajo de Helen Rosner, Jeff Gordinier o Pete Wells en otras circunstancias. Pero quizá hace falta que ocurra algo tan tremendo, espantoso e incomprensible como el suicidio de una figura cultural de la talla de Anthony Bourdain para explicar, mostrando y no diciendo, para qué sirve un crítico cultural en tiempos de redes sociales.
Yo seguiré, pasado el duelo, intentando encontrar una respuesta. Confío en poder decirla por aquí pronto.
Postdata: Mientras escribía este post me sorprendió caer en cuenta de que, pese a los varios años que llevo escribiendo sobre gastronomía y libros, y a que he leído casi todo lo que Bourdain publicó en las últimas dos décadas, nunca he escrito sobre él más que muy de pasada aquí y aquí.
Orwell es el único ensayista que habla en mi cabeza con voz absolutamente propia*. Una voz nítida y sonora, una voz casi real, que consigue apartarse de la voz metafórica a la que nos referimos cuando hablamos de la prosa de un autor. Como si en lugar de estar leyendo y procesando palabras negro sobre blanco estuviera escuchándolas a unos pocos metros de distancia.
Una voz que no es igual a ninguna otra, de la misma forma que la voz de mi esposa, mi padre o alguno de mis amigos más cercanos no es igual a ninguna otra voz cuando mi oído las reconoce en medio de un salón. Con la diferencia de que se trata de una voz que, en realidad, jamás he escuchado. Una voz de la que no existe registro alguno y que se apagó en 1950, un año antes de que naciera mi padre, treinta y un años antes de que naciera yo.
La única pieza audiovisual que existe de Orwell es esta:
Unos pocos segundos que muestran a Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) con 18 años, caminando junto un grupo de compañeros en Eton College. Blair es el cuarto de la izquierda.
Pese a que sabemosbastantesobreel proceso que nos permite entender lo que leemos, hasta donde sé todavía no conocemos la fisiología del cerebro al punto de comprender la manera exacta en que transformamos las palabras que leemos en discurso que fluye y resuena en nuestra mente. Sabemos lo que ocurre, pero no sabemos con certeza cómo ocurre.
No sé qué daría por entender qué hace posible que las palabras escritas a mano o a máquina por un oficial inglés de la Policía Imperial India durante la primera mitad del siglo XX retumben en mi cabeza con la misma claridad que las pronunciadas a mi lado, en vivo y en directo, por algunas de las personas que más quiero.
¿Qué hay ahí? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Por qué Orwell y no el resto de autores por los que siento similar admiración? ¿De qué manera particular están organizadas en su prosa las mismas palabras que usa cualquier persona que escribe en inglés contemporáneo para conseguir ese efecto? ¿Me ocurre solo a mí o también a todos esos otros escritores que han dado testimonio de su devoción por él?
¿Qué hay en la prosa de este hombre que «como señaló Lionel Thrilling, no era un genio; no era un tipo misterioso; cumplió servicio en Burma; lavó platos en un hotel parisino, y luchó durante unos pocos meses en España, pese a lo cual no tuvo una vida aventurera; que pasó la mayor parte de su vida en Londres y reseñó libros» (en palabras del escritor Keith Gessen)?
Quizá a eso se refería Christopher Hitchens cuando escribió en su libro sobre el autor de Homage to Catalonia, Why Orwell Matters (Basic Books, 2002), que pese a no contar con registros grabados de la voz de Orwell, «en realidad sí tenemos su voz, y no parece que hayamos llegado al punto en que podamos decir que no sigamos necesitándola» (la cursiva es mía).
En otro momento del libro (hay traducción al castellano reciente de la editorial Página Indómita y una anterior, de 2003, publicada por Emecé bajo el título La victoria de Orwell), en las páginas finales, Hitchens dice (el énfasis es mío):
Si es cierto que le style, c’est l’homme (una afirmación que los admiradores de M. Claude Simon deben esperar con devoción que sea falsa), entonces lo que tenemos en George Orwell es en modo alguno el ‘santo’ mencionado por V.S. Pritchett y Anthony Powell. En el mejor de los casos podría afirmarse, incluso por un admirador ateo, que Orwell tomó algunas de la virtudes supuestamente cristianas y mostró cómo podían ‘vivirse’ sin devoción ni fe religiosa. También podría esperarse que, adaptando las palabras que Auden dedicó a Yeats en su muerte, el tiempo trate con amabilidad a aquellos que viven por y para la lengua. Auden añadió que el tiempo ‘con esta curiosa excusa’ podría hasta ‘perdonar a Kipling y sus opiniones’. Las ‘opiniones’ de Orwell han sido reivindicadas en buena medida por el paso del tiempo, así que no hace falta que busque perdón. Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas; y que las posiciones políticas son relativamente poco importantes, mientras que los principios tienen una manera de perdurar, de la misma forma que los pocos individuos irreductibles que se mantienen fieles a ellos.
Aquí pueden ver una conferencia de Hitchens basada en Why Orwell Matters:
Es al estilo, a ese «compromiso con el lenguaje», al que podemos atribuir el poder evocador de la prosa de Orwell. Ningún otro autor que conozco encarna con tanta exactitud estas palabras de la ensayista y poeta Emily Hiestand, escritas en un pequeño ensayo titulado precisamente On Style:
El lenguaje no es una cinta transportadora que acarrea otra cosa llamada «la idea», sino que es fundamental a la idea. Los poetas -esos científicos investigadores en el laboratorio del idioma- dirían incluso que el lenguaje es la idea por completo. Pero incluso en prosa, sea lo que sea que nuestras palabras buscan expresar, la naturaleza del lenguaje es en sí misma un signo poderoso. Los modismos, cadencia y finura o languidez del lenguaje, todo trabaja de forma organizada para comunicar, muchas veces de manera tan enfática como el mensaje explícito (…) La voz de un escritor tiene, por supuesto, una marca distintiva, y las variaciones de tono de un trabajo a otro no son un acto camaleónico. Existen variaciones dentro de la misma voz, que representan nuestra capacidad para adentrarnos en diversas ideas de forma imaginativa, de explorar temas diversos a través del lenguaje.
No sé cómo funciona dentro de nuestro cerebro, pero créanme que, al menos en el caso de Orwell, funciona.
Si no pongo aquí ejemplos de su escritura es porque, pese a que debe tratarse de uno de los autores más citados del siglo XX, la prosa en los ensayos de Orwell trabaja construyendo sentido poco a poco, paso a paso, sin apurarse ni mostrar las ideas de golpe. Uno puede entresacar frases citables de cada página, pero el verdadero valor de su prosa no se encuentra en su efectismo o espectacularidad sino en la manera en que van abriéndose camino las ideas -palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo-, luego de una ardua discusión consigo mismo.
Como escribió Hitchens, «Orwell es un escritor que está permanentemente midiéndose la temperatura. Si el termómetro indica que se encuentra demasiado alta o demasiado baja, toma las medidas necesarias para corregirse». Y esto ocurre, casi siempre, en el mismo texto.
Ahí radica el poder de la prosa de Orwell. En la manera en que duda, en que va ensayando preguntas y respuestas, a veces erradas o incompletas, para luego rectificar o salir reforzado párrafos más adelante.
Leer al Orwell ensayista es asistir a un partido de tenis o combate de box donde el autor se enfrenta a sus propias ideas, que va descartando, refinando y ajustando, como quien devuelve una pelota con un passing shot o se cubre ante un swing y responde con un hook. Una y otra vez. Hasta quedar rendido o satisfecho.
Quien sale ganando siempre es el estilo porque, en palabras de George Packer -otro orwelliano confeso, editor de dosvolúmenes compilatorios de sus ensayos-, «Orwell mostró que el duelo realmente absorbente es el que tiene uno consigo mismo». La magia del estilo de Orwell -lo que nos absorbe- es que, mientras leemos, asistimos en primera a fila a la discusión que el autor está teniendo con sus propias ideas. Y eso, cuando por lo general hasta el más mediocre de los ensayistas suele escribir convencido de su opinión incluso antes de empezar a teclear, le confiere a su prosa un carácter único y revelador.
La gran lección de Orwell y su estilo es que, a diferencia de lo que muchos creen, escribir ensayos no es una manera de dar sermones desde el púlpito de un teclado. Escribir ensayos es un método de descubrimiento en el que, para tener éxito, hay que empezar por cuestionar las verdades asumidas e ideas propias. Ojalá con una pizca de la lucidez y honestidad que Orwell puso en cada uno de los suyos.
Postdata: Si pueden, léanlo en inglés. Nada es comparable a leer las palabras que el autor mismo escribió. Si no, hasta donde he podido revisar, las recientestraducciones realizadas por Debate en España son estupendas.
*En realidad hay otra, Hannah Arendt, pero para hablar de Arendt hace falta otro post. O varios.
A propósito de la muerte de Federico Luppi, el escritor Manuel Jabois reflexiona en su columna de El País acerca de lo que una de las películas más conocidas del actor argentino significó para su generación, que –con unos pocos años de diferencia– es también la mía. Jabois comenta el clímax de la película dirigida por Adolfo Aristarain:
…una piscina en la que flota Alicia (Cecilia Roth). Ella, inteligente y libre, deja de nadar cuando comprende que cagó su vida entera por un hombre, Martín, padre de Hache, que se comunica con frialdad, desprecio o impotencia, implacable en el juicio porque debe pensar que la sinceridad absoluta es un valor en sí misma. Uno de esos hombres cultos tan comunes en la intelligentsia que creen que su integridad moral es un salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea.
Aquí Jabois describe un cliché o trope demasiado habitual en el cine de autor independiente. Un trope tan extendido en libros y películas y tan pernicioso como la Manic Pixie Dream Girl o las Women in Refrigerators.
Aquí pueden ver el último diálogo que mantienen Alicia (Cecilia Roth) y Martín (Federico Luppi), antes de que ella acabe con su vida:
Todos los que hemos sido hombres jóvenes con ciertas inquietudes intelectuales o culturales, todos los que creímos reconocer en nuestra inmadurez, carencias afectivas y el sentimiento de incomprensión propios de la adolescencia un germen de talento artístico, y –en consecuencia– nos refugiamos en los libros o el cine, hemos sido expuestos a horas y horas de personajes como Martín, el padre de H.
Y los hemos visto como ejemplos, y nos hemos aferrado a ellos en nuestra mediatizada educación sentimental. Pensando, equivocadamente, que ser un hijo de puta quizá no es ya un requisito para ser un gran artista o un gran hombre (aunque haya quien todavía lo piense), pero que si destacamos lo suficiente, que si nuestra obra es admirada por suficiente gente nos será entregada una coartada para no tener que lidiar con nuestra inmadurez afectiva, ni vernos confrontados con nuestras miserias personales en el (mal)trato con otras personas. Quizá no seamos hijos de puta de manera decidida, pero si nos comportamos como tales por cobardía o dejadez, tendremos siempre una excusa a mano.
Como escribía el crítico Charles McGrath en un artículo de 2012 titulado Good Art, Bad People:
…cuando experimentamos arte, este parece ennoblecedor: nos inspira y transporta, refina nuestros criterios, amplía nuestro entendimiento y nuestro sentido de la compasión. Por supuesto, imaginamos que somos mejores personas gracias a él. Y si el arte hace tanto por nosotros, quienes no hacemos más que disfrutarlo, entonces debe tener un efecto incluso mayor y más inspirador en la vida y carácter de aquellos que, de hecho, lo crean. Nos aferramos a estas nociones -particularmente a que el arte nos mejora moralmente- contra toda evidencia, pues como ya señaló célebremente George Steiner el Holocausto las descartó todas de una vez y para siempre.
Que «el hombre inteligente y fiel a sí mismo al punto de maltratar a quien tiene alrededor [particularmente a mujeres]» sea un trope literario y cinematográfico no significa que estos hombres no existan en la realidad y que el arte no deba representarlos.
Pero sí significa que quienes crean ficción deberían ser conscientes de su naturaleza de cliché, lo desmesuradamente habitual que es en productos culturales y de las implicaciones ideológicas que tiene que ese personaje, quizá el antihéroe por excelencia del realismo contemporáneo, se salga casi siempre con la suya y no deba pagar, en carne propia, las consecuencias de su adolescencia emocional y el maltrato al que somete a otro(a)s.
El arte no debería ser nunca un vehículo de adoctrinamiento ideológico, pero pensar que un artefacto narrativo está desprovisto de ideología porque su autor no ha reflexionado lo suficiente al respecto, no quiere admitir la proveniencia de las ideas que subyacen a su obra o que su mensaje no acarrea responsabilidades, sobre todo cuando repite tropes omnipresentes y debidamente identificados por la crítica cultural, es de una ingenuidad que un intelectual o artista serio no puede permitirse.
De hecho, debería darnos una pista de la tremenda carga ideológica de este trope particular que la inteligencia o la cultura o la supuesta integridad moral vistas como un «salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea» sean una coartada que solo está a disposición de hombres. En el arte y en la vida real.
La desproporción entre mujeres «hija de puta pero encantadora y admirada por sus colegas» con hombres de las mismas características en el cine es tal que los reto a pensar, ahora mismo, mientras leen, en una sola.
A mí me ha venido a la cabeza Amy, el personaje interpretado por Rosamund Pike en Gone Girl. Pero Amy, si recuerdan la película, es una psicópata y no trabaja ni tiene casi amigos, así que no despierta la admiración de nadie. Más que una antihéroe posmoderna, es una villana clásica que se sale con la suya. E incluso una Cute and Pyscho. ¿Dónde están las Martín, padre de Hache, del cine contemporáneo? Me imagino que existen pero ahora mismo tengo dificultades para recordar siquiera una.
No pretendo aquí discutir si es posible o justificable admirar o rendir homenaje público a la obra de creadores repulsivos en su vida privada o pública, ese es tema para otro artículo, sino lo que significa que personajes así sean tan habituales en el cine y sean retratados bajo una luz favorecedora y hasta como ejemplos a imitar. Lo que me interesa es la falta de atención que creadores, sobre todo hombres, parecen prestar a la ideología que corre bajo sus decisiones narrativas.
Es tan ingenuo analizar y descartar de cuajo una película u otro artefacto cultural exclusivamente por las ideas sobre las relaciones entre hombres y mujeres que transmite, como negar de plano que estas ideas existen, aunque sea como subtexto, y pensar que la repetición ad nauseum de esa visión del mundo no tiene consecuencias.
¿O de verdad alguien piensa que, por poner un ejemplo, nuestra idea contemporánea del amor no ha sido en parte -podemos discutir el peso o proporción todo lo que quieran- moldeada por Hollywood y sus satélites?
Hay dos formas de contemplar la vida (…) La primera dicta que todo cambia, nada está inherentemente conectado, y la única fuerza motor en la existencia de cualquier persona es la entropía. La segunda manda que todo más o menos se mantiene igual y que todo se encuentra completamente conectado, incluso si no nos damos cuenta de ello.
(…) Nada puede apreciarse en el vacío. De eso se trata la «cultura acelerada». No es tanto que «acelere» las cosas sino que fuerza todo para que encaje en el mismo muro de sonido. Lo que no es necesariamente trágico. El objetivo de estar vivo es descubrir qué significa estar vivo, y hay innumerables formas de deducir la respuesta. Yo simplemente prefiero examinar la pregunta a través del contexto de Pamela Anderson y The Real World y las Zucaritas. Desde luego, no es menos plausible que intentar entender a Kant o Wittgenstein.
(…) Por sí solo nada es realmente importante. Lo que importa es que nada es nunca «por sí solo».
El autor de las líneas de arriba es Chuck Klosterman, un ensayista norteamericano al que tengo por uno de mis periodistas culturales favoritos. La cita proviene de la introducción de Sex, Drugs, and Cocoa Puffs: A Low Culture Manifesto, una recopilación de ensayos donde Klosterman, un obseso de la cultura pop, analiza fenómenos como los alcances socioculturales de la archiconocida rivalidad entre los Lakers y los Celtics en la NBA; las similitudes y diferencias entre Marilyn Monroe y Pamela Anderson como mitos eróticos americanos; o las razones por las que la música country es superior al pop y el rock a la hora de «expresar la condición humana» (nota al margen: sobre este último tema ha insistido hace poco Malcolm Gladwell en el que quizá es el mejor episodio de la segunda temporada de su podcast Revisionist History).
Esas líneas en negrita allá arriba -«todo se encuentra completamente conectado, incluso si no nos damos cuenta de ello» y «Nada puede apreciarse en el vacío (…) Por sí solo nada es realmente importante. Lo que importa es que nada es nunca ‘por sí solo'»- me retumban en la cabeza cada vez que pienso en el periodismo cultural.
Cuando empecé como periodista, a principios de los años 2000, todo lo que hacía era periodismo cultural. Entrevistas a artistas, escritores, músicos o cineastas. Reseñas de exposiciones, libros, discos, conciertos y películas. En el año 2003, luego de haber publicado esporádicamente en diarios peruanos desde España, me contrataron para formar parte de una nueva revista que iba a empezar a publicarse en Madrid.
Una de las primeras notas que hice fue una entrevista a un músico sueco del que no sabía absolutamente nada. Por entonces yo era un mocoso pedante que no estaba dispuesto a admitir en público que ignoraba algo que los mayores a su alrededor comentaban con soltura. Si ellos lo conocían, lo habían escuchado, visto o leído, entonces yo también debía haberlo hecho. Aunque en ese momento fuera mentira y tuviera que correr luego a ponerme al día.
Así que cuando mi jefe me dijo que Eagle-Eye Cherry estaba sacando un nuevo disco y yo debía entrevistarlo al día siguiente, asentí y me puse manos a la obra. Sin más. Dándole a entender que sabía perfectamente de quién estábamos hablando. Por supuesto, no tenía ni la más remota idea.
En 2003, Youtube todavía no existía; Wikipedia, que había nacido dos años antes, aún no albergaba todo el conocimiento inútil que uno pudiera necesitar; y googlear era un verbo nuevo, utilizado como tal por primera vez solo unos meses antes en un episodio de Buffy, cazavampiros. No recuerdo cómo, pero me las ingenié para aprender a la carrera todo lo que pude sobre el señor Cherry y no sentirme un ignorante cuando lo tuve enfrente.
Mi nota se publicó unas semanas después en el primer número de la revista. Un colega de la redacción la leyó y me hizo el mejor cumplido de mi corta carrera periodística: «No tenía idea de que eras fanático de Eagle-Eye y sabías tanto de la familia Cherry».
El padre de Eagle-Eye, Don Cherry, había sido un conocido trompetista de la época del free jazz; varios de sus hermanos eran también músicos de jazz y su hermana Neneh había tenido un par de éxitos como rapper en Inglaterra a finales de los 80. El primer disco de Eagle-Eye vendió cuatro millones de copias y se convirtió en platino en 1998. Es probable que, incluso sin saberlo, todos ustedes hayan escuchado alguna vez el single más famoso de ese álbum:
Esos detalles, que saqué de distintas fuentes, salpicaban la nota que escribí con la entrevista de 20 minutos que le hice al músico.
Muchos años después, le leí a uno de los mejores periodistas culturales que conozco, el peruano Enrique Planas, un resumen perfecto de todo esto:
El periodista escribe sobre lo que sabe y el escritor sobre lo que no sabe que sabe (…) El periodista está lleno de fórmulas, sabe detectar inmediatamente los conflictos cuando está contando algo, sabe qué preguntarle a un personaje y la velocidad es su virtud.
El trabajo principal del periodismo cultural es llamar la atención sobre la forma en que «todo se encuentra completamente conectado» y cómo «nada es nunca por sí solo». Es decir, la función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones, aportar el contexto necesario -o al menos suficiente- para que el lector sea capaz de apreciar el artefacto cultural -el todo y nada de las frases de Klosterman- del que se está hablando. Esto, por supuesto, no excluye la valoración que pueda hacer el periodista. Pero esa, la función crítica, es una segunda función, a la que solo se puede aspirar si se satisface la primera.
••••
El 28 de agosto de este año, el columnista Victor Lenore escribía en su espacio habitual del site El Confidencial un artículo en el que criticaba con dureza el, por entonces, último fenómeno de Internet en lengua española.
Una semana antes, el autor de cómics y editor Manual Bartual había publicado este tuit:
Ando de vacaciones desde hace un par de días, en un hotel cerca de la playa. Iba todo bien hasta que han comenzado a suceder cosas raras. pic.twitter.com/6gd7Rqs6bL
Con él, Bartual dio inicio a una historia de suspenso que duró seis días y mantuvo en vilo a un elevado número de usuarios de Twitter. Si no lo han leído, en esta página de Storify el propio Bartual han compilado su relato al completo.
El éxito de la historia en Twitter fue tremendo. Según el análisis realizado por Francesc Pujol, director del Centro Media, Reputation and Intangibles de la Universidad de Navarra y de quien he hablado ya antes en este blog, hasta el 28 de agosto los «373 tuits -que constituyen el relato- han generado un total de 445 000 retuits y 3 514 000 me gusta«. Según un artículo publicado por el site Verne de El País, Bartual ganó «más de 300 000 seguidores en una semana».
Si esos números no bastan para entender el éxito que supuso el relato de Bartual, estos dos cuadros, confeccionados por Francesc Pujol, ayudan a ponerlo en contexto. El primero compara la cantidad de retuits conseguidos por el relato con los obtenidos por los últimos 373 tuits de algunos de los principales medios de España:
El segundo cuadro hace lo mismo, pero en lugar de fijarse en los retuits, pone la atención en el número de likes:
La diferencia entre el alcance y engagement del relato de Bartual con la producción tuitera de los medios estudiados por Pujol es apabullante. Ese éxito hizo que muchos sites noticiosos en castellano, tanto en España como Latinoamérica, se lanzaran a escribir notas sobre el autor de cómics y su relato en Twitter.
«La inquietante historia de Manuel Bartual que está arrasando en Twitter», titulaba La Vanguardia. «Manuel Bartual, el Stephen King de Twitter», decía El Mundo (que un par de días después no perdía ocasión de juntar a Bartual con uno de los personajes más populares del internet español en otro titular: «Cristina Pedroche quiere dar las Campanadas… con Manuel Bartual»). «Manuel Bartual, autor del best seller del verano… ¡en Twitter!», gritaba ABC. «Manuel Bartual pone fin al fenómeno que ha ‘roto’ Twitter este verano», señalaba, recurriendo a un cliché clásico cuando de la Red se trata, 20 Minutos. «El misterio de Manuel Bartual y la tuitnovela que cambió la historia de Twitter», exageraba el popular site mexicano Sopitas. «La terrorífica historia de un tuitero en vacaciones que tiene a toda la red enganchada», seguía exagerando un poco La Tercera de Chile. «La aterradora historia que tuvo en vilo a Twitter», insistía El Tiempo de Colombia. «Manuel Bartual da por finalizada su popular historia en Twitter», apuntaba con sobriedad el site de la radio más escuchada de España, Cadena Ser.
Esa es solo una pequeña muestra delas decenas de artículos que las webs de noticias en español redactaron a toda prisa para intentar aprovechar la ola Manuel Bartual, una vez cayeron en cuenta del éxito que estaba cosechando en redes sociales.
¿Qué caracterizaba a todas esas notas que he citado y a casi todas las demás que se publicaron durante la semana que duró el fenómeno?
-La celebración acrítica. -El ditirambo.
-La mención a usuarios famosos -futbolistas, actores y otras celebrities– que tuitearon acerca del relato.
Algunos periodistas, no muchos, levantaron el teléfono o escribieron un mensaje al autor para hacerle algunas preguntas. De esas notas, de aquellas en las que un periodista se tomó el trabajo de conversar con Bartual mientras el fenómeno ocurría, la mejor es la escrita por Pablo Cantó para Verne. Cantó no solo habló con el autor y le hizo alguna pregunta inteligente, sino que su artículo aporta contexto y antecedentes tanto de Twitter, los viejos tiempos del Internet pre-redes sociales y la literatura.
Mientras, el resto de artículos -casi todos intercambiables entre sí-, en el mejor de los casos se contentaban con mencionar a Orson Wells (cada vez que alguien monta un hoax o parecido, los periodistas corremos a buscar la entrada de Wikipedia sobre La guerra de los mundos y hacemos copy/paste) o traer a cuento a Stephen King (cada vez que un periodista está escribiendo y teclea las palabras «terror» o «suspense», la función autocomplete de su CMS añade el nombre del escritor de Maine).
Ese era el ánimo general en la prensa ante el éxito del relato de Bartual: un río de leche y miel desbordándose sobre campos de maná y fresas. Hasta que llegó Víctor Lenore y su columna de El Confidencial.
Lenore es un periodista y crítico cultural español, autor de un interesante libro acerca de cómo y por qué ser hoy moderno o hipster «alude básicamente a la capacidad de comprar ciertos productos que prescribe la industria cultural, tecnológica, publicitaria, de los medios y de la moda».
El libro de Lenore se titula Indies, hipters y gafapastas: Crónica de una dominación cultural. Consíganlo y léanlo, si pueden. Aunque centrado en el mundo cultural español y excesivamente influido por Zizek -con pinceladas de Thomas Frank, el periodista y crítico cultural americano que dedicó un libro fundamental a la estrecha relación entre consumismo y contracultura en 1997-, vale la pena incluso si uno no vive en España y, como yo, desconfía de los hijos intelectuales del filósofo pop por excelencia.
Leo a Lenore desde hace un tiempo, sobre todo desde que publica con regularidad en El Confidencial, quizá el site español que mejor cobertura cultural realiza hoy. Pese a que disfruto su mirada desprejuiciada sobre la cultura popular no canonizada por la intelligentsia ibérica, me divierte aun más estar casi siempre en desacuerdo con él.
Lenore es quizá el émulo más directo e interesante de Zizek en la prensa generalista española. Y al igual que le ocurre al filósofo esloveno leninista favorito de la izquierda antiglobalización y alrededores, sus juicios están marcados casi siempre por una mirada conspiranoica y anticapitalista de la cultura, y en ellos puede atisbarse ese ansia revolucionaria de salón propia del marxismo pop que lo hace soltar boutades como esta:
Prefiero que gane Trump a Clinton. Demostraría que, aunque sea un engaño, los electores prefieren discursos antisistema que prosistema.
Y de ahí la cosa solo fue in crescendo. Así como un relato construido con 373 tuits había convertido a Manuel Bartual en Stephen King a ojos de los periodistas que se rendían ante su éxito, el takedown del cáustico Lenore debía estar a la altura. Solo que en sentido inverso.
En su columna Lenore despachaba la historia de Bartual con frases del tipo: «siendo crueles, podemos describirlo como un Big Mac de la narrativa», o (las negritas son suyas):
Los únicos personajes relevantes son Bartual y el doble de Bartual. En tiempos de emergencia social, estos repliegues narcisistas hacia el ‘yo’ quitan mucho trabajo al autor (describir la interacción humana) y apuestan todo a las emociones desconectadas de las relaciones. En dos palabras: masturbación digital.
Un párrafo más adelante, vuelve a disparar:
Estamos ante una historia demasiado previsible, encerrada en la fugacidad del momento, el vacío cultural de finales de agosto; un limbo sin apenas competencia.
Para finalmente rematar:
Después de pensarlo unos días, me niego a celebrar esta trama, como rechazo celebrar el simple acto de leer. Lo que tiene valor es sumergirse en historias con un mínimo de profundidad.
Contra toda lógica, la mayoría de los periodistas culturales parecen encantados. Se trata de un contenido poco exigente, con gran eco de público, sobre el que se puede disertar sin apenas esfuerzo. ¿Estas son las ficciones que queremos prescribir, promocionar y legitimar? ¿Hola?
Por supuesto, las tomas de posición extremas no son una novedad en el periodismo cultural, mucho menos las tomas de posición extremas negativas.
Todo el mundo sabe que es mucho más divertido escribir y leer reseñas negativas que positivas. Mientras más despiadadas, mejor. Lo explica el crítico de restaurantes Jay Rayner, uno de los más populares en el mundo anglosajón, en un librito en el que compiló veinte de las críticas más crueles que había escrito. En la introducción Rayner decía:
He sido crítico por más de una década (…) y si algo he aprendido es que a la gente le gustan las reseñas de restaurantes malos. No, tachen eso. Le encantan, se pegan banquetes con ellas como buitres hambrientos que han atisbado carroña putrefacta entre los arbustos por primera vez en semanas (…) Cuando comparo una cena con el sabor o el aspecto de fluidos corporales, el salón con una cámara de sadomasoquismo en Neasden (pero sin el glamour o la clase) y la cuenta con un robo, entonces, la multitud vociferante es verdaderamente feliz.
(…)
…la gente lee reseñas negativas por disgusto indirecto. Cada vez que destripo un local, sienten que me estoy tomando la revancha en ese restaurante en particular por todas las comidas de mierda que han sufrido en su vida en cualquier parte. En la era de la Web 2.0, cuando un artículo se ve completado con comentarios de lectores, uno puede sentir cómo la turba virtual se ha congregado alrededor de la víctima para gritar: «¡Mátalos! ¡Mátalos a todos!»
Lo que sí resulta algo más novedoso, propio de nuestros tiempos de ADSL de banda ancha, es que el extremismo con que expresamos nuestra adoración u odio en Twitter o Facebook (o en las secciones de comentarios) suele ser inversamente proporcional al tiempo que la atención general otorga a cada nuevo fenómeno de Internet. El caso de Manuel Bartual no fue la excepción.
Miren el gráfico de Google Trends aquí abajo. Como ya he explicado en alguna otra ocasión, lo que hace Google Trends es medir el interés que despierta un término según las búsquedas que los usuarios realizan en Google. Para ello asigna un valor entre 0 a 100 por día, donde “100 indica la popularidad máxima de un término, mientras que 50 y 0 indican una popularidad que es la mitad o inferior al 1%, respectivamente, en relación al mayor valor”.
Ahí podemos ver que el cenit de popularidad de Manuel Bartual en Google tuvo lugar el día 26 de agosto, el día en que dio por finalizado su relato, un día antes de que contara en una entrevista que todo fue un invento perfectamente guionizado y no una historia autobiográfica narrada en tiempo real. Dos días después, el 28 de agosto, el interés ya había descendido a menos de la tercera parte. Solo seis días después, el día 1 de setiembre, el interés por Bartual volvía a ubicarse donde se encontraba antes de su éxito tuitero. Es decir, volvía a ser prácticamente inexistente.
Esa relación entre la brevedad del tiempo que le prestamos atención a aquello que despierta nuestro interés y la intensidad del abrazo o el rechazo que expresamos -periodistas incluidos- en redes sociales y artículos no es casual.
El volumen de información al que un usuario promedio de redes sociales se haya expuesto hoy es tal que los productores de contenidos –y hoy, gracias a Zuckerberg, todos somos productores de contenido, cobremos o no- han de llamar la atención de alguna manera para no quedar sepultados por la avalancha de imágenes, videos y comentarios que corre colina abajo en Twitter o Facebook.
Ante ello, muchos optan por la hipérbole. El periodismo en general, y el periodismo cultural -y el deportivo- en particular, en tiempos de la Web 2.0 han convertido la hipérbole en el recurso más socorrido para intentar generar engagement o interacción con los lectores.
Hay la necesidad de tomar una posición o tener una respuesta que, o bien contradiga lo que la mayoría de gente piensa, o bien sea de plano completamente inesperada. Porque hoy la gente no quiere consumir lo que podría entenderse como la idea obvia, el decir que esto es bueno o esto es malo. A menos que vayas a decir que algo es tan bueno o tan malo que es trascendental. Si te gusta algo no vas a reaccionar solo en plan «vi esta película, es una buena película». Sino más bien, «esta película está cambiando el cine». O «el hecho de haber pasado dos horas viendo esta película hace que quiera matarme, y si no puedo matarme, entonces voy a matar a todos los demás en esta sala».
Pero no se trata solo de llamar la atención. Se trata también de buscar la vía más sencilla y directa para mover emocionalmente a la audiencia. La producción periodística, en su transición hacia ese cajón de sastre que es el concepto de «contenido», ha ido abrazando las estrategias de manipulación emocional que Facebook ha perfeccionado. Intentando con ello replicar el alcance e impacto que obtienen los contenidos «virales» (este informe del Columbia Journalism Review acerca de los muchos cambios que Facebook ha impuesto al periodismo es particularmente interesante).
Una de las consecuencias de haber equiparado la producción noticiosa al resto del «contenido» que corre por Facebook y Twitter, imágenes de gatitos y videos de bebés incluidos, es que ha ocurrido un desplazamiento en la función y el valor de los artículos producidos por medios. Lo explica también Chuck Klosterman en el podcast que mencionaba antes:
Mucha gente siente que la razón por la que consume contenido en medios hoy es para poder reaccionar y responder a ese contenido. No es por el contenido en sí, sino para, de alguna manera, utilizar ese contenido y reaccionar ante él.
No es la primera vez que Klosterman desliza esa idea. En un prólogo que escribió en 2014 para una recopilación de Peanuts, la célebre tira cómica de Charles Shulz, y que reproduce en su última colección de ensayos (X: A Highly Specific, Defiantly Incomplete History of the Early 21st Century), Klosterman apuntaba que nos encontramos en un momento donde parece que…
…el propósito de cada artículo noticioso no es otro que proveer a cualquier persona de la oportunidad de comentar públicamente [o sea, en redes sociales] cómo se siente al respecto.
Si el objetivo de un artículo, columna o «contenido» es generar una reacción emocional que lleve al lector a comentarlo o compartirlo de inmediato -el factor tiempo es fundamental- en sus redes sociales, ¿qué cosa más sencilla y barata que aderezarlo con opiniones hiperbólicas, negativas o positivas, que prácticamente obligan al lector a posicionarse? Piensen en todos esos titulares que gritan «no te lo puedes perder», «no vas a creer lo que ocurrió», «arrasa en Internet», etc.
Utilizar motores emocionales potentes que afecten a la gente de forma suficiente para que compartan (…) es importante crear excitación emocional máxima lo antes posible. Golpéalos fuerte y rápido con emociones fuertes.
Si además, el próximo hype o escándalo online sepultará de forma rápida -al día siguiente o incluso el mismo día- aquello que hemos dicho, qué más da excederse un poco en nuestras valoraciones si mañana nadie las va a recordar. En este ecosistema de emotividad exacerbada, el costo reputacional de la hipérbole -positiva o negativa- para un periodista puede parecer alto en el corto -o cortísimo plazo-, pero resulta irrelevante o perfectamente asumible en el largo.
Como irrelevante es, la mayorías de las veces, el contenido que vierte ese periodista en el caudaloso río informativo de Facebook o Twitter. Frente a una u otra irrelevancia, y medidos -premiados o castigados- por la cantidad de clicks o el engagement que sus artículos generan antes que por su rigurosidad, la mayoría de periodistas ha decidido ya con qué irrelevancia quedarse.
Pero volvamos un momento al cierre del artículo de Lenore sobre el relato de Bartual: «la mayoría de los periodistas culturales parecen encantados. Se trata de un contenido poco exigente, con gran eco de público, sobre el que se puede disertar sin apenas esfuerzo».
Fueron esas líneas las que me llamaron la atención y me hicieron reflexionar sobre el momento actual del periodismo cultural. En un estado de Facebook escribí:
La prensa cultural (y no solo esta), ha pasado de prescriptora (podemos discutir en otro momento las bondades y/o perversiones de ese status) a correr tras la estampida de usuarios de redes sociales a ver si consigue ganarse alguito. Lo que me interesa es analizar cómo y por qué la prensa cultural persigue como pollo sin cabeza a la manada en Facebook y Twitter (sobre todo en Twitter) sin atisbo de crítica o reflexión.
Arrebatada la función prescriptora, el status de gatekeepers con que contaban los medios en tiempos pre-redes sociales, y con sus audiencias migradas a Facebook y Twitter, la prensa corre descabezada persiguiendo aquello que conmueve a los usuarios de estas redes. Con la esperanza de que así, complaciendo esos intereses momentáneos, conseguirá atraerlos de vuelta, aunque sea por un instante. El tiempo mínimo y suficiente para arrebatarles un click y, con suerte, algún share.
En paralelo a mi reflexión, el periodista y crítico literario Jorge Carrión –colaborador habitual de The New York Times en Español y autor de un conocido ensayo sobre librerías y su espacio en nuestra cultura- había escrito en su muro de Facebook sobre la pertinencia de algunas críticas que se habían empezado a hacer a Bartual:
Lenore, sintiéndose aludido por el post de Carrión, respondió y dio pie a una áspera discusión en el muro de este. El autor de Indies, hipters & gafapastas: Crónica de una dominación cultural arrancaba con una ironía gruesa: «Toda la razón. Siempre he pensado que era inadmisible la mezquindad de la crítica ante los siete millones de discos vendidos por Camela», en alusión a un denostado conjunto de tecno-rumba con más de 20 años de carrera y que pese a sufrir el desprecio de la crítica musical cuenta con el favor de una parte del público español y ha vendido millones de discos.
Carrión respondía y le pedía a Lenore que, si quería discutir, evitara reducciones al absurdo. A lo que este replicaba:
Estoy de acuerdo en que criticar algo con éxito muchas veces es un atajo para obtener un prestigio facilón, pero esa regla debe tener excepciones. La crítica tiene cierta obligación de analizar con rigor fenómenos que tanto éxito como el de Bartual, que tienen a público, medios y celebridades de su parte. A mí me recuerda a la ficción despolitizada (que no apolítica) del tardofranquismo. Estamos en tiempos de Black Mirror, es aburdo este relato tan deliberadamente asocial.
Carrión, a su vez respondía:
La crítica siempre ha tenido esa función, justamente crítica, pero me pregunto si en esta época nuestra de microcríticos y redes sociales no ha cambiado la esencia de la crítica. Entre tanto pathos, más ethos. Respecto al contenido de la tuitficción, es muy similar a Los cronocrímenes [la primera película que el cineasta español Nacho Vigalondo dirigió luego de ganar el Óscar a Mejor Cortometraje de Ficción], que no es tardofranquismo, sino democracia del siglo XXI, con elementos como el turismo que son muy de nuestra época. Si algún día la releo ya veré si merece o no la pena el análisis narratológico, este fin de semana, en [mi] opinión, merecía tan solo la celebración. Lo que no quita que, por motivos que citas en tu post de ayer, enseguida decidí no escribir un artículo al respecto. Cada tema tiene su espacio y para mí ese debía yo comentarlo en redes.
A diferencia de lo que me ocurre con Lenore, conozco a Jorge Carrión hace muchos años. Como me ocurre con Lenore, creo no haber estado de acuerdo con sus juicios más que en alguna rara ocasión. Pero eso es irrelevante. La mirada de Carrión es la de un intelectual reflexivo y honesto que se toma el tiempo y el trabajo para contextualizar y argumentar sus juicios, por equivocados que a mí puedan parecerme. Lo mismo puede decirse del trabajo de Víctor Lenore.
Por eso me llamó la atención lo que decía Carrión. Esto en particular: «me pregunto si en esta época nuestra de microcríticos y redes sociales no ha cambiado la esencia de la crítica» y «este fin de semana, en [mi] opinión, merecía tan solo la celebración«. Sobre todo cuando él mismo había llevado a cabo en otro post un análisis que, si bien era entusiasta, iba bastante más allá de la mera celebración:
NOTAS SOBRE EL FENÓMENO MANUEL BARTUAL
1. Pasar en pocos días de 10000 a 400000 seguidores en Twitter es casi imposible: en términos de redes sociales, se trata de una gesta. Una gesta en solitario, como las de Kilian Jornet, porque no ha sido una operación con estrategia, socios, aliados con muchos seguidores, sino una aventura creativa y lúdica en soledad (de pronto multitudinaria: entre los diez trending topics globales).
2. Que esa gesta sea narrativa es alucinante. Se trata de un relato multimedia, autoficción fantástica, atmósfera de terror, digno heredero del «Proyecto de la Bruja de Blair». Se trata de una serie, que leída de un tirón tiene mucho menos interés que administrada como cápsulas narrativas que van llegando en el hilo, con sus giros, sus sorpresas, sus chistes, las reacciones de los demás. En ese sentido se parece a «Perdidos»: mucho mejor en directo que en DVD.
3. Como «Lost» ha despertado ese raro monstruo, la sincronía colectiva, la dimensión cultural de la viralidad. Algo que se puede intentar conseguir, pero que no tiene fórmula maestra (cómo diablos acceder a la inteligencia colectiva). Se ha convertido rápidamente en una obra con fan art y con fans famosos (como Vigalondo, Piqué o Casillas). Toda la teoría que recoge Carlos Alberto Scolari en su imprescindible manual «Narrativas transmedia» se puede aplicar de un modo u otro a esa historia de dobles en un hotel y en una casa, yo soy otro.
4. Que de pronto cientos de miles de personas estén leyendo la misma tuitnovela es español nos lleva a otros ámbitos de reflexión. Hay que reformular la idea de bestseller, porque el relato de Bartual no es un superventas sino un superleído. Gratis. Que yo sepa Twitter no paga, como sí hace YouTube, de modo que no hay posibilidad de monetización directa.
5. Hay que dejar de pensar que el centro de la cultura es el libro (aunque lo sea de mi mundo, del mundo de muchos de nosotros), porque leemos más que nunca y porque muchísimos de los lectores de ese relato son lectores constantes, aunque no lo sean de libros. Lo que importa es la acción, leer, y no el formato o el continente. Esa historia, por cierto, no funcionaría con la misma potencia en forma de libro.
6. Y hay que observar la muy probable mutación: se ha descubierto un camino, un lenguaje, un género, un mercado, como se le quiera llamar. A ver cómo evoluciona la criatura.
Tan acostumbrados parece que estamos a que las páginas culturales de los medios se hayan convertido en una suerte de extensión del departamento de marketing de la industria del entretenimiento y a que la prensa persiga como pollo sin cabeza a la manada en Facebook y Twitter sin atisbo de crítica o reflexión, queuna intervención como la de Víctor Lenore -arrastrada a redes sociales, el único lugar donde cualquier contenido puede hoy encontrarse con una audiencia significativa- resulta polémica.
Incluso con los excesos propios de su estilo y del esfuerzo por llamar la atención que hoy cualquier comentarista cultural se ve prácticamente obligado a realizar, lo que Lenore hacía en su nota no era sino periodismo cultural. Esté o no uno de acuerdo con su juicio. Pero, además, lo era también el comentario de Carrión que cito párrafos arriba. Pese a que había sido publicado en un post de su página de Facebook y a que la configuración de privacidad impedía que se leyera fuera de su círculo de amigos.
Ambos, Lenore y Carrión, cada uno a su modo, iban en sus intervenciones muchísimo más allá de todo lo que hasta ese momento se había escrito sobre Bartual y su relato. Ambos, Lenore y Carrión, lejos de comportarse como notarios de likes y shares, estaban llevando a cabo las funciones del periodismo cultural de las que hablaba al comienzo. Discúlpenme la auto cita:
La función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones, aportar el contexto necesario -o al menos suficiente- para que el lector sea capaz de apreciar el artefacto cultural -el todo y nada de las frases de Klosterman-del que se está hablando. Esto, por supuesto, no excluye la valoración que pueda hacer el periodista, pero esa, la función crítica, es una segunda función, a la que solo se puede aspirar si se satisface la primera.
En un momento donde la frase predilecta en las redacciones es «se está viralizando», pareciera que resulta difícil digerir lecturas menos entusiastas y más complejas. Tanto que incluso un periodista y crítico experimentado como Carrión, autor habitual él mismo de ese tipo de lecturas, tiene problemas para reconocerlas. Incluso cuando son de su propia autoría.
Esa frase, «se está viralizando», resume la claudicación de los medios ante las redes sociales. Algo es noticia porque «se está viralizando», porque está siendo compartido o mentado por un número elevado de usuarios. Da igual la contextualización y valoración que podamos hacer del artefacto cultural. Se está «viralizando» y eso es más que suficiente para que los medios le presten atención. Lo que importa es el marcador de likes y retuits.
…tendemos a sobredimensionar el impacto de lo que ocurre online porque es más fácil de ver. Las redes sociales proveen un registro accesible de los clips, comentarios y todo tipo de contenido que compartimos de forma online. Entonces, cuando echamos un vistazo, parece siempre que fuera muchísimo.
Tenemos, por un lado, que al perder el monopolio de la discusión pública frente a las redes sociales, los medios han dejado de marcar los temas a su audiencia. Y, por otro, como puede atestiguar cualquiera que pase algo de tiempo en una redacción, la mayoría de periodistas no despega la vista de su computadora ni pisa la calle durante toda su jornada laboral.
El único mundo que existe para buena parte de los redactores, la única actividad humana a la que prestan atención, es aquella que ocurre en Internet. Léase, en redes sociales.
Sumemos esos dos datos y nos encontramos con que algo es noticia, algo merece ser relatado o reseñado, si, y solo si, «se ha viralizado», «está arrasando en Twitter» o «ha roto Facebook». Y lo único que hace el periodismo es dar fe de ese número elevado de personas que han reaccionado ante el contenido en cuestión. No importa nada más. El periodista que corre a toda prisa para subirse a la ola en redes sociales no tiene nada más que decir. Y la mayoría ni siquiera hace ya el intento. Eso es lo grave.
Pero además, Internet y sus dinámicas extremistas y sentimentaloides -donde, como dice Chuck Klosterman, «no vas a reaccionar solo en plan ‘vi esta película, es una buena [o mala] película'», sino, más bien, esta película «hace que quiera matarme, y si no puedo matarme, entonces voy a matar a todos los demás en esta sala»- han acentuado la hipersensibilidad ante la crítica y han desvirtuado su lugar en el periodismo cultural.
Inés Sapochnik, una amiga experta en marketing digital para industrias culturales, respondía así a otro post en el que yo compartía la crítica de Lenore al relato de Manuel Bartual:
Yo me lo pasé genial [con el relato de Manuel Bartual] (…) Se vuelven cansinas todas las pegas. Ayer lo estaban crucificando [a Manuel Bartual] por sus comics «machistas». Vamos, que estamos en las que estamos, y el trabajo de censor/crítico cultural es ad honorem y abierto a todos. Yo me entretuve muchísimo, vería la peli, y ya está, volvería a mis libros y a mis cosas.
A lo que yo le respondía:
Así funciona ese bar de madrugada del tamaño del mundo que son las redes sociales. El problema, o más bien, lo que me interesa a mí es cómo y por qué la prensa entra al trapo de inmediato, se sube la corbata a la cabeza y se pone a invitar chupitos como el amigo borracho del novio que se casa el próximo finde.
Ocurre que cuando los medios intentan reproducir ese ambiente irreflexivo y bullanguero que caracteriza casi siempre a las redes sociales, se están metiendo en un callejón sin salida.
Porque, si en lugar de lecturas informadas y complejas como las de Carrión o Lenore, el periodismo cultural va a limitarse a dar el marcador de likes y shares y a informar con horas e incluso días de retraso de aquello que los usuarios de redes sociales ya saben que ha ocurrido, ¿para qué acudiría un lector a leerlos? ¿qué podría encontrar ahí que ya no tenga en su timeline o tweet feed?
Para aplaudir como focas sin contexto, reflexión ni esfuerzo crítico el enésimo fenómeno de redes sociales, no hace ninguna falta prensa cultural. Y la audiencia lo sabe. Lo peligroso es que no queda claro si lo saben también los periodistas.