The New Yorker, David Remnick, Steve Bannon, el debate y la empatía

I want to understand. If others understand in the same way I’ve understood that gives me a sense of satisfaction, like being among equals.
Hannah Arendt

Si ustedes, como yo, siguen con cierta atención lo que ocurre en la política y la industria de medios norteamericana, sabrán ya que la semana anterior fue particularmente agitada. La cereza de la torta fue este Op-Ed (columna de opinión de una firma invitada) publicado el miércoles 5 de setiembre por The New York Times. La columna se titulaba, de forma grandilocuente, «Soy parte de la resistencia dentro del gobierno de Trump» (aquí pueden leerla en español), y no llevaba firma.

La sección de Opinión del diario, que en el caso del Times es independiente de la redacción y no entra dentro del mandato del director, justificaba de esta forma su decisión de publicar la columna respetando el anonimato del autor o autora:

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Según datos del propio Times, entre el miércoles –cuando apareció el Op-Ed– y el viernes, el diario recibió 23 mil mensajes de lectores preguntando por el proceso de verificación que había realizado. De nuevo, veintitrés mil mensajes de lectores sobre una sola columna. Veintitrés mil mensajes de lectores intentando entender por qué había hecho lo que había hecho el Times.

Quien quiera comprender un poco más sobre el Op-Ed anónimo y su relevancia puede leer este largo hilo de Twitter del periodista Eduardo Suárez, así como revisar esta versión anotada que el mismo Suárez hizo para Univisión. También puede interesarles el behind the scenes que relató aquí el corresponsal de medios de CNN, Brian Stelter.

Pero, como decía antes, esta fue solo la cereza de la torta en una semana especialmente agitada. Dos días antes, el lunes 3 de setiembre, otra venerada institución periodística neoyorquina vivió su propio momento convulso.

Ese día, a través de un artículo en The New York Times, los seguidores de la revista The New Yorker descubrieron que Steve Bannon, ex asesor y jefe de estrategia del presidente Donald Trump, además de una de las figuras más controvertidas de la política norteamericana, encabezaría la lista de invitados de The New Yorker Festival, el «festival de ideas» que la revista celebra todos los otoños en Nueva York:Screen Shot 2018-09-07 at 7.29.24 PM

Antes de dedicarse de lleno a la asesoría política, Bannon fue fundador y luego CEO de Breitbart News, un site noticioso conocido por haber sido el órgano de propaganda de Donald Trump durante la campaña electoral de 2016, difundir teorías de la conspiración sobre el ex presidente Barack Obama y la ex candidata Hillary Clinton, así como por su denodado esfuerzo por insertar ideas neonazis en el debate público norteamericano.

Luego de la toma de posesión del presidente Trump, Bannon se convirtió en el segundo hombre más poderoso de la Casa Blanca y ha sido señalado como uno de los principales responsables de la agenda anti-inmigración, de nacionalismo duro, aislacionismo económico y coqueteos abiertos con la llamada alt-right (eufemismo para referirse a la extrema derecha neonazi norteamericana de camisa y corbata) del actual gobierno.

En agosto de 2017, un año después de haberse sumado a la campaña electoral de Trump y siete meses después de la toma de mando, fue despedido de la Casa Blanca. La caída de Bannon ocurrió pocos días después de que el presidente Trump apareciera ante cámaras luego de los incidentes de Charlottesville, donde una mujer fue asesinada durante las manifestaciones de supremacistas blancos/neonazis/alt-right, para decir:

«Condenamos en los más poderosos términos esta indignante demostración de odio, intolerancia y violencia proveniente de varios lados, varios lados«

En una segunda declaración, días después, el presidente Trump insistió en repartir culpas entre supremacistas blancos y manifestantes antifascistas –entre los que se encontraba la mujer atropellada y asesinada– que protestaban por la exhibición de violencia de los primeros:

«Tenemos alguna gente muy mala en ese grupo, pero también tenemos algunas personas que son muy buenas personas, en ambos lados (…) ¿Y qué ocurre con la izquierda alternativa (alt-left) que vino a atacar a la alt-right? ¿Tienen ellos alguna pizca de culpa?»

Algunos analistas señalaron que la mano detrás de esas palabras de Trump no era otra que la de Steve Bannon. El asesor presidencial, según distintos reportes, se había mostrado «entusiasmado» y «orgulloso» luego de escuchar las declaraciones de su jefe.

Las críticas al discurso de Trump colocaron a Bannon, que no solo se mostró orgulloso sino que defendió extasiado las declaraciones ante los medios, en una posición incómoda de cara a otros miembros del gobierno. No eran pocos en la Casa Blanca los que estaban enfrentados con Bannon desde hacía meses. Incluso Jared Kushner, yerno y también asesor del presidente, habría pedido en su momento que el ex responsable de Breitbart fuera despedido.

La presión hizo que Trump terminara deshaciéndose de Bannon el 18 de agosto, seis días después de las primeras declaraciones del presidente sobre Charlottesville. Al día siguiente, Trump se despedía públicamente de su ex jefe de campaña y estratega de la Casa Blanca con este tuit:

https://twitter.com/realDonaldTrump/status/898870621584596993

Desde entonces, luego de haber susurrado al oído del hombre más poderoso del mundo, Bannon empezó a caer en la irrelevancia política y mediática. En especial después de que el libro del periodista Michael Wolff sobre la presidencia Trump, Fire and Fury, revelara el desprecio de Bannon hacia algunos personajes del entorno de Trump, incluido su hijo Donald Jr.

A partir de ahí, y gracias al revuelo causado por el libro de Wolff, el ex asesor perdió el favor no solo del presidente sino de varios de sus antiguos aliados. Después de esto, sus socios de Breitbart decidieron que era hora de deshacerse de él.

Desde enero de este año, lo único que se sabía de Bannon es que estaba uniendo fuerzas con nacionalistas de extrema derecha al otro lado del Atlántico como el primer ministro italiano Matteo Salvini, el primer ministro húngaro Viktor Orban o el líder del movimiento de apoyo al Brexit en Inglaterra, Nigel Farage, para formar una organización europea ultraconservadora llamada The Movement.

Y así llegamos al lunes 3 de setiembre y el artículo publicado en la web de The New York Times. Steve Bannon, decía el Times, iba a ser entrevistado en el escenario de The New Yorker Festival por el editor de la revista, el reconocido periodista David Remnick, autor, entre otros libros, de una extensa biografía del ex presidente Barack Obama.

En entrevista telefónica con el Times, Remnick decía:

«Tengo toda la intención de hacerle preguntas difíciles y entablar una conversación seria e incluso combativa (…) La misma audiencia, por el solo hecho de estar ahí presente, pone una cierta presión a la charla que una entrevista uno a uno no consigue. [Con una audiencia delante] No puedes saltar del on al off the record«.

Pero, ¿qué es exactamente The New Yorker Festival?

Como explica el periodista Zack Beauchamp en este artículo para Vox, es un evento organizado por la revista, básicamente, para ganar dinero:

La publicación invita personas famosas e interesantes, las coloca en paneles con escritores de la revista y cobra a lo lectores que tienen interés en asistir a esas charlas.

Este tipo de eventos son, por su propia naturaleza, difíciles de manejar. Necesitan ser atractivos para la audiencia, lo que se traduce en fichar oradores interesantes y/o controversiales. Para que el evento tenga lugar necesita que los oradores asistan, lo que muchas veces significa pagarles, y puede que estos no quieran meterse a la boca del lobo de una entrevista conflictiva en vivo delante de público.

Al mismo tiempo, las entrevistas no pueden traicionar la misión periodística que es el centro de la publicación. No pueden, de cierta forma, ser a la vez trabajo de reportería y promoción de marca. Lo que significa que los periodistas no pueden (en teoría) tan solo adular a los oradores y cantarles loas –aunque demasiadas veces eso es lo que ocurre– sino que deben cuestionar de forma respetuosa sus ideas y argumentos.

¿Qué otros invitados tenía The New Yorker para esta edición del festival?

Según el artículo de The New York Times con que iniciaba este post y otras fuentes, el listado de oradores lo completaban:

–Los actores Jim Carrey, Emily Blunt, Maggie Gyllenhaal, Patton Oswald, John Krasinski.

-El director y productor Judd Appatow.

–Los comediantes Jimmy Fallon, Hassan Minhaj y Bo Burnham.

–Los escritores Haruki Murakami, Zadie Smith y Janet Mock.

–La ex fiscal general adjunta de los Estados Unidos Sally Q. Yates,

–Los músicos Kelela, Miguel, Jack Antonoff y Kacey Musgraves.

Pero una vez se supo que Bannon sería parte del festival, una semana antes de que salieran a la venta las entradas, varios de los nombres confirmados anunciaron a través de Twitter que no asistirían:

A esto se sumaron centenares de voces indignadas en redes sociales, sobre todo en Twitter, que anunciaban la cancelación de su suscripción a la revista o amenazaban con hacerlo si Remnick no retrocedía en su decisión:

Esto podría parecer una tontería, la pataleta de unos cuantos tuiteros con la piel demasiado fina, pero en un mundo en el que los medios sufren para monetizar sus audiencias, The New Yorker es uno de los mayores –y contados– casos de éxito. Gracias, precisamente, a las suscripciones.

La revista es uno de los pocos medios del mundo cuyos ingresos provienen, principalmente de sus lectores. El 65% del dinero que ingresa proviene de alrededor de 1.2 millones de lectores de pago, que gastan en promedio 120 dólares al año por una suscripción print + digital. Si para cualquier medio hoy la relación con sus lectores es fundamental, para The New Yorker esa relación es todo.

Junto a los suscriptores y lectores indignados, unos cuantos escritores de la revista hicieron público su rechazo a la presencia de Bannon en el festival. Algunos como Kathryn Schulz incluso pedían a los lectores que escribieran a The New Yorker para dejar claro su descontento:

La presión para Remnick creció al punto que, como reveló en un tuit otro escritor de la revista, Adam Davidson, el editor pasó buena parte del día conversando con miembros de su staff, muchos de los cuales intentaban explicarle por qué la invitación a Bannon era un error:

En el tuit, parte de un largo hilo que hablaba de la estupenda cobertura que la revista venía realizando desde hace años sobre Trump y sus compinches, Davidson decía:

En resumen, David [Remnick] se ha más que ganado el derecho a cagarla de vez en cuando.

Además, nunca he tenido un jefe tan abierto a las críticas. Ha pasado todo el día al teléfono escuchando a escritores y miembros del staff diciéndole que está equivocado. Ha escuchado, ha oído.

Algunos de esos escritores eran pesos pesados de la revista, como el historiador y profesor de Columbia University Jelani Cobb, o la crítica de televisión Emily Nussbaum, ganadora del National Magazine Award como columnista en 2014 y premio Pulitzer de crítica cultural en 2016:

Poco después de esos tuits, que ya dejaban saber que pronto habría una comunicación de la revista sobre el tema, el anuncio final llegó.

El mismo lunes 3 de setiembre a las 17:43 hora de Nueva York, y luego de haber sido distribuido primero entre el staff de la propia revista, se hizo público un comunicado a través de la cuenta oficial de Twitter @NewYorker. El comunicado, firmado por David Remnick, señalaba que el editor daba marcha atrás y retiraba la invitación a Steve Bannon:

El texto de Remnick concluía así:

Lo he pensado bien, he hablado con mis colegas, y he reconsiderado mi decisión. He cambiado de parecer. Hay una manera mejor de hacer esto. Nuestros escritores han entrevistado a Steve Bannon para The New Yorker antes, y si la oportunidad se presenta, lo entrevistaré en un marco más tradicionalmente periodístico como fue mi primera intención, no en un escenario.

Luego del comunicado, algunos escritores de la revista mostraron su alivio. Otros expresaron su decepción ante lo que consideraba una capitulación intelectual.

Esta es, por ejemplo, Alexandra Schwartz, staff writer especializada en libros y una de las voces más brillantes de la nueva generación de escritores de la publicación:

https://twitter.com/Alex_Lily/status/1036746235728801792

Schwartz concluía su tuit con un «me siento tremendamente aliviada porque este evento no tendrá lugar».

A Schwartz le respondió Malcolm Gladwell, uno de los escritores más célebres de la revista, con una ironía:

Llámenme anticuado, pero yo hubiera pensado que el punto de un festival de ideas era exponer ideas ante el público. Si solo invitas a tus amigos, se trata de una cena en casa.

Por supuesto, la decisión final de Remnick de desinvitar a Bannon no terminó, ni mucho menos, el debate. Ni dentro ni fuera de la revista. Varios periodistas, entre ellos algunas de las plumas más respetadas de la crítica o análisis de medios en Estados Unidos, saltaron a dar su opinión en medios y redes sociales.

Jack Shafer, columnista de medios de Politico, escribía con su mordacidad habitual:

Esa urgencia por colocar un cordón sanitario alrededor de Bannon viene del mismo impulso paternalista que lleva a censores a prohibir ideas políticas, libros, arte, obscenidades, música, religiones, bailes y expresiones eroticas que no les gustan. Interpretando el papel de guardianes los enemigos de Bannon piensan que están protegiendo a las masas. En realidad, le están permitiendo hacerse el mártir y, con eso, hacerse más fuerte.

En un tono aún más duro, Brett Stephens, columnista conservador de The New York Times, escribió una columna al respecto titulada «Ahora Twitter edita The New Yorker»:

[Este episodio] ha colocado el nombre de Bannon de forma prominente en las noticias, lo que sin duda ha sido motivo de considerable deleite para él. Ha convertido a un fanático nativista en una víctima de la censura progresista. Le ha otorgado credibilidad a la idea de que los periodistas son, como dijo Bannon de Remnick, unos cobardes. Ha corroborado la idea de que la prensa es una colección de pensadores de izquierda, que cuando no están promoviendo «fake news», están interesados solo en sus propias verdades. Ha conseguido aislar a los lectores de The New Yorker en su cámara de eco habitual. Ha consolidado la idea de que las instituciones vulnerables pueden ser acosadas de manera que terminen sometiéndose a las irascibles (e insaciables) exigencias de las hordas de redes sociales. Y, sobre todo, ha liquidado una oportunidad de someter a Bannon al tipo de interrogatorio inquisitivo que Remnick había prometido en un inicio, y eso es periodismo en su mejor expresión.

Otro periodista, Erick Wemple, este de The Washingont Post, apuntaba de forma similar:

¿Por qué demonios darle a esta gente una plataforma?, reza la objeción.

(…)

La respuesta es que los periodistas entrevistan a personas que representan todos los ángulos de una historia, incluso a aquellos que resultan unos mentirosos o algo peor. Enfrentarlos –en lugar de ignorarlos– es lo que alguien como Remnick hace.

Su colega Margaret Sullivan, columnista de medios también en The Washington Post, no estaba de acuerdo. Sullivan, antigua defensora del lector en The New York Times y una de las periodistas más brillantes y respetadas de su generación, escribía que la decisión de ofrecer a Bannon un «escenario prestigioso» era «una idea terriblemente mala». Y continuaba:

No hay nada más que aprender de Bannon acerca de su marca particular de populismo, con su insolente cubierta de supremacismo blanco (…) No hay nada más que aprender. Pero, al elevar esas ideas y sus ponente una y otra vez, hay muchísimo que sí podríamos perder.

Algo parecido decía Suzanne Nossel, directora ejecutiva de PEN America, una importante agrupación de escritores que vela por la libertad de expresión dentro y fuera de Estados Unidos. Nossel respondía a la columna de Wemple que cito un par de párrafos arriba con un tuit:

https://twitter.com/SuzanneNossel/status/1036775347180711936

Parece que The New Yorker ha perdido de vista la distinción clave entre escuchar de forma cuidadosa y someter a escrutinio las ideas de Bannon, frente a festejarlo como cabeza de cartel de un festival. Al igual que un título honorario o una posición distinguida como conferenciante, esta implica una dosis de alabanzas.

En esa vía profundizaba la periodista Josephine Livingston, que en un artículo para The New Republic decía:

El encuentro propuesto entre Remnick y Bannon representaba mucho más que el dilema político sobre «ofrecer una plataforma» a gente odiosa. De ocurrir, se hubiera tratado de dos figuras públicas en el pináculo de sus respectivos clanes reuniéndose para crear un espectáculo que habría generado ingresos para la revista de Remnick y una mezcla de prestigio y notoriedad para Bannon. El mérito del contenido del evento (cualquiera que este hubiera sido, nunca lo sabremos) era en realidad casi irrelevante. La entrevista estaba viciada desde el saque.

La respuesta de Bannon a la desinvitación por parte de Remnick parecía confirmar lo que apuntaba Livingston:

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Luego de ser contactado hace varios meses y luego de siete semanas de insistencia, acepté la invitación de The New Yorker sin la expectativa de un honorario. La razón por la que acepté es simple: estaría enfrentándome a uno de los periodistas más valientes de su generación. En lo que yo llamaría un momento decisivo, David Remnick mostró, confrontado por una turba online que pega alaridos, que no tiene agallas.

Charlie Warzel, reportero especializado en tecnología de Buzzfeed y uno de los periodistas que mejor ha explorado el universo online de la extrema derecha en Estados Unidos, aportaba una visión distinta al debate:

Para mí, el asunto Bannon-New Yorker simplemente ilustra que la prensa sigue sin saber qué hacer realmente con los troles del universo «Make America Great Again». Siguen peleando con la disyuntiva entre cobertura noticiosa y simplemente convertir a unos tíos en líderes de opinión.

En un tuit posterior, Warzel abundaba en su comentario:

Hay (¡obviamente!) valor periodístico en hablar con personas con las que estás en desacuerdo o que aborreces. ¡E incluso con los voceros del circo! Pero creo que la siguiente fiebre cultural nacida en Internet que inunde nuestra política exigirá a los medios una mayor imaginación a la hora de lidiar con las maneras en que están siendo utilizados.

No sé que piensan ustedes pero a mí me parece un debate fascinante.

¿Qué hacemos, desde un punto de vista intelectual, más allá del mero rechazo visceral, con los mensajes de odio, con las expresiones ideológicas que atacan aquello en lo que creemos quienes defendemos una democracia liberal?

¿Qué hacemos cuando, además, la forma en que esas ideas son diseminadas en Internet (y no solo en Internet) está diseñada para que medios y periodistas sean víctimas de su propaganda y la amplifiquen?

Pero –y no sé si les ocurre a ustedes también– hay algo de la forma en que está llevándose a cabo el debate que me chirría. Algo que, de hecho, lleva una semana retumbándome en el fondo del oído cada vez que leo un comentario como los muchos que he reseñado párrafos arriba.

Lo que me chirría es la seguridad con que los muchos participantes del debate exponen sus posiciones. La certeza casi absoluta con que, al dar su opinión, dan por sentado que se trata de la conclusión correcta. Sin ápice de duda. Incluso con desdén. Sin conceder que, quizá, quien expresa la opinión contraria podría estar en lo cierto o, al menos, ha reflexionado y debatido consigo mismo en un proceso similar al propio antes de llegar a esa conclusión.

Ya sea que piensen que no debe dársele nunca una plataforma a alguien como Bannon o que Bannon y sus ideas deben ser confrontados en público siempre, pareciera que casi todas estas personas inteligentes y cultas, la crema y nata del mundo intelectual / cultural / periodístico norteamericano, creen seriamente que tienen toda la razón. Que cualquier análisis honesto y acucioso de la cuestión llevará necesariamente al mismo lugar al que ellos o ellas han llegado antes. Sin desvío ni dilación que valga.

Por supuesto, esto no es así.

Hay asuntos que no son debatibles, existen verdades que se nos muestran irrevocables a todos por igual, pero este no es ni por asomo el caso. Yo mismo, no sé ustedes, luego de haber leído todo lo que he ido reseñando y linkando en este post, sigo sin estar seguro de qué es lo correcto en un caso como este.

Pero, más allá de este episodio puntual, me interesa lo que esconde esa negativa a concederle legitimidad a la opinión discrepante del otro. Y más aun cuando, como en este debate concreto, el otro ni siquiera es otro.

Hay un detalle que no sé si han notado. Con la sola excepción de Bret Stephens, todos los otros polemistas que he citado cabrían dentro de esa definición de carpa amplia que en Estados Unidos se denomina «liberal» y que en español podríamos traducir como «progresista».

Pese a ello, un autor de la inteligencia de Malcolm Gladwell es incapaz de responder a una colega con otra cosa que no sea una ironía gruesa vía Twitter. Y una periodista tan brillante y experimentada como Margaret Sullivan opta por zanjar la discusión en una columna con un «no hay nada más que aprender [sobre Bannon y sus ideas]».

Cuando, créanme, existe evidencia y argumentos suficientes para defender, con matices, una y otra postura.

¿Por qué somos incapaces de conceder al otro ese beneficio de la duda, esa cortesía de los matices, incluso cuando como en este caso se trata de un otro tan cercano, un otro que podríamos ser nosotros mismos, un otro con el que tenemos muchísimas más ideas en común que ideas que nos separan?

Aquí, a riesgo de sonar cursi o, peor, de que mi prosa caiga en el abismo amelcochado y fraudulento de un coach holístico, me gustaría introducir un concepto que viene obsesionándome de un tiempo a esta parte: la empatía como herramienta intelectual, la empatía como herramienta para el conocimiento.

Empatía, en este contexto, no significa justificar el comportamiento ajeno o, ni siquiera, ponerse de acuerdo con ese otro. Empatía significa aquí que nos tomamos el trabajo de mirar al otro y reconocerle la posibilidad de estar en lo correcto o de estar equivocado, sin que esto suponga que su proceso de pensamiento es un error en sí mismo o que es un proceso viciado ya sea por la ignorancia o la deshonestidad intelectual. Aceptar que, así como creemos y defendemos que nuestras opiniones y decisiones están basadas en una reflexión honesta, las de otros –incluso o, sobre todo, cuando discrepamos con ellas– son fruto de un proceso similar. Esa actitud, creo, es indispensable ya no para entender sino siquiera para intentarlo.

Voy a poner un ejemplo para que se entienda bien a qué me refiero.

Hace unos diez días, el escritor Sergio del Molino publicaba este raro artículo en la revista digital CTXT.  En él, Del Molino contaba que en mayo había aceptado una invitación a ver una corrida de toros en la plaza madrileña de Las Ventas. En un inicio, ante la invitación, Del Molino le había dicho a su anfitrión que «no había ido a los toros en mi vida y que me tengo por antitaurino». Este, un periodista taurino y miembro de la Fundación Toro de Lidia, reaccionó de una forma que sorprendió al escritor:

Casi se relamió con la idea de enseñarle a un alma virgen los toros por primera vez. Lo comparó con llevar a alguien a ver el mar, estaba deseando ver mi reacción. Te invitamos para que luego cuentes lo que te dé la gana, me dijo, o no cuentes nada, pero creo que merece la pena que conozcas este mundo.

Acto seguido, Del Molino relataba la manera en que su curiosidad fue recibida por la gente de su entorno:

Con solo aceptar la invitación de Chapu ya tuve una discusión con mi madre, que se enfadó mucho conmigo. No sé qué se te ha perdido ahí, decía, ni qué curiosidad ni qué leches. Coincidía mi madre con algunos tuiteros y gente del Facebook, que me llamaron criminal y asesino cuando colgué una foto en la puerta de Las Ventas. Y aún no había ni entrado a la plaza.

Para seguir con la sorpresa, Del Molino cuenta que disfrutó mucho. Y se extiende en el debate interno que le suscitó ese disfrute:

Algunos de mis amigos más sensibles y cultos, cuya inteligencia y personalidad admiro, son aficionados taurinos y sienten de alguna forma y en algún grado esa visión [que los toros recuerdan que el ser humano es un depredador y que la única forma digna y valiente de afrontar su condición es mirar a los ojos a su presa antes de matarla]. Otros creen, como yo, que es un anacronismo que no tiene cabida en el mundo de hoy y que, inevitablemente, desaparecerá, pero asumen su contradicción: racionalmente les repugna; emocionalmente les fascina. Y lo entiendo: no hay ninguna otra expresión cultural en occidente que obligue a quien la presencia a hurgar en sus propios dilemas y a palparse las paradojas de una manera tan radical. Solo un fanático o un mentecato puede salir de una corrida igual que entró. Me resisto a creer que fue cosa mía. Chapu, como buen Mefistófeles, sabía dónde me metía y sabía qué estaba haciendo cuando me susurraba al oído su retransmisión personalísima del espectáculo. Sabía que me estaba llevando a un lugar incómodo. Sabía que me estaba inoculando un dilema que, aún hoy, meses después, no he resuelto.

En otro momento, Del Molino define, quizá sin querer, aquello que antes he llamado la necesidad de la empatía como herramienta intelectual:

Cuando doy una charla o tengo un acto literario y, en el turno de preguntas, alguien del público empieza disculpándose porque aún no ha leído mi libro, le suelo responder: mejor, así tendrá una opinión contundente de él, que la lectura no le ha estropeado. Es un chiste pero lo digo en serio: la forma más eficaz y definitiva de oponerse a algo es no conocerlo. Es muy difícil mantener una convicción firme sobre cualquier cosa una vez se ha visto la tal cosa de cerca. En lenguaje taurino –que ha aportado tantísimas expresiones coloquiales al castellano, la mayoría de las cuales ni siquiera suenan taurinas–, eso se llama ver los toros desde la barrera (es decir, lo que hice yo, literalmente).

Si Sergio del Molino puede acercarse a un mundo que le repugna visceralmente a él y los suyos y mostrar con esa transparencia los dilemas intelectuales y de sensibilidad que le ha planteando, si puede hacer uso de esa empatía en el esfuerzo por entender (y entenderse) mejor, ¿por qué nosotros no podemos extender esa empatía a discusiones muchísimo menos enconadas, a situaciones donde, de nuevo, las posturas en el fondo se encuentran mucho más cerca de lo que parece?

Con esto cierro.

No descubro nada si afirmo que The New Yorker ha sido una de las publicaciones que mejor y de forma más dura ha cubierto la presidencia Trump, y eso incluye la cobertura sobre Steve Bannon. Nadie en la industria duda de eso. Es un reconocimiento general entre periodistas. Aquí, por ejemplo, lo dice Isaac Chotiner, escritor de Slate y conductor del podcast I Have to Ask:

Me parece importante decir que la cobertura que The New Yorker ha hecho del gobierno Trump ha sido ejemplar, sobre todo debido a sus investigaciones, pero también por la ausencia de eufemismos en las páginas de Opinion. Resulta difícil pensar en una publicación que haya hecho un mejor trabajo, y eso incluye a The New York Times y The Washington Post.

Pero también lo reconocen –y premian– los lectores. La revista capitaneada por Remnick (que publicó el 9 de noviembre de 2016, al día siguiente de las elecciones, una columna excepcional sobre la victoria de Trump titulada «Una tragedia americana») consiguió en enero de 2017 un record de nuevas suscripciones: 100 mil. Un incremento de 300% con respecto al mismo mes en 2016.

Entonces, si todos, periodistas y lectores sabemos esto, no solo lo sabemos sino que lo celebramos, ¿por qué nos cuesta tanto entender que la reflexión inicial de David Remnick, el proceso de pensamiento que le hizo creer que invitar a Steve Bannon era una buena idea, no solo fue realizado en buena fe sino que podía ser correcto?

De la misma forma, ¿por qué nos cuesta tanto entender que una vez Remnick escuchó a sus lectores y colegas, decidió que era mejor dar marcha atrás sin que lo empujara ningún ánimo censor? ¿Por qué nos cuesta tanto entender que en asuntos complejos como este la única decisión 100% correcta, la única decisión infalible, es la que no se toma? ¿Por qué despachamos la discrepancia con tanta facilidad y desdén?

Hay otro periodista que ha debido lidiar con Bannon recientemente: el cineasta Errol Morris, quien ha dirigido un documental centrado en el ex asesor de Trump. Morris debió enfrentar las críticas de quienes lo acusaban de estar ofreciendo un altavoz a Bannon. Ante eso, respondió:

Si me preguntan si he batallado con la cuestión [de realizar o no el documental], la respuesta es sí. Si la pregunta es si sigo debatiéndome al respecto, la respuesta sigue siendo sí. Mi respuesta [a los cuestionamientos propios y ajenos] ha sido hacer esta película.

(…)

Si he hecho algo para ayudarnos a entender quién es, no quiero exagerar aquí pero creo que es un aporte importante. Es parte de lo que el periodismo debe hacer.

¿Es esto un error de parte de Morris? Podría serlo. Y su honestidad intelectual es tal que está dispuesto a aceptarlo.

Como decía Malcolm Gladwell en el último episodio de la estupenda tercera temporada de su podcast Revisionist History (el mismo Gladwell que párrafos arriba no podía evitar zanjar este complejísimo debate con una ironía simplona en Twitter), «lo más fácil del mundo es mirar esos errores y condenarlos. Es mucho más difícil mirar esos errores y entenderlos».

Ocurre, creo, que no terminamos de entender –incluso personas con la inteligencia y experiencia de Gladwell– que las redes sociales no son, hoy por hoy, el lugar apropiado para albergar este tipo de discusiones. Para apreciar la buena fe en la argumentación ajena y extender esa cortesía de los matices de la que hablaba antes. No están diseñadas para ello. De la misma forma que una mesa de ping pong no está diseñada para jugar al fútbol.

Si no entendemos eso y seguimos insistiendo en trasladar todas las discusiones ahí o, peor aún, insistimos en importar los códigos y reglas propios de las redes sociales a otras arenas, estamos condenándonos a discutir siempre con la raqueta en la mano, listos para lanzársela al otro a la cara a la primera discrepancia.

Estamos despojándonos del espacio y la calma necesarios para discrepar y llegar –o no– a algún tipo de acuerdo. Estamos permitiendo que el debate discurra siempre con los códigos propios de las redes sociales, que benefician la inmediatez y el efectismo, y penalizan la empatía y la reflexión.

Es absurdo, ¿no? Pero eso es lo que estamos haciendo. Y todos somos cómplices. Y, créanme, mientras más lo pienso, no veo por qué no somos capaces de dejar de hacerlo.

¿Qué es lo que ocurrirá con Pablo Casado y ese «viva el Rey»?

Este post iba a ser originalmente un hilo de tuits, siguiendo la máxima de Joe Wiesenthal, pero se me estaba haciendo demasiado largo, así que preferí montarlo aquí para hacerlo más manejable y comprensible.

El sábado 8 de setiembre de 2018, Pablo Casado, actual líder del Partido Popular, principal partido de la derecha española, presidía la Junta Nacional del partido y ofreció este discurso:

No voy, por supuesto, a detenerme en el fondo del mensaje. Eso no es lo que me interesa. Voy a detenerme en la forma y la estrategia de comunicación que revela.

Voy a ser muy breve, porque el mensaje no amerita más, pero creo sí que es importante que quienes nos dedicamos a la comunicación o el periodismo seamos conscientes de qué estamos haciendo y de la manera en que somos presas fáciles de manipulaciones tan burdas como esta.

Alguien, no sé quién, pero sería muy interesante saberlo, está pensando detrás de Casado y sabe perfectamente lo que hace. Sabe a quién va dirigido ese mensaje y qué espera conseguir con él.

Esto es lo que va a pasar –y de hecho ya está pasando desde anoche– con el discurso de Pablo Casado y ese «viva el rey» en España. El discurso está cuidadosamente diseñado para soliviantar a mucha gente. Mucha de esa gente saldrá a Twitter o su red social favorita a indignarse, a hacer bromas sobre Casado y su mensaje, a insultarlo y demás. Resultado: amplificarán el discurso.

Lo mismo harán los rivales políticos de Casado. Aquí pueden ver un ejemplo:

Resultado: amplificarán el discurso.

A continuación o en simultáneo, periodistas y medios llenarán páginas y páginas y horas de horas de transmisión con el mensaje. Lo «analizarán», «discutirán», etc. Habrá portadas, editoriales, columnas, tertulias y demás. Habrá, incluso, ese género ridículo de notas «Twitter/Internet/las redes se mofan/burlan/destruyen/ a X» o «X revoluciona las redes». El resultado en este caso es algo distinto que con los usuarios de redes.

¿Qué conseguirán los medios y periodistas? Muy sencillo.

  1. Amplificarlo, al igual que los usuarios indignados.
  2. Legitimarlo: al discutirlo y dedicarle centenares de artículos y decenas de horas de radio y TV, estaremos diciendo que es un mensaje que merece ser parte de la conversación.
  3. Acercarlo y hacerlo digerible para su audiencia: hay mucha gente que nos odia y cuestiona todo lo que hacemos, a veces con razón. Cuando digamos que es un insensato y un facha o algo similar, habrá mucha gente que piense que esa vehemencia y énfasis en descalificar el discurso de Casado son sospechosos y mira, si estos se molestan tanto, algo de razón tendrá.

Quien escribió y escenificó la puesta de escena de ayer sábado sabía todo esto. Tanto lo sabía, que fue uno de los momentos, el tercero para ser exactos, que aisló y destacó la transmisión del evento realizada por la cuenta oficial del Partido Popular en Twitter.

Y es así que, gracias al trabajo en equipo del asesor o asesora de comunicación de Pablo Casado –cuyo nombre desconozco pero apostaría que ha trabajado o estudiado en Estados Unidos: se notan de lejos los hilos de la explotación de la guerra cultural– y los esforzados periodistas y medios de comunicación que caen redondos a cualquier tipo de provocación y/o manipulación, que el viejo consenso que señala que en España la extrema derecha es marginal y no tiene representación política dejará muy pronto de ser cierto.

Ese «viva el rey» jalado de los pelos y pegado con cinta adhesiva en medio del discurso de ayer es solo el comienzo. En serio. No tardaremos mucho en ver cómo este tipo de mensajes se repiten y van in crescendo. Ojalá periodistas y medios reaccionen a tiempo. Ojalá.

 

Christopher Hitchens: Formas de hacer lo correcto

En 2001, el periodista y ensayista británico Christopher Hitchens (fallecido en 2011) publicó un breve y poderoso ensayo titulado Letters to a Young Contrarian (Basic Books). Cinco años después, en 2006, la editorial española Anagrama publicó una versión en castellano titulada Cartas a un joven disidente.

El ensayo de Hitchens toma la forma de una serie de cartas dirigidas a un joven estudiante, inspirado en sus propios alumnos de la New School de Nueva York, al que el autor se refiere como My dear X. El libro fue parte de una serie publicada por la editorial neoyorquina Basic Books, The Art of Mentoring, que homenajeaba al famoso Cartas a un joven poeta de Rainer Maria Rilke.

No es el libro más conocido, ni el mejor, de Hitchens, pero sí quizá uno de los más representativos. Digo uno de porque Hitchens fue un autor tremendamente prolífico, famoso por su memoria prodigiosa; su afición por el vino y los cócteles; las cenas y fiestas que él y su mujer, la periodista y guionista Carol Blue, ofrecían en su casa; y la facilidad y rapidez con que despachaba ensayos y columnas de varios miles de palabras. A veces todo esto a la vez.

Esta es una escena del perfil que le dedicó The New Yorker en 2006, en la prosa de Ian Parker:

En Washington, por lo general, su actividad social tiene lugar en su casa (…) Entre los invitados al salón de la casa de Hitchens se encuentran amigos que conoce desde Londres, quienes lo llaman «Hitch», como Salman Rushdie, Ian McEwan o su gran amigo Martin Amis («El único rubio al que he amado de verdad», dijo Hitchens una vez); viejos amigos norteamericanos como Christopher Buckley y Graydon Carter; una red internacional de disidentes e intelectuales; y, en estos días, figuras como David Frum, antiguo escritor de discursos para el gobierno de Bush, y el activista conservador Grover Norquist. En setiembre, recibió a Barham Salih, el vice primer ministro kurdo del nuevo gobierno iraquí. Varios invitados pueden dar fe de haber visto a Hitchens retirarse de la sala tras la cena, escribir una columna, y volver a incorporarse al grupo justo antes de que el tema de conversación cambiara.

El mismo año que se publicó Letters to a Young Contrarian, Hitchens también puso en librerías su The Trial of Henry Kissinger (Verso, 2001), que luego se convirtió en un documental de –casi– el mismo nombre (The Trials of Henry Kissinger) estrenado en 2002. Ese año Hitchens publicó además un ensayo sobre George Orwell, Why Orwell Matters u Orwell’s Victory, al que he hecho alusión ya alguna vez en el blog. En los dos años siguientes, 2003 y 2004, Hitchens publicaría dos colecciones de artículos: A Long Short War: The Postponed Liberation of Iraq y Love, Poverty, and War: Journeys and Essays.

Letters to a Young Contrarian es un libro al que vuelvo de tanto en tanto. Especialmente cuando me encuentro atascado con un texto o busco entre los estantes de mi casa excusas para no escribir, cosas que me ocurren con muchísima más frecuencia de la que me gustaría.

Decía antes que se trata de un libro particularmente representativo del trabajo del ensayista británico, y esto se debe a que en él, gracias a su brevedad y ese carácter entre confesional y didáctico, la prosa incisiva y el espíritu contestatario de Hitchens se encuentran destilados al máximo. Aquí hay un buen ejemplo (la traducción es mía):

Ten cuidado con lo irracional, por muy seductor que sea. Evita lo «trascendente» y a todos aquellos que te invitan a subordinarte o a anularte a ti mismo. Desconfía de la compasión, prefiere la dignidad, para ti mismo y para otros. No tengas miedo de que te crean arrogante o egoísta. Piensa en todos los expertos como lo que son: mamíferos. No seas nunca un espectador pasivo de la injusticia y la estupidez. Busca el debate y la discusión porque sí; la tumba te ofrecerá tiempo más que suficiente para callar. Sospecha siempre de tus propios motivos, y de todas las excusas. No vivas para otros más de lo que esperas que otros vivan para ti.

Y aquí otro:

El término «intelectual» fue acuñado en Francia por aquellos que creían en la culpabilidad del capitán Alfred Dreyfus. Pensaban que estaban defendiendo una sociedad orgánica, armoniosa y ordenada frente al ataque del nihilismo, y utilizaron esta palabra contra aquellos que consideraban enfermos, contemplativos, desleales y depravados. La palabra, incluso hoy, no ha perdido por completo estas asociaciones, si bien se usa con mucho menos frecuencia como insulto (…) Uno siente, al llamarse a sí mismo intelectual, una sensación similar de bochorno a la que siente cuando se describe como un disidente, pero la figura de Emile Zola otorga ánimo, y su campaña personal en pro de justicia para Dreyfus es uno de los imperecederos ejemplos de lo que un individuo puede lograr.

Pese a su potencia y concisión, no son esos los fragmentos de Letters to a Young Contrarian en que pienso con mayor frecuencia. El pasaje que más me viene a la cabeza es uno en el que Hitchens explica que incluso en condiciones adversas puede uno optar por hacer lo correcto.

En palabras de Hitchens:

…para sobrevivir durante esos años de realpolitik y punto muerto [el ensayista habla del periodo entre 1968 y 1989], un número importante de disidentes desarrolló una estrategia de supervivencia. En una frase, decidieron vivir «como si».

A continuación, Hitchens pone el ejemplo del escritor y político checo Václav Havel, quien:

…trabajando como dramaturgo y poeta marginal en una sociedad y bajo un estado que, de verdad, merecía el título de Absurdo, [Havel] se dio cuenta de que la «resistance» en el sentido original de insurgencia y militancia era imposible en la Europa central de esos días. Así que, en consecuencia, se propuso vivir «como si» fuera un ciudadano de una sociedad libre, «como si» la mentira y la cobardía no fueran deberes patrióticos obligatorios, «como si» el gobierno hubiera firmado (y, de hecho, así había sido) los varios acuerdos y tratados internacionales que consagraban los derechos humanos universales.

Líneas más adelante, Hitchens acumula más ejemplos:

La revolución del Poder del Pueblo de 1989, cuando poblaciones enteras derrocaron a los absurdos tiranos que las gobernaban realizando un ejercicio de brazos cruzados y sarcasmo, tuvo en parte su origen en Filipinas durante el año 1985, cuando el dictador Marcos convocó a elecciones adelantadas y los votantes decidieron tomárselo en serio. Actuaron «como si» el voto fuera libre y justo, y lograron que así fuera. En la época victoriana, Oscar Wilde –maestro de la pose pero no un simple posero– decidió vivir y actuar «como si» la hipocresía moral no reinara. En el Sur profundo americano de principios de los años 60, Rosa Parks decidió actuar «como si» una mujer negra y trabajadora pudiera tomar asiento en un autobús al término de su jornada laboral. En el Moscú de los años 70 Aleksandr Solzhenitsyn decidió escribir «como si» un académico pudiera investigar la historia de su propio país y publicar sus hallazgos.

Un par de párrafos después, interpelando directamente a My dear X, dice:

Todo lo que te puedo recomendar, en consecuencia (además del estudio de estos y otros buenos ejemplos), es que intentes cultivar un poco de esa actitud. Puede que te las tengas que ver contra distintas formas de bullying e intolerancia, o alguna deficiente apelación a la voluntad general, o algún mezquino abuso de autoridad. Si cuentas con alguna lealtad política, quizá te ofrezcan alguna razón turbia para que aceptes una mentira o media verdad que sirve a algún objetivo de corto plazo. Todo el mundo desarrolla tácticas para lidiar con estos episodios. Intenta comportarte «como si» no hiciera falta tolerarlos y no fueran inevitables.

Pienso en estos fragmentos con frecuencia, cada vez que veo intelectuales acobardados –y ya sabemos que, pese al ejemplo de Zola o Hitchens, pocas cosas más cobardes hay en el mundo que un intelectual apoltronado–, presas de la hipocresía, el corporativismo o espíritu de cuerpo, que justifican decir una cosa en privado y defender la contraria en público. Sea esta una idea, una institución o un amigo, como si una pistola les apuntara a la sien para obligarlos a no hacer lo correcto.

Pero siempre se puede hacer lo correcto. Puede que cueste algo más de esfuerzo. Puede que sea incómodo y hasta solitario. Puede que perdamos amigos, dinero y hasta un empleo en el empeño. Pero se puede. Si pudieron Havel, Parks o Solzhenitsyn, que sí tuvieron una pistola o una jauría de perros rabiosos delante, ¿cómo podríamos no hacerlo nosotros, a quienes nadie ni nada nos exige ser héroes?

A propósito del sondeo de GFK y Julio Guzmán: ¿Qué nos dicen en realidad las encuestas?

Más allá de las bromas, en la encuesta de GFK que muchos han comentado en estos días hay algo que sí me llama la atención. Pero tiene que ver, más que con la encuestadora o la metodología, con los encuestados. Cuando responden a la pregunta «¿Usted aprueba o desaprueba el desempeño de Julio Guzmán?», ¿a cuál desempeño se refieren?

Veamos el cuadro:

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Con la excepción de Alfredo Barnechea, quien aun así tiene un pasado político anterior a su candidatura de 2016, todos los personajes que no se llaman Julio Guzmán y que aparecen en ese cuadro, o bien detentan cargos ganados en una elección, o lo han hecho en el pasado reciente, o tienen una larga historia política a cuestas, o aparecen constantemente en medios como actores políticos.

Según señala la propia ficha técnica de la encuesta de GFK, el sondeo se realizó entre los días 21 y 25 de abril. Los resultados de la encuesta anterior de la misma consultora se publicaron el día 21 de marzo. Es decir, el desempeño sobre el que se les pregunta a los encuestados es el que tuvieron los personajes políticos entre ese 21 de marzo y el reciente 25 de abril.

¿Cuál ha sido el desempeño del precandidato Julio Guzmán en ese lapso de tiempo?

Bueno, en realidad, todo el desempeño de Guzmán en ese periodo se limita a esto:

Seis tuits:

–Un video en su página de Facebook, que pese a haber recibido pauta publicitaria cuenta con solo unas 11 mil vistas:

 

–Una entrevista publicada en Hildebrandt en sus trece, un semanario con una circulación relativamente pequeña y que no comparte sus artículos en internet más allá de esas capturas de pantalla difíciles de leer en Twitter y Facebook:

–Y un comunicado en el que su partido anuncia que –a pesar de lo señalado en marzo de 2017, cuando el vocero de la agrupación dijo: «Definitivamente competiremos en las municipales y regionales»– no presentará candidatos para las elecciones regionales y municipales de octubre de 2018:

Siendo generosos, podríamos sumar también la cobertura recibida por las iniciativas de los congresistas Richard Acuña y Mauricio Mulder para limitar las candidaturas al Congreso y a la presidencia a quienes cuenten con «tres años de inscripción» en un partido político. Proyectos de ley que, de prosperar, sacarían de carrera tanto a Guzmán como a Verónika Mendoza, pero acerca de los cuales el líder del Partido Morado no había hablado sino hasta este domingo, día 29, cuando ya había sido publicada la encuesta de GFK.

Recapitulemos: seis tuits, un video en Facebook, una entrevista, el anuncio de no participar en las elecciones inmediatas y una vaga amenaza de inhabilitación política en contra. Listo, ese sería todo el desempeño político del precandidato Julio Guzmán. ¿Es ese el desempeño que un 28% de los encuestados valora de forma positiva? ¿En serio?

Algunos de sus militantes afirman que, en realidad, lo que valoran los encuestados es la labor política a pie de calle que realiza el Partido Morado*:

Y, si bien es cierto que la organización liderada por Guzmán viene acercándose a los ciudadanos en la calle desde que acabara la campaña presidencial de 2016, es difícil que las llamadas #giramorada hayan alcanzado a ese 28% de la población que hoy aprueba el desempeño de Guzmán y que, según el cuadro con que inicia este post, alcanzaba un 36% en febrero y 26% en marzo.

Digo según el cuadro porque, si bien aparecen las cifras en ese cuadro y hay otras encuestas que sí publicaron resultados sobre la aprobación de Guzmán en los meses anteriores, los sondeos de GFK publicados en febrero y marzo en su página web no registran la pregunta sobre aprobación de desempeño referida a Julio Guzmán. Imagino que se trata de un descuido.

Volviendo al tema central, pareciera que lo que valoran de Julio Guzmán los encuestados es, en realidad, que no se apellida Fujimori, García, Humala o Acuña. Porque, bien mirado, casi todo su desempeño, ese que supuestamente aprueba el 28% de los encuestados por GFK, se limita a no ser ninguno de los otros personajes. Y ser, además, prácticamente un desconocido.

Esto sería refrendado por un detalle también presente en la encuesta de GFK: quien le sigue en valoración es Barnechea. Otro político casi tan desconocido para el gran público y ausente de la discusión política diaria en medios como Guzmán.

De ser así, lo que en realidad nos está diciendo este apartado específico de la encuesta de Opinión Pública de GFK que tanto se ha comentado es que el desprestigio de la clase política peruana y la desafección que sienten los electores por sus representantes siguen creciendo día a día, sin visos de mejora.

Lo que en realidad nos está diciendo esa supuesta valoración del «desempeño» del precandidato Julio Guzmán es que, tras dieciocho años de recuperada la democracia y luego de los gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García II, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski el Breve, los electores peruanos están dispuestos a entregarle las riendas del país a cualquiera que no sea o no se parezca a un político de los que ven a diario en los noticieros.

Ese cualquiera hoy parece ser Julio Guzmán. Mañana, quién sabe.

*Este artículo fue actualizado el miércoles 2 de mayo a las 8:15 para incluir el comentario de @GastonMS sobre el trabajo de campo del Partido Morado y una breve reflexión al respecto.

La alianza secreta entre PPK y Fujimori: ¿Dónde está la primicia de Reuters?

El viernes 26 de enero, a las 14:31, la agencia Reuters publicó un reportaje firmado por los periodistas Mitra Taj y Marco Aquino titulado así:

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La nota había aparecido unos minutos antes en inglés con un titular un tanto diferente:

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En ambas el énfasis se encuentra en el carácter «exclusivo» de la información. Durante el resto del día varios medios peruanos repitieron la supuesta primicia.

¿Cuál era la primicia conseguida por Reuters? La respuesta, como corresponde, se encuentra en el inicio del reportaje (las negritas son mías):

Tres meses antes del indulto a Alberto Fujimori, el presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, recibió al hijo del exmandatario poco después de anunciar en el Palacio de Gobierno otro cambio de gabinete forzado por la oposición fujimorista.

Mientras recorría y tomaba fotos con su celular de las salas y pasillos donde alguna vez vivió cuando era niño, el ahora legislador Kenji le pidió a Kuczynski que liberara a su convicto padre enfermo a cambio de apoyo político en el Congreso, dijo una fuente cercana al presidente que no quiso ser identificada.

Párrafos más adelante, la fuente anónima prosigue:

El hijo menor de Fujimori le dijo a Kuczynski que él junto a otros legisladores de Fuerza Popular descontentos por el comportamiento de su partido podrían ayudarlo a gobernar hasta el final de su mandato en 2021, afirmó la fuente.

La reunión entre Kuczynski y Kenji el 17 de septiembre marcó el inicio de varias citas entre mediadores de ambos lados para allanar el camino del indulto, dijo la fuente, que se reunió tres veces con Reuters. “La confianza con Kenji nació allí en Palacio”, afirmó.

Los mediadores, incluyendo a funcionarios de segunda línea del Gobierno, visitaron al menos media docena de veces a Fujimori en la celda que ocupa en una base policial de Lima, como parte de las conversaciones, agregó.

Párrafos después, la misma fuente anónima explica:

Kuczynski planeó entonces conceder el indulto en la tercera semana de diciembre, dijo la primera fuente, pero un inesperado hecho movió el tablero y puso a prueba la alianza con Kenji: el pedido del Congreso para destituir al presidente por sus lazos con firmas que recibieron pagos de la brasileña Odebrecht.

Kenji prometió a Kuczynski al menos tres o cuatro votos para hacer naufragar el pedido de destitución del presidente.

Como indica la propia nota de Reuters, tanto Pedro Pablo Kuczynski como Kenji Fujimori han negado que el indulto fuera fruto de una negociación. Pero la ciudadanía no les cree. Según una encuesta de Datum publicada el 12 de enero por el diario Perú21, el 78% de los encuestados piensa que los votos de Kenji Fujimori y otros nueve congresistas de Fuerza Popular que impidieron la vacancia de PPK se dieron a cambio del indulto.

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Durante semanas la prensa ha especulado sobre el acuerdo que PPK y Kenji Fujimori niegan. Numerosos columnistas de Opinión han escrito a propósito de —para robarle la expresión al politólogo Alberto Vergara— «el pacto Barbadillo-Choquehuanca» (en alusión a la cárcel donde se encontraba preso Fujimori y la calle del distrito de San Isidro donde vive el presidente Kuczynski), guiándose por la multitud de indicios que invitan a pensar que el presidente y el congresista mienten. Aquí van unos cuantos de esos indicios.

-Estos tuits de Kenji Fujimori:

El primero, publicado minutos después de que la abstención de Fujimori y otros nueve congresistas permitieran al presidente Kuczsynski sortear la moción de censura:

Este otro, de principios de enero, en el que el congresista Fujimori se adjudica el logro de haber liberado a su padre. Si no hubo negociación, ¿cuál es la manera en que el congresista consiguió esa liberación? ¿por qué hincha el pecho de orgullo si no tuvo incidencia en la decisión del presidente PPK?:

-La explosión de júbilo de los congresistas fujimoristas que, junto a Kenji Fujimori, se abstuvieron y frenaron la censura a Kuczynski en el Congreso:

-Las lágrimas de Kenji Fujimori minutos después:

En este excelente reportaje de Ojo Público publicado el 28 de diciembre, cuatro días después de que PPK firmara el indulto de Alberto Fujimori, se consignan otros tantos indicios. Entre ellos, las numerosas visitas de Kenji Fujimori y algunos de los congresistas disidentes al ex dictador durante los días previos a la votación y el indulto, la rapidez con que se desalojó la espaciosa celda que Alberto Fujimori venía ocupando desde 2007 y, sobre todo, la celeridad con que se tramitó la gracia presidencial. Así explican esto último los periodistas Jonathan Castro y Ernesto Cabral en la nota (las negritas son mías):

Ojo-Publico.com determinó –tras acceder a las resoluciones de 19 gracias presidenciales otorgadas entre los años 2016 y 2017– que el indulto para Fujimori es el más rápido que ha otorgado este gobierno. El trámite para un indulto humanitario dura en promedio cuatro meses, e incluso en los casos más lentos, los reos Jan Rohlik y Luis Santillán Gonzalez, tuvieron que esperar entre 14 y 11 meses, respectivamente, para recuperar su libertad.

En el presente caso, el trámite pasó del penal Barbadillo a la Junta Médica Penitenciaria y de allí a la Comisión de Gracias Presidenciales y al despacho Presidencial en 13 días. Entre el 11 y el 24 de diciembre, el indulto a Alberto Fujimori se convirtió en el más rápido de este gobierno.

Ante esa evidencia, tanto la opinión pública como la prensa peruana e internacional han dado por buena la versión no confirmada del pacto entre Kuczynski y Fujimori. Como muestra, estas líneas escritas por los periodistas Jacqueline Fowks y Carlos E. Cúe en el diario El País (las negritas son mías):

Pero el hijo menor, Kenji, parlamentario, se colocó del lado de su padre, que quería salir de prisión a toda costa, y movió los 10 votos necesarios, rompiendo así el grupo liderado por su hermana. Así salvó a PPK, que se libró por ocho votos de ser destituido.

Al final, Kuczynski cumplió el pacto e indultó al patriarca en Nochebuena. Los Fujimori, Keiko incluida, mostraron su alegría y comenzaron a buscar su reconciliación familiar con su padre internado en una clínica, ya en libertad. Pero la política peruana estalló por los aires y ahora PPK tendrá difícil contar con alguien más que no sean los propios Fujimori con los que acordó su salvación.

Tanta es la convicción de la prensa que incluso este editorial del diario El Comercio, publicado el 26 de diciembre, dos días después del indulto, da por sentado que este fue fruto de una negociación (las negritas son mías):

Kuczynski tiene sí una atenuante en las circunstancias en las que decidió violar su palabra y dar el indulto: o aceptaba darlo u hoy no sería el presidente.

¿Cuál es, entonces, la primicia de los periodistas Taj y Aquino en su nota para Reuters? ¿Si el supuesto pacto ha sido analizado y comentado hasta el hartazgo en diversos artículos y columnas, en dónde radica la «exclusiva» que Reuters publica y los medios peruanos rebotan?

La primicia sería haber conseguido que una persona con conocimiento de la negociación confirmara lo que todos sospechamos y presumimos cierto. De hecho, eso es lo que intenta vender el reportaje de Reuters con la expresión «dijo una fuente cercana al presidente que no quiso ser identificada».

Uno puede entender que la persona que realiza una acusación así de grave contra el presidente de la República opte por hablar únicamente si su nombre no es revelado. Lo que resulta más difícil de comprender es que una agencia periodística del prestigio de Reuters haga uso de una única fuente anónima en una acusación tan seria sin explicar a los lectores por qué deberíamos confiar en ese testimonio.

¿Cómo sabemos los lectores que esa persona sabe lo que dice saber? ¿Por qué no nos explican Taj y Aquino qué razones tienen para creerle? ¿Qué diferencia el convencimiento que tienen los periodistas de Reuters al que tenemos todos los otros periodistas del país que no afirmamos tener una exclusiva o una prueba al respecto?

Todos los que somos periodistas y trabajamos en Perú, o que mantenemos contactos con distintas instancias del mundo político, hemos escuchado mil y un versiones acerca de la negociación entre el presidente PPK y Kenji Fujimori.

Yo mismo he recibido información de, por lo menos, dos fuentes que afirman tener conocimiento de lo ocurrido. Y les creo. Su relato tiene sentido, encaja con toda la información de conocimiento público que he reseñado arriba y, además, son personas de las que me fío, he podido comprobar en ocasiones anteriores que la información que me facilitaron era cierta.

Pero, ninguna de las dos está dispuesta a hablar on the record con su nombre y apellido y aquello que me han contado es imposible de verificar sin su testimonio o su colaboración. Lo que me incapacita para publicar la información recibida. ¿Por qué habrían de creerme los lectores si no puedo explicar la razón de mi convencimiento?

En el libro The Elements of Journalism, uno de los manuales más útiles que existe sobre el oficio, Bill Kovach y Tom Rosenstiel hablan del «espíritu de transparencia» como el elemento más importante en la verificación:

(…) la única manera de sincerarse con la gente acerca de lo que sabes es revelar todo lo que puedas sobre tus fuentes y métodos. ¿Cómo sabes lo que afirmas? ¿Quiénes son tus fuentes? ¿Cuán directo es el conocimiento que poseen? ¿Qué intereses podrían tener? ¿Hay versiones encontradas? ¿Qué es lo que no sabemos?

La transparencia, indican más adelante Kovach y Rosenstiel:

(…) es una señal de respeto para con la audiencia. Permite que la audiencia juzgue la validez de la información, si el proceso para obtenerla fue el correcto y los motivos o intereses de las personas que la proveen.

¿Cómo conseguir esa transparencia? Según los autores:

La identificación clara y detallada de las fuentes es la manera más efectiva a disposición de los medios, y constituye la base de una relación más abierta con el público.

Y terminan:

El espíritu de transparencia es el mismo principio que gobierna el método científico: explica cómo descubriste algo y por qué crees que es cierto, de manera que la audiencia pueda hacer lo mismo. En ciencia la fiabilidad de un experimento, o su objetividad, la define la posibilidad de que un tercero replique el experimento [y obtenga los mismos resultados]. En el periodismo solo explicando cómo sabemos lo que sabemos podemos aproximarnos a la idea de que la gente, si así lo desea, pueda replicar la investigación.

El uso de una fuente anónima, contrariamente a lo que algunos piensan, no es un salvoconducto para ignorar ese espíritu de transparencia. Más bien al contrario. Dado que la confianza que el periodista o el medio está pidiendo a la audiencia es mayor («tú no sabes quién es esta persona pero yo sí, creo en lo que dice, y tienes que confiar en mí»), la transparencia en el manejo de la información también debería serlo.

¿Por qué habría de confiar la audiencia en lo que dice un periodista? Porque explica de dónde procede la información. De nuevo Kovach y Rosenstiel:

Una de las primeras técnicas desarrolladas por los periodistas para garantizar su fiabilidad fue explicitar las fuentes proveedoras de la información. Mr. Jones dijo esto y esto, en tal o cual discurso en el Elks Lodge, en el reporte anual, etc. Esa dependencia de lo que dicen otros para obtener información siempre ha requerido de una mirada escéptica. Un axioma decía: «Si tu madre dice que te ama, veríficalo». Si la fuente de la información es descrita con propiedad, la audiencia puede decidir por sí misma si la información es confiable.

¿Qué ocurre cuando la fuente es anónima? Según los autores de The Elements of Journalism:

Llegados a este punto, para determinar si la fuente es fiable, la audiencia debe depositar aún más confianza en el medio o periodista. Una manera de atenuar ese depósito es compartir la mayor cantidad de información acerca de la fuente anónima, sin dejar de protegerla.

¿Qué nos dicen Taj y Aquino acerca de la fuente de su primicia? Toda la información se reduce a esto: «una fuente cercana al presidente que no quiso ser identificada» y «la fuente, que se reunió tres veces con Reuters».

¿Qué verificación de las afirmaciones de su fuente llevaron a cabo? No se nos dice.

En el texto de Taj y Aquino hay un indicio de que los periodistas intentaron cotejar su denuncia:

Otras dos fuentes del gobierno y una fuente que trabajó en el gabinete dijeron que un indulto humanitario para Fujimori fue discutido durante meses como una forma de dividir a Fuerza Popular. Pero la ministra de Justicia rechazaba el perdón.

El problema es que lo que esas otras tres fuentes confirman no es la denuncia principal del reportaje. Lo que afirma el reportaje es que Kuczynski y Kenji Fujimori negociaron, sin lugar a duda, el indulto a cambio de unos votos en el congreso que le permitían salvar la cabeza al presidente. Lo que dicen esas fuentes es distinto: que el indulto se discutió en el Ejecutivo «como una forma de dividir a Fuerza Popular».

Si cotejaron ese detalle paralelo con «dos fuentes del gobierno y una fuente que trabajó en el gabinete» (y, curiosamente, esas descripciones son más precisas que la que utilizan para la principal fuente: «una fuente cercana al presidente»), ¿por qué no cotejaron el fondo de su denuncia, que se deja en boca de una fuente anónima? Si lo hicieron, ¿por qué no se nos dice a los lectores?

Que el presidente Kuczynski estuviera evaluando el indulto al ex dictador Fujimori en los meses previos no es una novedad. De hecho, él mismo señaló en junio y julio de 2017 que el gobierno barajaba la posibilidad.

Así como tampoco es noticia que se haya reunido con Kenji Fujimori en Palacio de Gobierno a mediados de setiembre. El mismo congresista hizo pública la reunión en su cuenta de Twitter:

No son esos detalles los que necesitaban confirmación, sino el contenido de la reunión y las acciones que dispararon los supuestos acuerdos alcanzados.

Entre todas las afirmaciones de la primera fuente, hay una que me llama particularmente la atención. Dice así:

La reunión entre Kuczynski y Kenji el 17 de septiembre marcó el inicio de varias citas entre mediadores de ambos lados para allanar el camino del indulto, dijo la fuente, que se reunió tres veces con Reuters. “La confianza con Kenji nació allí en Palacio”, afirmó.

Los mediadores, incluyendo a funcionarios de segunda línea del Gobierno, visitaron al menos media docena de veces a Fujimori en la celda que ocupa en una base policial de Lima, como parte de las conversaciones, agregó.

Todo el resto de lo que dice la fuente en el reportaje se refiere a supuestas conversaciones entre el presidente y el congresista. Es decir, cabe la posibilidad de que esas conversaciones no hayan sido presenciadas por nadie más que por los dos protagonistas y la fuente que dice tener conocimiento de ellas. Léase, cabe la posibilidad de que sean casi imposibles de verificar.

Pero este fragmento que señalo arriba no. Ahí hay «mediadores de ambos lados», entre los que se cuentan «funcionarios de segunda línea del Gobierno» que «visitaron al menos media docena de veces a Fujimori en la celda que ocupa en una base policial de Lima».

Es decir, hay varias personas, fuera del presidente y el congresista Fujimori, que podrían verificar el testimonio de la fuente. ¿Saben los periodistas de Reuters quiénes son esos mediadores? ¿Buscaron su testimonio? ¿Lo consiguieron? ¿Se lo negaron? No lo sabemos, optaron por ignorarlo en su texto.

Pero, además, no solo hay terceras personas que podrían corroborar lo que señala la única fuente de la denuncia, sino que hay visitas a una cárcel ubicada dentro de una base policial, que en teoría deberían constar en un registro oficial (de hecho, sabemos que hay otros periodistas que han accedido y publicado registros de visita de esa misma dependencia). ¿Consultaron los periodistas de Reuters ese registro? ¿Aparecían ahí los nombres de los supuestos mediadores señalados por la fuente? De nuevo, no lo sabemos. Los reporteros de Reuters optaron por privar a los lectores de cualquier información al respecto.

No son detalles irrelevantes. Si toda una denuncia se basa en la información provista por una fuente cuyo nombre no se puede o no se quiere publicar, son precisamente esos detalles, el cotejo de esa información con otros testimonios o pruebas documentales, lo que sirve para darle validez a lo que dice la fuente. Son esos detalles, de ser expuestos en la nota, la razón por la que el público habría de creer a los periodistas.

Si bien todos los medios deberíamos ser más escrupulosos en el manejo de fuentes y —en tiempos de fake news y desinformación galopante— deberíamos poner especial énfasis en el espíritu de transparencia, en el caso de las agencias de noticias como Reuters la responsabilidad es aun mayor.

Como sabe cualquiera que haya trabajado en una redacción, la información proveniente de una agencia suele ser tratada por los periodistas como ya confirmada y lista para publicar sin necesidad de verificación alguna.

Es así en casi todo el mundo. Como explica el periodista Nick Davies en su libro Flat Earth News:

Por ejemplo, el manual interno de la BBC señala de forma específica que los periodistas deben contar con al menos dos fuentes para cada historia. A menos que estén publicando información de PA [Press Association, una de las agencias noticiosas más importantes de Reino Unido], en cuyo caso pueden publicar directamente. Una notificación especial del consejo periodístico de la BBC del 1 de diciembre de 2004 indicaba al personal: «Press Association puede considerarse como única fuente ya confirmada». La nota resaltaba esa oración en negritas.

Intrigado por los detalles y explicaciones ausentes de la nota de Reuters sobre Kuczynski y Kenji Fujimori, intenté comunicarme con sus autores. Crucé un par de mensajes de Facebook Messenger con Marco Aquino la noche del sábado 27. El domingo, horas después de nuestro último mensaje, le pregunté: ¿De qué manera corroboraron el testimonio de la fuente anónima y por qué no se explica en la nota si lo hicieron y cómo? Aquino vio mi mensaje pero no volvió a responderme.

En paralelo, el mismo sábado, escribí un email a la dirección que Mitra Taj consigna en su cuenta de Twitter. El lunes 29 recibí un amable correo de vuelta en el que Taj me preguntaba qué deseaba saber sobre la nota. Le respondí, explicando que tenía algunas dudas sobre el uso de la fuente anónima y repitiendo las preguntas que le había hecho a Aquino. Taj me respondió poco después pidiéndome algo de tiempo para solicitar autorización de la agencia antes de declarar.

Su respuesta final llegó la tarde del día miércoles 31. La comparto, traducida, en su integridad:

Desafortunadamente no podemos ofrecer más detalles acerca de por qué confiamos en esta fuente sin entrar en detalles confidenciales sobre nuestra recolección de información. Si bien siempre nos esforzamos por nombrar a nuestras fuentes, utilizamos fuentes anónimas en caso excepcionales, y este ha sido uno de ellos. Nuestras prácticas periodísticas obedecen a principios rectores que han convertido a Reuters en una las organizaciones noticiosas más confiables del mundo. Respaldamos nuestra historia, en la que aportamos información relevante, rigurosa y nueva que merecía ser de dominio público.

Una vez más, el problema es que, sin esos detalles, los lectores no sabemos por qué debemos confiar en esa fuente. El reportaje de Taj y Aquino no aporta la información suficiente más allá de un titular vistoso colgado del testimonio de una fuente anónima.

Que dos experimentados periodistas peruanos hallan patinado recientemente y a propósito de este mismo asunto y sus múltiples ramificaciones, debería ser una poderosa llamada de alerta ante los peligros de confiar en una fuente única, sea esta anónima o pública:

Por más que todos creamos, en base a los varios indicios mencionados al comienzo, que PPK y Kenji Fujimori negociaron, lo que hace Reuters es grave. Está acusando directamente —no especulando ni infiriendo como han hecho otros tantos periodistas— al presidente de la República en un reportaje sin más prueba que una voz anónima. Y está pidiéndole al lector –y a los otros medios de comunicación, sus principales lectores– que confíe en esa fuente porque sí, sin ofrecer ninguna información adicional que justifique esa confianza. Que confirme nuestros prejuicios y presunciones no es, en modo alguno, suficiente.

La voz de Orwell

Orwell es el único ensayista que habla en mi cabeza con voz absolutamente propia*. Una voz nítida y sonora, una voz casi real, que consigue apartarse de la voz metafórica a la que nos referimos cuando hablamos de la prosa de un autor. Como si en lugar de estar leyendo y procesando palabras negro sobre blanco estuviera escuchándolas a unos pocos metros de distancia.

Una voz que no es igual a ninguna otra, de la misma forma que la voz de mi esposa, mi padre o alguno de mis amigos más cercanos no es igual a ninguna otra voz cuando mi oído las reconoce en medio de un salón. Con la diferencia de que se trata de una voz que, en realidad, jamás he escuchado. Una voz de la que no existe registro alguno y que se apagó en 1950, un año antes de que naciera mi padre, treinta y un años antes de que naciera yo.

La única pieza audiovisual que existe de Orwell es esta:

Unos pocos segundos que muestran a Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) con 18 años, caminando junto un grupo de compañeros en Eton College. Blair es el cuarto de la izquierda.

Pese a que sabemos bastante sobre el proceso que nos permite entender lo que leemos, hasta donde sé todavía no conocemos la fisiología del cerebro al punto de comprender la manera exacta en que transformamos las palabras que leemos en discurso que fluye y resuena en nuestra mente. Sabemos lo que ocurre, pero no sabemos con certeza cómo ocurre.

No sé qué daría por entender qué hace posible que las palabras escritas a mano o a máquina por un oficial inglés de la Policía Imperial India durante la primera mitad del siglo XX retumben en mi cabeza con la misma claridad que las pronunciadas a mi lado, en vivo y en directo, por algunas de las personas que más quiero.

¿Qué hay ahí? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Por qué Orwell y no el resto de autores por los que siento similar admiración? ¿De qué manera particular están organizadas en su prosa las mismas palabras que usa cualquier persona que escribe en inglés contemporáneo para conseguir ese efecto? ¿Me ocurre solo a mí o también a todos esos otros escritores que han dado testimonio de su devoción por él?

¿Qué hay en la prosa de este hombre que «como señaló Lionel Thrilling, no era un genio; no era un tipo misterioso; cumplió servicio en Burma; lavó platos en un hotel parisino, y luchó durante unos pocos meses en España, pese a lo cual no tuvo una vida aventurera; que pasó la mayor parte de su vida en Londres y reseñó libros» (en palabras del escritor Keith Gessen)?

¿Escuchan esos autores, o ustedes, también su voz, pero no en sentido metafórico, sino una voz real, distinta, única, inconfundible, cuando leen Propaganda and Demotic Speech, No, Not One o Politics and the English Language?

Quizá a eso se refería Christopher Hitchens cuando escribió en su libro sobre el autor de Homage to Catalonia, Why Orwell Matters (Basic Books, 2002), que pese a no contar con registros grabados de la voz de Orwell, «en realidad sí tenemos su voz, y no parece que hayamos llegado al punto en que podamos decir que no sigamos necesitándola» (la cursiva es mía).

En otro momento del libro (hay traducción al castellano reciente de la editorial Página Indómita y una anterior, de 2003, publicada por Emecé bajo el título La victoria de Orwell), en las páginas finales, Hitchens dice (el énfasis es mío):

Si es cierto que le style, c’est l’homme (una afirmación que los admiradores de M. Claude Simon deben esperar con devoción que sea falsa), entonces lo que tenemos en George Orwell es en modo alguno el ‘santo’ mencionado por V.S. Pritchett y Anthony Powell. En el mejor de los casos podría afirmarse, incluso por un admirador ateo, que Orwell tomó algunas de la virtudes supuestamente cristianas y mostró cómo podían ‘vivirse’ sin devoción ni fe religiosa. También podría esperarse que, adaptando las palabras que Auden dedicó a Yeats en su muerte, el tiempo trate con amabilidad a aquellos que viven por y para la lengua. Auden añadió que el tiempo ‘con esta curiosa excusa’ podría hasta ‘perdonar a Kipling y sus opiniones’. Las ‘opiniones’ de Orwell han sido reivindicadas en buena medida por el paso del tiempo, así que no hace falta que busque perdón. Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas; y que las posiciones políticas son relativamente poco importantes, mientras que los principios tienen una manera de perdurar, de la misma forma que los pocos individuos irreductibles que se mantienen fieles a ellos.

Aquí pueden ver una conferencia de Hitchens basada en Why Orwell Matters:

Es al estilo, a ese «compromiso con el lenguaje», al que podemos atribuir el poder evocador de la prosa de Orwell. Ningún otro autor que conozco encarna con tanta exactitud estas palabras de la ensayista y poeta Emily Hiestand, escritas en un pequeño ensayo titulado precisamente On Style:

El lenguaje no es una cinta transportadora que acarrea otra cosa llamada «la idea», sino que es fundamental a la idea. Los poetas -esos científicos investigadores en el laboratorio del idioma- dirían incluso que el lenguaje es la idea por completo. Pero incluso en prosa, sea lo que sea que nuestras palabras buscan expresar, la naturaleza del lenguaje es en sí misma un signo poderoso. Los modismos, cadencia y finura o languidez del lenguaje, todo trabaja de forma organizada para comunicar, muchas veces de manera tan enfática como el mensaje explícito (…) La voz de un escritor tiene, por supuesto, una marca distintiva, y las variaciones de tono de un trabajo a otro no son un acto camaleónico. Existen variaciones dentro de la misma voz, que representan nuestra capacidad para adentrarnos en diversas ideas de forma imaginativa, de explorar temas diversos a través del lenguaje.

No sé cómo funciona dentro de nuestro cerebro, pero créanme que, al menos en el caso de Orwell, funciona.

Si no pongo aquí ejemplos de su escritura es porque, pese a que debe tratarse de uno de los autores más citados del siglo XX, la prosa en los ensayos de Orwell trabaja construyendo sentido poco a poco, paso a paso, sin apurarse ni mostrar las ideas de golpe. Uno puede entresacar frases citables de cada página, pero el verdadero valor de su prosa no se encuentra en su efectismo o espectacularidad sino en la manera en que van abriéndose camino las ideas -palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo-, luego de una ardua discusión consigo mismo.

Como escribió Hitchens, «Orwell es un escritor que está permanentemente midiéndose la temperatura. Si el termómetro indica que se encuentra demasiado alta o demasiado baja, toma las medidas necesarias para corregirse». Y esto ocurre, casi siempre, en el mismo texto.

Ahí radica el poder de la prosa de Orwell. En la manera en que duda, en que va ensayando preguntas y respuestas, a veces erradas o incompletas, para luego rectificar o salir reforzado párrafos más adelante.

Leer al Orwell ensayista es asistir a un partido de tenis o combate de box donde el autor se enfrenta a sus propias ideas, que va descartando, refinando y ajustando, como quien devuelve una pelota con un passing shot o se cubre ante un swing y responde con un hook. Una y otra vez. Hasta quedar rendido o satisfecho.

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Uno de los tomos editados por Packer

Quien sale ganando siempre es el estilo porque, en palabras de George Packer -otro orwelliano confeso, editor de dos volúmenes compilatorios de sus ensayos-, «Orwell mostró que el duelo realmente absorbente es el que tiene uno consigo mismo». La magia del estilo de Orwell -lo que nos absorbe- es que, mientras leemos, asistimos en primera a fila a la discusión que el autor está teniendo con sus propias ideas. Y eso, cuando por lo general hasta el más mediocre de los ensayistas suele escribir convencido de su opinión incluso antes de empezar a teclear, le confiere a su prosa un carácter único y revelador.

La gran lección de Orwell y su estilo es que, a diferencia de lo que muchos creen, escribir ensayos no es una manera de dar sermones desde el púlpito de un teclado. Escribir ensayos es un método de descubrimiento en el que, para tener éxito, hay que empezar por cuestionar las verdades asumidas e ideas propias. Ojalá con una pizca de la lucidez y honestidad que Orwell puso en cada uno de los suyos.

Postdata: Si pueden, léanlo en inglés. Nada es comparable a leer las palabras que el autor mismo escribió. Si no, hasta donde he podido revisar, las recientes traducciones realizadas por Debate en España son estupendas.

*En realidad hay otra, Hannah Arendt, pero para hablar de Arendt hace falta otro post. O varios.

Mostrar o no mostrar imágenes violentas: un apasionante debate periodístico

El atentado de Barcelona del pasado 17 de agosto ha reabierto un viejo y fascinante debate: ¿deben o no publicar imágenes violentas los medios de comunicación?

El escritor Juan Soto Ivars -columnista de El Confidencial y autor del recientemente publicado Arden las redes planteaba esta duda en Twitter a la mañana siguiente de que un terrorista de ISIS (o DAESH) al volante de una furgoneta lanzara el vehículo contra una multitud en Las Ramblas de Barcelona, matara a 14 personas y dejara un centenar de heridos:

Para aquellos que no lo recuerden, Aylan Kurdi era un niño sirio de tres años que murió ahogado a principios de setiembre de 2015 cuando él, su hermano y sus padres intentaban llegar a la isla griega de Kos a bordo de una lancha. La embarcación se volteó, y Aylan, su hermano Ghalib y su madre Rehan murieron. Solo sobrevivió el padre de familia, Abdullah. Los cuatro huían de la guerra en Siria junto a otros refugiados.

La fotógrafa Nilüfer Demir, de Doğan News Agency (DHA), llegó a la localidad turca de Bodram el 2 de setiembre de 2015 poco antes de las 6.00 am y se encontró con el cuerpo inerte de Aylan en la playa. «En ese momento, cuando vi a Aylan Kurdi de tres años, me quedé petrificada», explicó Demir en una entrevista días después. «Aylan Kurdi estaba muerto, tumbado bocabajo en la orilla, con su camiseta roja y sus pantalones cortos azules doblados a la cintura. Lo único que podía hacer era lograr que se escuchara su clamor», concluía la fotógrafa. Sus fotos, distribuidas por Reuters y Associated Press, se publicaron en medios de todo el mundo y se viralizaron rápidamente en redes sociales.

Esta es una de las fotos que tomó Demir, quizá la más conocida:

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Foto de Nilüfer Demir. Doğan News Agency

Pese a que en un primer momento hubo un debate sobre la necesidad y pertinencia de publicar las fotos, tanto medios como activistas y una parte del público llegaron al consenso de que era necesario publicar las imágenes de Aylan muerto en la playa. El 3 de setiembre de 2015, diarios de todo el mundo publicaron alguna de las fotos tomadas por Nilüfer Demir en portada:

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Collage realizado por @VoxEuropFR

De las muchas respuestas que recibió Soto Ivars a su pregunta, una de las más interesantes fue la de Barbara Celis, periodista española residente en Taiwan y colaboradora de medios como El País, National Geographic, El Confidencial, entre otros.

El hilo de respuesta de Celis empezaba así:

Lo he convertido en bloques de texto corrido y editado ligeramente para facilitar su lectura:

A mí como periodista me cabrea que la prensa trate de emular la inmediatez de las redes sociales mostrando todo lo que escupen las redes, sin filtro. Porque hoy la prensa debería tener claro que su cometido es otro, es la información, no el espectáculo y videos de cualquiera diciendo cosas que no son ni ciertas.

La prensa no es las redes, y no debería ponerse al nivel de las redes. Debería cuidar sus contenidos, no dar pie a confusión. No alimentar el morbo, ofrecernos información, no espectáculo. Es un error prescindir de la figura ‘editor’ que debería tener aún la prensa.

Y, ojo, no hablo de censura, hablo de edición, que es un concepto diferente que todo periodista creo que entiende. Yo no censuro las redes. Si hay basura que no te gusta te toca aguantar, pero creo que la prensa debería tener otro papel en esta situación. Probablemente por estas cosas los periodistas perdemos respeto y la prensa pierde autoridad y las redes siguen creando adicción.

Las negritas son mías.

Volveré sobre la clave del argumento de Celis, esa mala imitación que hace la prensa de la inmediatez que caracteriza a las redes sociales, más adelante.

La duda de Soto Ivars venía a cuento del rechazo expresado por miles de usuarios de redes sociales hacia los medios que publicaban imágenes de las víctimas de los atentados de Barcelona. El rechazo iba dirigido, sobre todo, contra las portadas de las ediciones impresas del viernes 18 de agosto, que los diarios habían compartido en sus páginas web y cuentas de redes sociales durante la tarde-noche del jueves 17, a las pocas horas del atentado.

Como relata en este artículo Alfredo Murillo, editor jefe de Buzzfeed España, el rechazo fue tal que miles de usuarios aplaudieron a través de comentarios, retuits y likes la supuesta decisión de un supermercado de la comunidad catalana de Alp, que, según la imagen posteada en Twitter por @XaviSerrano1, había optado por no vender «algunos diarios con portadas sensacionalistas y explícitas».

Un tuit posterior de otra cuenta, que utiliza la misma imagen, acumula más de 11 mil retuits y más 15 mil likes:

En otro tuit la misma Bárbara Celis señalaba un hilo de Francesc Pujol, director del Centro MRI (Media, Reputation and Intangibles) y del Programa de Economics, Leadership & Governance de la Universidad de Navarra. Pujol ofrecía una larga argumentación contra la publicación de imágenes de lo ocurrido en Barcelona, que fue secundada por muchos usuarios en Twitter:

En su larguísimo hilo de Twitter –vale la pena leerlo enteroPujol decía que el rol de las fotos de conflictos en prensa, al tener carga política, no es otro que el de fungir de propaganda. Es por eso, dice Pujol, que el debate «no está en si hay que mostrar o no fotos de muertos por atentados, en general, sino del sentido que tienen en cada caso».

Y en ese sentido, según Pujol, «mostrar a los muertos de Barcelona, aquí y ahora es derrota. Es un paso atrás que nos debilita. La imagen en conflictos es propaganda. Porque tiene la fuerza que no da el texto. La imagen crea sentimientos. Mostrar a los muertos es mostrar la derrota en la batalla«.

Es por eso, de nuevo según Pujol, que «aquellos que dicen que mostrar la muerte es lo que Europa necesita para despertarse y luchar contra el islamismo creo que se equivocan. Porque es minoritario: ahora el pavor gana a la indignación».

Ante la supuesta inconsistencia de abogar a la vez por mostrar a Aylan y por no mostrar las imágenes de Barcelona, Pujol insiste: «No hay inconsistencia. De nuevo lo importante es valorar el impacto político que genera la imagen. Es propaganda. La imagen de niño muerto es el summum de la propaganda de guerra. Porque es la esencia de la inocencia. Es víctima. Y se contagia a su bando».

En un tuit posterior Francesc Pujol, ante la pregunta de otro usuario de Twitter, resumía su posición señalando que publicar imágenes de atentados era «hacernos propaganda de guerra contra nosotros, porque nos debilita al desmoralizarnos».

La razón para publicar la imagen de Aylan -y lo que la distingue de las imágenes de lo ocurrido en Barcelona- es, según Pujol, que esa foto «nos hizo entender que [los refugiados sirios] eran víctimas«.

Otra respuesta parecida a la de Pujol, menos articulada pero casi idéntica en el fondo, consiguió eco en muchísimos usuarios de Twitter:

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No he conseguido dar con el comment de Facebook original, pero he visto esa captura de pantalla repetida en muchísimos tuits. Seguramente ustedes también. Según pude encontrar, el primer tuit fue este, que acumula más de 28 mil retuits y más de 30 mil likes:

Los argumentos de Pujol y la -o el- comentarista anónima de Facebook no coincidían solo en las diferencias utilitarias entre mostrar la foto de Aylan y mostrar las fotos de los atentados de Barcelona. Coincidían también en su acusación a la prensa, «que solo busca morbo«.

Pujol elaboraba un poco más sobre esto último: «En el lado de las malas noticias, la prensa no nos va a ayudar mucho en esta tarea. Porque tiene su propia guerra de supervivencia (…) La prensa sabe que la imagen de la muerte genera mucha más reacción que la discreción. Y siempre encontrará argumentos y aliados para vestir su necesidad de conseguir visitas con nuestro morbo impulsivo y contraproducente«.

Si uno, como periodista, asumiera la idea del oficio que exponen Pujol y la comentarista anónima de Facebook, no tendría más remedio que capitular y tomar decisiones editoriales en función de la conveniencia para la causa elegida, en función de la utilidad política de las imágenes (y, por qué no, de cualquier artefacto periodístico). Y, por supuesto, ese no es el trabajo de la prensa. Así como el trabajo de los medios no es poner o quitar presidentes, tampoco es ganar o perder guerras.

Ya he escrito en otra ocasión sobre lo peligroso que es que los periodistas nos convirtamos en cruzados, que supeditemos la construcción de la narrativa noticiosa a una causa, que asumamos nuestro oficio como una misión de ayuda humanitaria o, peor, nos creamos miembros de un escuadrón de batalla.

Si el fin no es la información sino la llamada de atención política, ¿dónde ponemos el coto? ¿Por qué habríamos de obrar así solo en el caso de DAESH? ¿Qué es lo que hace a la guerra contra ISIS especial? ¿Quién -y con qué autoridad- decide que en este caso no pero en los otros sí?

Donde Pujol dice lucha contra el yihadismo, mañana podríamos decir -para hablar solo de casuística militar contemporánea- la guerra de Afganistán, la guerra de Siria o la creciente tensión verbal y posible conflicto entre Estados Unidos y Corea del Norte. Una vez definido el enemigo, los medios no tendrían más opción que cuadrarse y apuntar sus armas en la dirección decidida o asignada. Por supuesto, saldríamos perdiendo todos, medios, periodistas y ciudadanos. Nuestro conocimiento de la realidad se vería terriblemente empobrecido.

Pese a que haya quien trabaje así, manipular la realidad para acotar o teledirigir el impacto y/o las consecuencias de la narrativa construida nunca es una buena opción, mucho menos una práctica periodística que deba ser alentada o convertida en norma. Recordemos si no lo que ocurrió cuando The New York Times y otros medios norteamericanos decidieron que lo justo contra el terrorismo era dar coba y seguir a pie juntillas las mentiras de George W. Bush y sus aliados.

En el fondo, el que plantea Pujol no es sino el viejo debate entre justicia y verdad de que hablaba Hannah Arendt en su clásico ensayo Verdad y política (republicado hace poco en español por Página Indómita en un estupendo volumen titulado Verdad y mentira en política). Arendt zanja rápidamente el debate con su elegancia y elocuencia habitual:

Y es que, aunque podemos rechazar preguntarnos si la vida sería digna de ser vivida en un mundo privado de nociones como las de justicia y libertad, es imposible hacer lo mismo con respecto a la idea de la verdad, idea que en apariencia tiene un carácter mucho menos político. Lo que está en juego es la supervivencia, la perseverancia en la existencia (in suo esse perseverare), y ningún mundo humano destinado a superar el breve lapso de la vida de sus mortales habitantes podrá sobrevivir jamás si no existen hombres dispuestos a hacer lo que Heródoto fue el primero en asumir conscientemente: decir lo que existe. No puede concebirse ninguna permanencia, ninguna perseverancia en la existencia, sin hombres dispuestos a dar testimonio de lo que existe y se les muestra porque existe.

Ese es el trabajo del periodismo: decir lo que existe. Y cuando se trata de periodismo, si uno tiene las evidencias delante, no decir (o no mostrar) lo que existe por conveniencia política o propagandística tiene un nombre: mentir.

Las mentiras, por supuesto, tienen una utilidad política. Pero ocurre, para seguir citando a Arendt, que esa utilidad siempre es a corto plazo:

Siempre se llega a un punto a partir del cual la mentira resulta contraproducente. Dicho punto se alcanza cuando la audiencia a la que se dirigen las mentiras se ve forzada, para poder sobrevivir, a rechazar en su totalidad la línea divisoria entre la verdad y la mentira. Cuando tu vida depende de que actúes como si creyeras, no importa qué es lo verdadero y qué lo falso.

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Página indómita, 2017

Pero más allá de esto, es la segunda parte de la argumentación de Pujol y el comentarista anónimo la que más me interesa. La parte que adquiere tono de acusación. Porque, como decía Antoni María Piqué en un artículo de El Nacional, «es imposible ya esconder o rebajar la ira y la incomodidad de la gente con el trabajo de los periodistas».

Aun asumiendo que Twitter encarrila solo una parte pequeña de la discusión pública (su tasa de penetración es bastante menor frente a otras redes y su ratio de usuarios activos/no activos bajo) y que por lo general en redes sociales la indignación y la ira corren más rápido y con mayor brío que el elogio, que varios miles de usuarios expresen su rechazo -aunque sea a través de un RT o un like- a una práctica periodística habitual no es poca cosa. Los periodistas, ya se ha dicho antes, servimos a nuestros lectores.

La acusación, a grandes rasgos viene a ser: los medios publican imágenes violentas guiados por el morbo, sin ninguna consideración hacia las víctimas, en busca de tráfico para sus páginas web o ventas para sus ediciones impresas.

A esa acusación respondía el periodista Fernando Mas, director adjunto de El Independiente, en un artículo titulado Con perdón, tengo dudas:

No, los medios no publicamos determinadas fotos por placer, por negocio; tampoco vamos a determinados lugares por morbo. Es nuestro trabajo.

(…)

He leído en Twitter tantas sentencias que estoy perplejo. La gente no duda. La gente defiende sin pudor que la imagen de un niño en una playa sacude la conciencia, pero que las de un atentado son morbo y que si no entiendes la diferencia eres, sencillamente, un tarado.

Mas también linkaba a un tuit de Manuel Ansede, periodista de Materia, página de ciencia de El País:

El mismo Ansede, la noche anterior, había publicado este otro tuit para responder a aquellos que decían que las imágenes de muertos (o las imágenes violentas) no tienen valor informativo:

Y el periodista Braulio García Jaén, jefe de actualidad de Vanity Fair España, escribía esto en su muro de Facebook:

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Entre periodistas los límites resultan bastante más claros que para nuestra audiencia. Como bien señalaba el periodista Cristian Campos -colaborador habitual de El Español, Vanity Fair España y Jot Down, entre otros- en su cuenta de Twitter, el único límite verdadero para la publicación de imágenes es poner en peligro una operación policial en curso. O su equivalente, atentar contra la seguridad nacional:

Entre periodistas existe consenso -con matices, pero consenso- en que la discusión sobre publicar o no imágenes violentas no es política, propagandística o meramente emocional. Se trata, decimos casi siempre, de una decisión editorial. Lo explicaba Iñaki Gil, vicedirector del diario El Mundo, en una columna titulada Publicar fotos terribles es nuestro deber, donde decía:

Es lícito publicar fotos terribles de un atentado. Se puede y hasta se debe. Está en el Adn y en la deontología del periodismo. Periodismo es, básicamente, contar lo que pasa. Una fotografía de prensa es un material informativo, no estético.

Ese debate periodístico del que habla Campos en su tuit se produce en las redacciones de medio mundo cada vez que un atentado o evento similar tiene lugar. Ocurre que, a juicio de una parte de nuestra audiencia, el debate dentro de las redacciones no está siendo suficiente o se presume directamente inexistente. Una presunción aventurada que cualquiera que haya trabajado en una redacción puede desmentir.

Pero si, como todos los periodistas que hemos pasado por una redacción sabemos, el debate interno existe y las decisiones no se toman a la ligera, ¿por qué somos incapaces de transmitir y explicar esa complejidad a nuestra audiencia? ¿por qué la audiencia no está dispuesta a otorgarnos el beneficio de la duda?

Tengo una teoría.

El análisis hasta aquí se ha ceñido a las imágenes y noticias publicadas luego del atentado que no ponían en riesgo el trabajo que realizaba la policía. Al periodismo que no se apresuraba a dar información que no tenía sobre algo que ocurría casi en directo. Al periodismo que no intenta «emular la inmediatez de las redes mostrando todo lo que escupen las redes, sin filtro», como bien decía Barbara Celis en el hilo de Twitter que cité al comienzo.

Se quejaba de esas faltas periodísticas, un par de días después, Iñigo Sáenz de Ugarte, subdirector de eldiario.es, a propósito de un supuesto tiroteo en la estación francesa de Nimes, reportado por varios medios:

A los pocos minutos, las autoridades francesas desmentían el supuesto incidente.

Como decía Celis, la prensa comete un grave error en intentar imitar el vértigo de Twitter o Facebook. No solo porque es una apuesta que no puede ganar, sino porque contribuye a la comodificación que las redes sociales han hecho de noticias y artículos. Porque acrecienta la confusión existente entre el contenido que producen medios de comunicación (o periodistas) y aquel que postean usuarios particulares en sus cuentas de Twitter o Facebook.

Esta confusión, de forma incomprensible, no reside ya únicamente en los lectores sino que parece haberse asentado también entre periodistas. Y no hablo de lo que estos, como usuarios de redes (sobre todo Twitter), publican en ellas. Sino de cómo medios y periodistas contribuyen a esa confusión en sus vanos intentos por acercar la producción periodística a la inmediatez que caracteriza el fluir de la información en redes sociales.

Escribía al respecto Arcadi Espada, unos días después del ataque de Las Ramblas, en su columna de El Mundo, titulada de forma acertada En directo, el caos, donde relataba su intento por informarse sobre el atentado a través de redes sociales y páginas web:

Durante las tres horas que duró mi experiencia naufragué en cinco importantes lagunas de desinformación. 1. La participación de un Oukabir en el atentado. 2. La explosión de gas en Alcanar. 3. El coche que se saltó un control policial en la Diagonal y donde apareció un hombre apuñalado. 4. La toma de rehenes en un bar de Barcelona. 5. La inminencia de otros ataques en la ciudad. Decenas de informaciones contradictorias sobre esos cinco vertebrales asuntos fueron apareciendo sin pudor alguno en las webs. Aclaro: en las webs gestionadas por compañías de noticias y no en la conversación multitudinaria organizada por compañías gestoras del entretenimiento, Facebook, Twitter, Instagram, etc. Entre las más celebradas diversiones sociales está el parloteo especulativo en torno de los sucesos importantes. El parloteo ha recorrido un enorme kilometraje desde la prehistórica ceremonia del despioje a la que fue sustituyendo conforme avanzaba la higiene y la limpieza. El mecanismo digital lo ha elevado ahora a lo sublime.

(…)

Comprendo la actitud de las compañías de noticias. ¿Si Twitter y Facebook les roban las noticias por qué no irían ellos a arrancarles parte del parloteo? Pero así han convertido al periodismo digital en un oxímoron. El atentado en directo nada tiene que ver con la información, sino con la ansiedad.

No se trata solo de una carrera -contra Twitter y Facebook- que no podemos ganar, y de que acrecentamos la confusión sobre la naturaleza del contenido que producimos. Sino que sumergidos en la carrera, desvirtuamos de paso el trabajo periodístico, sus límites y alcances, lo que nos hace caer en errores que serían evitables si tan solo nos detuviéramos un momento para realizar la función más básica que debe llevar a cabo un periodista: la verificación.

Pero, además, esa fijación con las redes sociales nos hace olvidar otro elemento estructural del oficio, igual de importante que la verificación.

En un artículo para Slate acerca del error cometido por varios medios al no publicar las fotos de Aylan, el periodista Justin Peters explicaba así el supuesto conflicto entre compasión y voyeurismo que plantea la publicación de imágenes violentas:

El periodismo es inherentemente voyeurístico. Periodismo es el acto de descubrir y mostrar al mundo historias que, de otro modo, permanecerían escondidas. El mejor periodismo combina compasión y voyeurismo. Expone verdades ocultas y luego convence a la gente de que las encare. La tendencia en medios a higienizar y censurar imágenes desagradables puede servir para camuflar -y hasta cierto punto aprobar- los hechos y políticas desagradables que las producen.

Me interesa esa línea que he marcado en negritas. La frase que usa Peters en inglés es «convinces people to face them». La traducción es literal, no admite error. «Convence a la gente de que las encare». Me interesa ese convence.

Ahí, creo, reside la clave del problema y el principio de la solución. El fracaso radica en la incapacidad de periodistas y medios para explicar las decisiones que tomamos. Y a través de esa explicación convencer a nuestros lectores (o audiencia, si prefieren) de la pertinencia y buena fe de nuestro trabajo. Hace tiempo ya que los periodistas hemos perdido el beneficio de la duda de cara a nuestra audiencia. La sospecha es hoy la norma, la presunción de mala fe lo habitual. Y no podemos cerrar los ojos ante ello. Ni limitarnos a dar lecciones de deontología periodística a nuestra audiencia.

Existe hoy un consenso aceptado por buena parte de nuestros lectores según el cual la publicación de imágenes violentas responde a un intento por explotar el morbo y obtener beneficios económicos. Como decía antes, cualquiera que haya trabajado en una redacción sabe que eso no es así. Por supuesto, hay medios que viven de esa explotación, pero son una pequeña minoría.

Podemos, si queremos, seguir gritando nosotros también en redes sociales y atizando a nuestros lectores, burlándonos de su supuesta cobardía o su ceguera voluntaria. Pero si nuestro trabajo es comunicar, ¿cómo es posible que a estas alturas no seamos capaces de comunicar o explicar las razones que hay detrás de decisiones que afectan de manera tan obvia la sensibilidad de nuestros lectores? Y no me refiero a un pliego explicatorio. Me refiero a que el propio texto o construcción narrativa explique o exponga la necesidad y pertinencia del recurso elegido.

Me refiero a la necesidad del contexto.

En ese inútil afán por imitar el vértigo de las redes sociales, la prensa ha olvidado que no existe periodismo sin contexto. Y que, por el contrario, las redes sociales son precisamente el terreno donde campa a su anchas la ausencia de contexto.

Con el ejemplo siguiente termino. A veces la realidad tiene estas cosas, nos coloca delante y casi al mismo tiempo las respuestas que buscamos. Solo hace falta estar atento, querer encontrarlas.

Unos días antes del atentado en Barcelona, la ciudad de Charlottesville (Virginia, Estados Unidos), fue escenario de una violenta manifestación de supremacistas blancos o neonazis, que salieron a la calle empuñando antorchas, armas y cánticos racistas.

Todos los medios americanos realizaron una extensa y profunda cobertura de lo ocurrido durante el fin de semana del 11 al 13 de agosto. Páginas webs y redes sociales -también la televisión- se llenaron de imágenes que mostraban el horror y la violencia de la manifestación neonazi que aterrorizó a esa tranquila ciudad universitaria.

Por ejemplo, este es el momento exacto en que un estupendo reportaje realizado por Elle Reeve y el equipo de Vice News Tonight muestra al neonazi James Alex Fields Jr lanzando su Dodge Challenger contra una multitud de manifestantes antifascistas:

En los segundos siguientes, el documental muestra no solo imágenes tremendas de cuerpos regados en la calle, heridos ensangrentados, una toma aérea en cámara lenta del momento del impacto, sino también, en dos planos distintos, el cuerpo inmóvil de Heather D. Heyer, la única víctima mortal, recibiendo primeros auxilios. Además, la reportera Reeve le pone delante la cámara a varios fascistas armados hasta los dientes, que le escupen su odio y violencia sin filtro. Vice News publicó el documental el lunes 14, al día siguiente de que concluyeran los disturbios de Charlottesville, dos días después del asesinato de Heather D. Heyer, cuatro días antes del atentado de Barcelona. Si no lo han hecho ya, vean por favor todo el reportaje. Es una verdadera joya.

Las imágenes de Charlottesvile rebotaron en todo el mundo. Incluso la página web del diario 20 Minutos de España publicó uno de los muchos videos que circularon en redes sociales del atropello en Charlottesville. De hecho, la nota publicada por 20 Minutos describe el video así: «Imágenes impactantes grabadas por un manifestante donde se ve cómo un vehículo llega a toda velocidad por una calle de Charlottesville y embiste a decenas de manifestantes que protestaban contra la marcha supremacista. Posteriormente, y tras dejar varias víctimas, da marcha atrás y huye de la escena del atropello».

Aun cuando días después, ante lo ocurrido en Barcelona, el director de 20 Minutos dijera esto en Twitter:

Además de las imágenes mostradas en ese documental, y repetidas mil veces por cadenas de televisión y páginas web de todo el mundo, hay varias fotografías publicadas que muestran la violencia que se vivió en Charlottesville. La más famosa es esta, obra del fotógrafo Ryan M. Kelly:

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Ryan M. Kelly. The Daily Progress

La imagen que «definirá este momento de la historia americana», en palabras de Alyssa Rosenberg, periodista de The Washington Post. Si quieren saber algo más sobre Kelly y su foto, les recomiendo este artículo publicado en el Columbia Journalism Review.

¿Cuál es la diferencia entre las imágenes que supuestamente faltan el respeto a las víctimas de Barcelona y el video y fotos de ese Dodge Challenger haciendo saltar por los aires a los manifestantes antifascistas de Charlottesville? ¿Es acaso Charlottesville un conflicto acallado, de un pueblo sin medios y olvidado como se ha dicho de la Guerra siria de la que huían Aylan y su familia?

He buscado en la web respuestas airadas y acusaciones dirigidas a la prensa que publicó las imágenes de Charlottesville. No solo seguí durante esos tres días lo que ocurría en Charlottesville a través de varias páginas web y diferentes cuentas de redes sociales, sino que he hurgado en Twitter, Facebook y secciones de comentarios en busca de respuestas furiosas y acusaciones hacia la prensa.

Casi no he encontrado nada. Hasta donde he podido ver no ha habido mayores quejas por la publicación de las imágenes de Charlottesville. De hecho, la pieza documental de Elle Reeve para Vice News, que según la propia organización había sido vista más de 36 millones de veces cuatro días después de publicada, ha sido elogiada de manera unánime. Más allá de algunos reclamos aislados, algún comentario y tuit suelto, no he encontrado nada comparable a la avalancha de tuits y mensajes de protesta que suscitó la cobertura de los atentados de Barcelona.

Nada que pudiera siquiera acercarse a ese consenso iracundo del que hablaba Piqué en su artículo de El Nacional y que hizo que el Colegio de Periodistas de Cataluña recuerde a los medios en un tuit que «existen líneas rojas»:

En el artículo linkado el Colegio de Periodistas catalán hace referencia a sus propias Recomendaciones para la cobertura informativa de actos terroristas, un documento donde puede leerse lo siguiente:

El nivell de duresa o d’impacte de les imatges que s’emetin ha d’estar justificat editorialment. La decisió sobre quines imatges s’emeten i quines es descarten correspon al responsable editorial de cada mitjà, en funció de la cruesa i de la morbositat de les imatges i de si aporten elements informatius rellevants o no. La ciutadania té dret a ser informada, però també té dret a no accedir a continguts audiovisuals violents d’un acte terrorista.

El Colegio de Periodistas catalán, si bien reconoce a los responsables editoriales de los medios la potestad para decidir sobre qué imágenes se publican o no, introduce un extraño y novedoso derecho que los medios deberían respetar: «La ciudadanía tiene derecho a ser informada, pero tiene también derecho a no acceder a contenidos audiovisuales violentos de un acto terrorista». No sé ustedes, pero en más de quince años trabajando como periodista en dos continentes yo jamás había escuchado nada acerca de ese derecho.

Me parecen mucho más útiles y menos confusas las recomendaciones que ofrecieron Al Tompkins y Kelly McBride, del Poynter Institute for Media Studies, en un artículo titulado How journalists should handle racist words, images and violence in Charlottesville:

Aporta contexto a los videos e imágenes que selecciones. Tu primer deber es explicar lo ocurrido. Escoge imágenes que reflejen de manera rigurosa los eventos según se desarrollaron. Si vemos, leemos o escuchamos la cobertura que has realizado, ¿sabremos cómo empezó la violencia? ¿Sabremos cuánta violencia hubo?

La negrita es mía.

Podemos, si desean, seguir señalando las patas cojas en los argumentos de aquellos -muchos periodistas incluso- que establecen diferencias entre la fotografía de Aylan y las de los atentados de Barcelona, pero se quedan mudos ante -o incluso celebran- la publicación de imágenes de Charlottesville. Y podemos también cerrar los ojos ante la sospecha y desconfianza que caracteriza nuestra relación con los lectores.

Sin embargo, creo que casi 5000 palabras después la lección está más o menos clara. Como escribía la crítico de televisión de The Philadelphia Inquirer, Ellen Gray, a propósito del documental de Vice News: «El contexto es todo en una pieza como esta». Permítanme ampliar esa reflexión. El contexto es -junto a la verificación- todo siempre que hablamos de periodismo.

El contexto y la verificación son el plato que, como periodistas, nos toca poner sobre la mesa. Si seguimos olvidándonos de ellos, no nos sorprendamos luego cuando dejen de invitarnos a la fiesta.

La incisiva y demoledora paciencia de Ryan Lizza

La noche del miércoles 26 de julio, el periodista Ryan Lizza, corresponsal en Washington D.C. de la revista The New Yorker, recibió una sorpresiva llamada. Al otro lado del celular se encontraba Anthony Scaramucci.

Como todos los que siguen la política norteamericana y los cada vez más abundantes y frecuentes escándalos de la presidencia Trump sabrán, el señor Scaramucci fue durante un brevísimo periodo -del 21 de julio al 31 de julio- el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca.

Scaramucci, conocido en el mundillo financiero de Wall Street como ‘Mooch’, es famoso entre la élite norteamericana por su estilo ampuloso, el cabello engominado, sus caros trajes a medida y los apretados nudos de sus corbatas. Como si cada detalle de su look y cada gesto fueran un homenaje a Gordon Gekko, el operador de bolsa que Michael Douglas interpretó en Wall Street y personificó los excesos del yuppismo de los años 80.

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Imagen con que The New Yorker ilustró el artículo de Ryan Lizza

Unas horas antes de la ahora famosa llamada, el reportero de The New Yorker había tuiteado que, según dos fuentes con conocimiento del hecho, el presidente Trump estaba cenando con Scaramucci, un ex ejecutivo de Fox News y Sean Hannity, presentador estrella del canal favorito de los conservadores norteamericanos.

A Mooch el tuit no le hizo ninguna gracia.

Así relata Lizza el inicio de la conversación con Scaramucci:

«¿Quién te filtró eso?», me preguntó. Le dije que no podía darle esa información. Me respondió amenazando con despedir a todo el personal de comunicaciones de la Casa Blanca. «Lo que voy a hacer es, voy a eliminar a todos en el equipo de comunicaciones y empezar de cero», dijo. Me reí, pensando si en realidad creía que una amenaza como esa iba a convencer a un periodista de revelar su fuente. Continuó presionándome y quejándose del equipo de gente que había heredado en su nuevo puesto. «Le he pedido a estos chicos que no filtren nada y no pueden comportarse», dijo. «Tú eres un patriota, esta es una catástrofe seria para el país americano. Así que te estoy pidiendo como patriota americano me digas quién te filtró la información».

A partir de ahí, el tono del monólogo de Mooch siguió subiendo, o cayendo, depende de cómo lo mire uno. Esta es solo una selección de las citas que Ryan Lizza obtuvo, cortesía de Scaramucci:

«Yo no soy Steve Bannon [el todopoderoso asesor del Presidente Trump], no estoy intentando chuparme mi propio pene. No estoy intentando construir mi propia marca a costa de la puta fortaleza del Presidente. Yo estoy aquí para servir al país»

«Lo que quiero hacer es matar a los putos filtradores, y quiero recuperar y poner la agenda del Presidente en marcha para así poder tener éxito por el pueblo americano»

«Ok, Mooch llegó hace una semana. Voy a limpiar todo esto muy rápidamente, ¿ok? Porque ya pillé a estos tipos. Tengo huellas digitales, a través del FBI y el puto Departamento de Justicia, de todo lo que han hecho»

«Voy a despedir a todos. Ya despedí a uno el otro día. Mañana despediré a tres o cuatro más. Voy a averiguar quién te filtró eso. A Reince Priebus -por si quieres filtrar algo- se le pedirá que renuncie muy pronto»

«Reince es un puto esquizofrénico paranoide, un paranoico»

«Sí, déjame ir, porque tengo que empezar a tuitear alguna mierda que vuelva loco a este tipo [en alusión a Priebus]»

En efecto, luego de colgar el teléfono con Lizza, Scaramucci lanzó un tuit acusando a su rival en la Casa Blanca, Reince Priebus, de filtrar su declaración financiera y amenazándolo con llevarlo ante el FBI y el Departamento de Justicia:

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«A la luz de la filtración de mi declaración financiera, lo que constituye un delito. Me contactaré con el FBI y el Departamento de Justicia #swamp @Reince45»

Un par de horas después, Mooch borró el tuit y publicó otro en el que señalaba que se le había malinterpretado. No estaba acusando y amenazando a Priebus, sino haciendo saber a los responsables de las filtraciones que todos los altos oficiales de la Casa Blanca estaban colaborando para acabar con ellas:

Ambos tuits se hicieron virales y se convirtieron en la comidilla de los periodistas políticos americanos, que pasaron buena parte de la noche discutiendo en Twitter y en televisión lo dicho por el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Todos, menos uno.

Lo único que Lizza dijo esa noche sobre el escándalo desatado por Mooch en Twitter que podía indicar que tenía más información que la disponible para el resto de sus colegas fue esto:

«Por si hay alguna ambigüedad en el tuit de Scaramucci, puedo confirmar que este quiere que el FBI investigue a Reince for la filtración»

Nada más.

A la mañana siguiente, Lizza apareció en CNN, donde es colaborador habitual, para comentar el Twitter drama de Scaramucci. Mientras hablaba el reportero de The New Yorker, Mooch volvió a hacer gala de su incontinencia telefónica y llamó al programa. Así lo cuenta Lizza:

«Mientras hablaba sobre Scaramucci, llamó al programa e hizo alusión a nuestra conversación y cambió su historia sobre Priebus. En lugar de decir que estaba intentando exponer a Priebus como responsable de las filtraciones, dijo que la razón por la que lo mencionó en el tuit que luego borró fue porque quería trabajar junto a Priebus para descubrir a los filtradores»

A las 7:47 am, el reportero anunció en Twitter que publicaría una nota en newyorker.com acerca de lo ocurrido en las últimas 12 horas:

La nota con la que empecé este post no se publicó hasta poco antes de las 4:00 pm. Fue recién entonces que todos pudimos enterarnos de la encendida conversación que el periodista había mantenido con Anthony Scaramucci, Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, la noche anterior.

O sea, casi 24 horas después. Fue recién ahí que todos pudimos leer las «floridas» declaraciones de Scaramucci, que cuatro días después le costarían el puesto.

¿Qué es lo que hizo que Lizza aguardara casi un día para revelar la bomba que tenía entre manos?

Hay dos líneas en su texto que nos dan una idea. Luego de la cita sobre Steve Bannon, recordemos, aquella en la que Mooch habla de autofelación, Lizza escribe, entre paréntesis: «Bannon declined to comment». (Bannon rehusó comentar)

Un par de párrafos antes, luego de reproducir la diatriba de Scaramucci acerca de su némesis Reince Priebus, el reportero de The New Yorker escribe, de nuevo entre paréntesis: «Priebus did not respond to a request for comment». (Priebus no respondió a una solicitud de réplica)

En estos tiempos de redes sociales y ciclo noticioso minuto a minuto, cualquier otro periodista habría tuiteado de inmediato para aprovechar la exclusiva. O, en el mejor de los casos, hubiera tardado unos cuantos minutos en escribir un artículo a toda prisa para publicarlo cuanto antes.

Sobre todo si tiene entre manos unas declaraciones así de explosivas de boca de un oficial del rango del Director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Por si tienen alguna duda aún de la magnitud del on-the-record que consiguió Ryan Lizza, echen un vistazo a este tuit de David Grann, uno de los periodistas más respetados de The New Yorker:

«Ryan Lizza ha obtenido mejores citas en esa sola historia que las que yo he conseguido en toda una vida como reportero», dijo Grann.

Pero Lizza decidió respetar el proceso. Hizo lo que un reportero debe hacer, aun cuando nos hayamos acostumbrado a que casi nadie lo haga. Llamó a las personas mencionadas y les pidió una réplica. Se sentó, escribió, editó, hizo las llamadas, esperó y casi un día después publicó.

El periodismo, por mucho que les pese a tantos, no se hace en vivo y en directo. El periodismo, hoy muchos olvidan, requiere cuando menos de una pausa para procesar la información y realizar las comprobaciones necesarias.

La paciencia y pulcritud de Lizza (y sus editores) no solo produjo un artículo memorable, sino que tuvo premio para The New Yorker. La nota ha sido un éxito gigantesco para la web de la revista. Aquí unos datos que menciona un artículo del site Recode, facilitados por la oficina de PR de The New Yorker:

  • El artículo de Ryan Lizza generó 4,4 millones de visitantes únicos, lo que la convierte en la nota más leída de la web en lo que va de año.
  • Produjo también 1,7 millones de entradas en las distintas plataformas de redes sociales, y un tráfico de 100 mil visitantes simultáneos durante las primeras horas de su publicación en NewYorker.com.
  • Aún más importante para la revista, cuyo modelo de negocio depende de los suscriptores, el artículo ha atraído nuevos abonados. Aun cuando la publicación no especificará cuántos nuevos suscriptores ha generado el artículo,  sí señala que «han visto un incremento de 92% en el promedio diario de nuevas suscripciones de julio».

Además, como explicaba al inicio, el artículo le costó a Scaramucci el puesto.

Esto último puede, lastimosamente, contribuir a perpetuar un antiguo malentedido del oficio periodístico. Como he dicho ya en alguna ocasión, un error habitual de los periodistas es pensar que su trabajo es poner o quitar presidentes. Ese error nace -o al menos ha sido cimentado- con una pésima lectura e interpretación de ese mito fundacional que es Todos los hombres del presidente.

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Para muchos periodistas -créanme, he discutido sobre este asunto hasta el hartazgo- la lección de esa película es que nuestro oficio tiene el poder, qué digo poder, el deber de tumbarse hombres poderosos. Ese, parecen creer, es nuestro trabajo y a lo que debemos dedicar la mayoría de nuestros esfuerzos. Y, por supuesto, no es así. Hay diferencias importantes entre entender el oficio periodístico como el de un contralor del poder y entenderlo como el de un justiciero. Entre otras, la diferencia que implica respetar el proceso y la ética del oficio o no hacerlo.

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Portada de la primera edición del libro de Bob Woodward y Carl Bernstein

Es una pena que cuando los periodistas ven Todos los hombres del presidente (o leen el libro) lo que les quede es ese relato épico de «oh, dos periodistas se tumbaron al presidente», en lugar de fijarse en el complejo y tedioso proceso de investigación, verificación y edición que muestra la película. Y eso que la película tiene un mérito enorme a la hora de mostrarlo sin aburrir al espectador. Pocas películas son capaces de eso. Otra de las pocas que lo ha logrado fue Spotlight.

Parece que ningún periodista recuerda que Dustin Hoffman (Carl Bernstein) se pasa parte de la película reescribiendo lo que tipea Robert Redford (Bob Woodward), ni que Jason Robards (Ben Bradlee) no deja de repetirle a ambos que lo que tienen es insuficiente y deben seguir investigando.

Está bien que para la gente de a pie la leyenda de Watergate sea sobre cómo el Washington Post y Woodward y Bernstein se tumbaron a Nixon, pero para nosotros la lección debería ser otra.

Ojalá que la lección que saquemos del episodio entre Ryan Lizza y Anthony Scaramucci sea, esta vez, la correcta.

ACTUALIZACIÓN

El 3 de agosto, una semana después de publicar el artículo en el que Ryan Lizza relata su conversación con Anthony Scaramucci, The New Yorker posteó un episodio de su podcast Radio Hour, en el que, además de publicar por primera vez fragmentos del audio de la famosa llamada telefónica, Lizza discute lo ocurrido junto al editor de The New Yorker, David Remnick. Pueden escucharlo aquí.

La mayor parte del diálogo con Remnick es un análisis sobre lo terriblemente disfuncional que es la Casa Blanca en manos del Presidente Donald Trump. Pero en la charla Lizza también explica de forma breve qué hizo una vez colgó el teléfono con Scaramucci, así como una parte del proceso de confección de su artículo. Habla además de lo que significa un «off the record«. Es una delicia, en serio:

«Descargué el audio de mi grabadora, le puse al archivo en mi computadora el nombre ‘Entrevista demente con Scaramucci’, y después comencé a pensar seriamente cuál era el valor noticioso aquí. Si había algunas reglas básicas acordadas. Cuando uno tiene una conversación así con el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, se acuerdan unas reglas. Pero no hubo ningún acuerdo. El ‘off the record‘ y el ‘esto es información de contexto, no me puedes citar directamente’ (background) son negociaciones entre la fuente y el periodista. Tiene que haber una oferta, ‘hey, quiero hablar contigo pero debe ser off the record, ¿te parece bien?’, y el periodista debe estar de acuerdo. Eso no ocurrió aquí. Y se lo dije, al día siguiente cuando lo llamé para decirle que íbamos a publicar esto, le dije ‘tú hablas en representación de la institución más poderosa del mundo, estas conversaciones se presume que son on the record, y has dicho cosas extremadamente relevantes desde el punto de vista noticioso'»

Me voy a quedar con este fragmento, que explica con un poder de síntesis estupendo cuándo aplica y cuándo no el muchas veces malentendido off the record:

El ‘off the record’ y el ‘esto es información de contexto, no me puedes citar directamente’ (background) son negociaciones entre la fuente y el periodista.

ACTUALIZACIÓN

El domingo 6 de agosto, la columna The Ethicist de The New York Times traía unas cuantas líneas que creo sirven como corolario perfecto a esta historia. Kwame Anthony Appiah, responsable de la columna, respondía a un(a) estudiante que preguntaba si, debido a su condición de víctima de violación, debía aceptar una oportunidad de trabajo en Ruanda para investigar las consecuencias de la violencia sexual de comienzo del genocidio de 1994.

«Es una oportunidad increíble -decía el/la estudiante- pero me preocupa que el hecho de ser superviviente de violación cree un sesgo en mi trabajo». Appiah respondía:

«Lo que hace objetiva a la ciencia no es la objetividad de los científicos. Son los procedimientos de recolección, interpretación y cuestionamiento de datos y teorías producidos por seres humanos falibles».

Lo mismo puede decirse del periodismo. Y ahí es que radica la importancia de respetar el proceso, el método. Como hizo Ryan Lizza.

Hat tip a Arcadi Espada que vio y llamó la atención sobre esas líneas de Kwame Anthony Appiah en su blog de El Mundo.

P.D.: Intenté comunicarme con Lizza para preguntarle por qué había aguardado casi un día para publicar su exclusiva y para consultarle por el proceso de escritura, verificación y edición de su artículo. Lastimosamente no obtuve respuesta.

P.D. 2: En realidad, como he intentado explicar en este artículo, todo lo que uno puede aprender está ya en la nota del 27 de julio, disponible para todo aquel que quiera leer con atención.