The New Yorker, David Remnick, Steve Bannon, el debate y la empatía

I want to understand. If others understand in the same way I’ve understood that gives me a sense of satisfaction, like being among equals.
Hannah Arendt

Si ustedes, como yo, siguen con cierta atención lo que ocurre en la política y la industria de medios norteamericana, sabrán ya que la semana anterior fue particularmente agitada. La cereza de la torta fue este Op-Ed (columna de opinión de una firma invitada) publicado el miércoles 5 de setiembre por The New York Times. La columna se titulaba, de forma grandilocuente, «Soy parte de la resistencia dentro del gobierno de Trump» (aquí pueden leerla en español), y no llevaba firma.

La sección de Opinión del diario, que en el caso del Times es independiente de la redacción y no entra dentro del mandato del director, justificaba de esta forma su decisión de publicar la columna respetando el anonimato del autor o autora:

Screen Shot 2018-09-11 at 9.37.07 AM

Según datos del propio Times, entre el miércoles –cuando apareció el Op-Ed– y el viernes, el diario recibió 23 mil mensajes de lectores preguntando por el proceso de verificación que había realizado. De nuevo, veintitrés mil mensajes de lectores sobre una sola columna. Veintitrés mil mensajes de lectores intentando entender por qué había hecho lo que había hecho el Times.

Quien quiera comprender un poco más sobre el Op-Ed anónimo y su relevancia puede leer este largo hilo de Twitter del periodista Eduardo Suárez, así como revisar esta versión anotada que el mismo Suárez hizo para Univisión. También puede interesarles el behind the scenes que relató aquí el corresponsal de medios de CNN, Brian Stelter.

Pero, como decía antes, esta fue solo la cereza de la torta en una semana especialmente agitada. Dos días antes, el lunes 3 de setiembre, otra venerada institución periodística neoyorquina vivió su propio momento convulso.

Ese día, a través de un artículo en The New York Times, los seguidores de la revista The New Yorker descubrieron que Steve Bannon, ex asesor y jefe de estrategia del presidente Donald Trump, además de una de las figuras más controvertidas de la política norteamericana, encabezaría la lista de invitados de The New Yorker Festival, el «festival de ideas» que la revista celebra todos los otoños en Nueva York:Screen Shot 2018-09-07 at 7.29.24 PM

Antes de dedicarse de lleno a la asesoría política, Bannon fue fundador y luego CEO de Breitbart News, un site noticioso conocido por haber sido el órgano de propaganda de Donald Trump durante la campaña electoral de 2016, difundir teorías de la conspiración sobre el ex presidente Barack Obama y la ex candidata Hillary Clinton, así como por su denodado esfuerzo por insertar ideas neonazis en el debate público norteamericano.

Luego de la toma de posesión del presidente Trump, Bannon se convirtió en el segundo hombre más poderoso de la Casa Blanca y ha sido señalado como uno de los principales responsables de la agenda anti-inmigración, de nacionalismo duro, aislacionismo económico y coqueteos abiertos con la llamada alt-right (eufemismo para referirse a la extrema derecha neonazi norteamericana de camisa y corbata) del actual gobierno.

En agosto de 2017, un año después de haberse sumado a la campaña electoral de Trump y siete meses después de la toma de mando, fue despedido de la Casa Blanca. La caída de Bannon ocurrió pocos días después de que el presidente Trump apareciera ante cámaras luego de los incidentes de Charlottesville, donde una mujer fue asesinada durante las manifestaciones de supremacistas blancos/neonazis/alt-right, para decir:

«Condenamos en los más poderosos términos esta indignante demostración de odio, intolerancia y violencia proveniente de varios lados, varios lados«

En una segunda declaración, días después, el presidente Trump insistió en repartir culpas entre supremacistas blancos y manifestantes antifascistas –entre los que se encontraba la mujer atropellada y asesinada– que protestaban por la exhibición de violencia de los primeros:

«Tenemos alguna gente muy mala en ese grupo, pero también tenemos algunas personas que son muy buenas personas, en ambos lados (…) ¿Y qué ocurre con la izquierda alternativa (alt-left) que vino a atacar a la alt-right? ¿Tienen ellos alguna pizca de culpa?»

Algunos analistas señalaron que la mano detrás de esas palabras de Trump no era otra que la de Steve Bannon. El asesor presidencial, según distintos reportes, se había mostrado «entusiasmado» y «orgulloso» luego de escuchar las declaraciones de su jefe.

Las críticas al discurso de Trump colocaron a Bannon, que no solo se mostró orgulloso sino que defendió extasiado las declaraciones ante los medios, en una posición incómoda de cara a otros miembros del gobierno. No eran pocos en la Casa Blanca los que estaban enfrentados con Bannon desde hacía meses. Incluso Jared Kushner, yerno y también asesor del presidente, habría pedido en su momento que el ex responsable de Breitbart fuera despedido.

La presión hizo que Trump terminara deshaciéndose de Bannon el 18 de agosto, seis días después de las primeras declaraciones del presidente sobre Charlottesville. Al día siguiente, Trump se despedía públicamente de su ex jefe de campaña y estratega de la Casa Blanca con este tuit:

https://twitter.com/realDonaldTrump/status/898870621584596993

Desde entonces, luego de haber susurrado al oído del hombre más poderoso del mundo, Bannon empezó a caer en la irrelevancia política y mediática. En especial después de que el libro del periodista Michael Wolff sobre la presidencia Trump, Fire and Fury, revelara el desprecio de Bannon hacia algunos personajes del entorno de Trump, incluido su hijo Donald Jr.

A partir de ahí, y gracias al revuelo causado por el libro de Wolff, el ex asesor perdió el favor no solo del presidente sino de varios de sus antiguos aliados. Después de esto, sus socios de Breitbart decidieron que era hora de deshacerse de él.

Desde enero de este año, lo único que se sabía de Bannon es que estaba uniendo fuerzas con nacionalistas de extrema derecha al otro lado del Atlántico como el primer ministro italiano Matteo Salvini, el primer ministro húngaro Viktor Orban o el líder del movimiento de apoyo al Brexit en Inglaterra, Nigel Farage, para formar una organización europea ultraconservadora llamada The Movement.

Y así llegamos al lunes 3 de setiembre y el artículo publicado en la web de The New York Times. Steve Bannon, decía el Times, iba a ser entrevistado en el escenario de The New Yorker Festival por el editor de la revista, el reconocido periodista David Remnick, autor, entre otros libros, de una extensa biografía del ex presidente Barack Obama.

En entrevista telefónica con el Times, Remnick decía:

«Tengo toda la intención de hacerle preguntas difíciles y entablar una conversación seria e incluso combativa (…) La misma audiencia, por el solo hecho de estar ahí presente, pone una cierta presión a la charla que una entrevista uno a uno no consigue. [Con una audiencia delante] No puedes saltar del on al off the record«.

Pero, ¿qué es exactamente The New Yorker Festival?

Como explica el periodista Zack Beauchamp en este artículo para Vox, es un evento organizado por la revista, básicamente, para ganar dinero:

La publicación invita personas famosas e interesantes, las coloca en paneles con escritores de la revista y cobra a lo lectores que tienen interés en asistir a esas charlas.

Este tipo de eventos son, por su propia naturaleza, difíciles de manejar. Necesitan ser atractivos para la audiencia, lo que se traduce en fichar oradores interesantes y/o controversiales. Para que el evento tenga lugar necesita que los oradores asistan, lo que muchas veces significa pagarles, y puede que estos no quieran meterse a la boca del lobo de una entrevista conflictiva en vivo delante de público.

Al mismo tiempo, las entrevistas no pueden traicionar la misión periodística que es el centro de la publicación. No pueden, de cierta forma, ser a la vez trabajo de reportería y promoción de marca. Lo que significa que los periodistas no pueden (en teoría) tan solo adular a los oradores y cantarles loas –aunque demasiadas veces eso es lo que ocurre– sino que deben cuestionar de forma respetuosa sus ideas y argumentos.

¿Qué otros invitados tenía The New Yorker para esta edición del festival?

Según el artículo de The New York Times con que iniciaba este post y otras fuentes, el listado de oradores lo completaban:

–Los actores Jim Carrey, Emily Blunt, Maggie Gyllenhaal, Patton Oswald, John Krasinski.

-El director y productor Judd Appatow.

–Los comediantes Jimmy Fallon, Hassan Minhaj y Bo Burnham.

–Los escritores Haruki Murakami, Zadie Smith y Janet Mock.

–La ex fiscal general adjunta de los Estados Unidos Sally Q. Yates,

–Los músicos Kelela, Miguel, Jack Antonoff y Kacey Musgraves.

Pero una vez se supo que Bannon sería parte del festival, una semana antes de que salieran a la venta las entradas, varios de los nombres confirmados anunciaron a través de Twitter que no asistirían:

A esto se sumaron centenares de voces indignadas en redes sociales, sobre todo en Twitter, que anunciaban la cancelación de su suscripción a la revista o amenazaban con hacerlo si Remnick no retrocedía en su decisión:

Esto podría parecer una tontería, la pataleta de unos cuantos tuiteros con la piel demasiado fina, pero en un mundo en el que los medios sufren para monetizar sus audiencias, The New Yorker es uno de los mayores –y contados– casos de éxito. Gracias, precisamente, a las suscripciones.

La revista es uno de los pocos medios del mundo cuyos ingresos provienen, principalmente de sus lectores. El 65% del dinero que ingresa proviene de alrededor de 1.2 millones de lectores de pago, que gastan en promedio 120 dólares al año por una suscripción print + digital. Si para cualquier medio hoy la relación con sus lectores es fundamental, para The New Yorker esa relación es todo.

Junto a los suscriptores y lectores indignados, unos cuantos escritores de la revista hicieron público su rechazo a la presencia de Bannon en el festival. Algunos como Kathryn Schulz incluso pedían a los lectores que escribieran a The New Yorker para dejar claro su descontento:

La presión para Remnick creció al punto que, como reveló en un tuit otro escritor de la revista, Adam Davidson, el editor pasó buena parte del día conversando con miembros de su staff, muchos de los cuales intentaban explicarle por qué la invitación a Bannon era un error:

En el tuit, parte de un largo hilo que hablaba de la estupenda cobertura que la revista venía realizando desde hace años sobre Trump y sus compinches, Davidson decía:

En resumen, David [Remnick] se ha más que ganado el derecho a cagarla de vez en cuando.

Además, nunca he tenido un jefe tan abierto a las críticas. Ha pasado todo el día al teléfono escuchando a escritores y miembros del staff diciéndole que está equivocado. Ha escuchado, ha oído.

Algunos de esos escritores eran pesos pesados de la revista, como el historiador y profesor de Columbia University Jelani Cobb, o la crítica de televisión Emily Nussbaum, ganadora del National Magazine Award como columnista en 2014 y premio Pulitzer de crítica cultural en 2016:

Poco después de esos tuits, que ya dejaban saber que pronto habría una comunicación de la revista sobre el tema, el anuncio final llegó.

El mismo lunes 3 de setiembre a las 17:43 hora de Nueva York, y luego de haber sido distribuido primero entre el staff de la propia revista, se hizo público un comunicado a través de la cuenta oficial de Twitter @NewYorker. El comunicado, firmado por David Remnick, señalaba que el editor daba marcha atrás y retiraba la invitación a Steve Bannon:

El texto de Remnick concluía así:

Lo he pensado bien, he hablado con mis colegas, y he reconsiderado mi decisión. He cambiado de parecer. Hay una manera mejor de hacer esto. Nuestros escritores han entrevistado a Steve Bannon para The New Yorker antes, y si la oportunidad se presenta, lo entrevistaré en un marco más tradicionalmente periodístico como fue mi primera intención, no en un escenario.

Luego del comunicado, algunos escritores de la revista mostraron su alivio. Otros expresaron su decepción ante lo que consideraba una capitulación intelectual.

Esta es, por ejemplo, Alexandra Schwartz, staff writer especializada en libros y una de las voces más brillantes de la nueva generación de escritores de la publicación:

https://twitter.com/Alex_Lily/status/1036746235728801792

Schwartz concluía su tuit con un «me siento tremendamente aliviada porque este evento no tendrá lugar».

A Schwartz le respondió Malcolm Gladwell, uno de los escritores más célebres de la revista, con una ironía:

Llámenme anticuado, pero yo hubiera pensado que el punto de un festival de ideas era exponer ideas ante el público. Si solo invitas a tus amigos, se trata de una cena en casa.

Por supuesto, la decisión final de Remnick de desinvitar a Bannon no terminó, ni mucho menos, el debate. Ni dentro ni fuera de la revista. Varios periodistas, entre ellos algunas de las plumas más respetadas de la crítica o análisis de medios en Estados Unidos, saltaron a dar su opinión en medios y redes sociales.

Jack Shafer, columnista de medios de Politico, escribía con su mordacidad habitual:

Esa urgencia por colocar un cordón sanitario alrededor de Bannon viene del mismo impulso paternalista que lleva a censores a prohibir ideas políticas, libros, arte, obscenidades, música, religiones, bailes y expresiones eroticas que no les gustan. Interpretando el papel de guardianes los enemigos de Bannon piensan que están protegiendo a las masas. En realidad, le están permitiendo hacerse el mártir y, con eso, hacerse más fuerte.

En un tono aún más duro, Brett Stephens, columnista conservador de The New York Times, escribió una columna al respecto titulada «Ahora Twitter edita The New Yorker»:

[Este episodio] ha colocado el nombre de Bannon de forma prominente en las noticias, lo que sin duda ha sido motivo de considerable deleite para él. Ha convertido a un fanático nativista en una víctima de la censura progresista. Le ha otorgado credibilidad a la idea de que los periodistas son, como dijo Bannon de Remnick, unos cobardes. Ha corroborado la idea de que la prensa es una colección de pensadores de izquierda, que cuando no están promoviendo «fake news», están interesados solo en sus propias verdades. Ha conseguido aislar a los lectores de The New Yorker en su cámara de eco habitual. Ha consolidado la idea de que las instituciones vulnerables pueden ser acosadas de manera que terminen sometiéndose a las irascibles (e insaciables) exigencias de las hordas de redes sociales. Y, sobre todo, ha liquidado una oportunidad de someter a Bannon al tipo de interrogatorio inquisitivo que Remnick había prometido en un inicio, y eso es periodismo en su mejor expresión.

Otro periodista, Erick Wemple, este de The Washingont Post, apuntaba de forma similar:

¿Por qué demonios darle a esta gente una plataforma?, reza la objeción.

(…)

La respuesta es que los periodistas entrevistan a personas que representan todos los ángulos de una historia, incluso a aquellos que resultan unos mentirosos o algo peor. Enfrentarlos –en lugar de ignorarlos– es lo que alguien como Remnick hace.

Su colega Margaret Sullivan, columnista de medios también en The Washington Post, no estaba de acuerdo. Sullivan, antigua defensora del lector en The New York Times y una de las periodistas más brillantes y respetadas de su generación, escribía que la decisión de ofrecer a Bannon un «escenario prestigioso» era «una idea terriblemente mala». Y continuaba:

No hay nada más que aprender de Bannon acerca de su marca particular de populismo, con su insolente cubierta de supremacismo blanco (…) No hay nada más que aprender. Pero, al elevar esas ideas y sus ponente una y otra vez, hay muchísimo que sí podríamos perder.

Algo parecido decía Suzanne Nossel, directora ejecutiva de PEN America, una importante agrupación de escritores que vela por la libertad de expresión dentro y fuera de Estados Unidos. Nossel respondía a la columna de Wemple que cito un par de párrafos arriba con un tuit:

https://twitter.com/SuzanneNossel/status/1036775347180711936

Parece que The New Yorker ha perdido de vista la distinción clave entre escuchar de forma cuidadosa y someter a escrutinio las ideas de Bannon, frente a festejarlo como cabeza de cartel de un festival. Al igual que un título honorario o una posición distinguida como conferenciante, esta implica una dosis de alabanzas.

En esa vía profundizaba la periodista Josephine Livingston, que en un artículo para The New Republic decía:

El encuentro propuesto entre Remnick y Bannon representaba mucho más que el dilema político sobre «ofrecer una plataforma» a gente odiosa. De ocurrir, se hubiera tratado de dos figuras públicas en el pináculo de sus respectivos clanes reuniéndose para crear un espectáculo que habría generado ingresos para la revista de Remnick y una mezcla de prestigio y notoriedad para Bannon. El mérito del contenido del evento (cualquiera que este hubiera sido, nunca lo sabremos) era en realidad casi irrelevante. La entrevista estaba viciada desde el saque.

La respuesta de Bannon a la desinvitación por parte de Remnick parecía confirmar lo que apuntaba Livingston:

DmNmRnnXcAE699i

Luego de ser contactado hace varios meses y luego de siete semanas de insistencia, acepté la invitación de The New Yorker sin la expectativa de un honorario. La razón por la que acepté es simple: estaría enfrentándome a uno de los periodistas más valientes de su generación. En lo que yo llamaría un momento decisivo, David Remnick mostró, confrontado por una turba online que pega alaridos, que no tiene agallas.

Charlie Warzel, reportero especializado en tecnología de Buzzfeed y uno de los periodistas que mejor ha explorado el universo online de la extrema derecha en Estados Unidos, aportaba una visión distinta al debate:

Para mí, el asunto Bannon-New Yorker simplemente ilustra que la prensa sigue sin saber qué hacer realmente con los troles del universo «Make America Great Again». Siguen peleando con la disyuntiva entre cobertura noticiosa y simplemente convertir a unos tíos en líderes de opinión.

En un tuit posterior, Warzel abundaba en su comentario:

Hay (¡obviamente!) valor periodístico en hablar con personas con las que estás en desacuerdo o que aborreces. ¡E incluso con los voceros del circo! Pero creo que la siguiente fiebre cultural nacida en Internet que inunde nuestra política exigirá a los medios una mayor imaginación a la hora de lidiar con las maneras en que están siendo utilizados.

No sé que piensan ustedes pero a mí me parece un debate fascinante.

¿Qué hacemos, desde un punto de vista intelectual, más allá del mero rechazo visceral, con los mensajes de odio, con las expresiones ideológicas que atacan aquello en lo que creemos quienes defendemos una democracia liberal?

¿Qué hacemos cuando, además, la forma en que esas ideas son diseminadas en Internet (y no solo en Internet) está diseñada para que medios y periodistas sean víctimas de su propaganda y la amplifiquen?

Pero –y no sé si les ocurre a ustedes también– hay algo de la forma en que está llevándose a cabo el debate que me chirría. Algo que, de hecho, lleva una semana retumbándome en el fondo del oído cada vez que leo un comentario como los muchos que he reseñado párrafos arriba.

Lo que me chirría es la seguridad con que los muchos participantes del debate exponen sus posiciones. La certeza casi absoluta con que, al dar su opinión, dan por sentado que se trata de la conclusión correcta. Sin ápice de duda. Incluso con desdén. Sin conceder que, quizá, quien expresa la opinión contraria podría estar en lo cierto o, al menos, ha reflexionado y debatido consigo mismo en un proceso similar al propio antes de llegar a esa conclusión.

Ya sea que piensen que no debe dársele nunca una plataforma a alguien como Bannon o que Bannon y sus ideas deben ser confrontados en público siempre, pareciera que casi todas estas personas inteligentes y cultas, la crema y nata del mundo intelectual / cultural / periodístico norteamericano, creen seriamente que tienen toda la razón. Que cualquier análisis honesto y acucioso de la cuestión llevará necesariamente al mismo lugar al que ellos o ellas han llegado antes. Sin desvío ni dilación que valga.

Por supuesto, esto no es así.

Hay asuntos que no son debatibles, existen verdades que se nos muestran irrevocables a todos por igual, pero este no es ni por asomo el caso. Yo mismo, no sé ustedes, luego de haber leído todo lo que he ido reseñando y linkando en este post, sigo sin estar seguro de qué es lo correcto en un caso como este.

Pero, más allá de este episodio puntual, me interesa lo que esconde esa negativa a concederle legitimidad a la opinión discrepante del otro. Y más aun cuando, como en este debate concreto, el otro ni siquiera es otro.

Hay un detalle que no sé si han notado. Con la sola excepción de Bret Stephens, todos los otros polemistas que he citado cabrían dentro de esa definición de carpa amplia que en Estados Unidos se denomina «liberal» y que en español podríamos traducir como «progresista».

Pese a ello, un autor de la inteligencia de Malcolm Gladwell es incapaz de responder a una colega con otra cosa que no sea una ironía gruesa vía Twitter. Y una periodista tan brillante y experimentada como Margaret Sullivan opta por zanjar la discusión en una columna con un «no hay nada más que aprender [sobre Bannon y sus ideas]».

Cuando, créanme, existe evidencia y argumentos suficientes para defender, con matices, una y otra postura.

¿Por qué somos incapaces de conceder al otro ese beneficio de la duda, esa cortesía de los matices, incluso cuando como en este caso se trata de un otro tan cercano, un otro que podríamos ser nosotros mismos, un otro con el que tenemos muchísimas más ideas en común que ideas que nos separan?

Aquí, a riesgo de sonar cursi o, peor, de que mi prosa caiga en el abismo amelcochado y fraudulento de un coach holístico, me gustaría introducir un concepto que viene obsesionándome de un tiempo a esta parte: la empatía como herramienta intelectual, la empatía como herramienta para el conocimiento.

Empatía, en este contexto, no significa justificar el comportamiento ajeno o, ni siquiera, ponerse de acuerdo con ese otro. Empatía significa aquí que nos tomamos el trabajo de mirar al otro y reconocerle la posibilidad de estar en lo correcto o de estar equivocado, sin que esto suponga que su proceso de pensamiento es un error en sí mismo o que es un proceso viciado ya sea por la ignorancia o la deshonestidad intelectual. Aceptar que, así como creemos y defendemos que nuestras opiniones y decisiones están basadas en una reflexión honesta, las de otros –incluso o, sobre todo, cuando discrepamos con ellas– son fruto de un proceso similar. Esa actitud, creo, es indispensable ya no para entender sino siquiera para intentarlo.

Voy a poner un ejemplo para que se entienda bien a qué me refiero.

Hace unos diez días, el escritor Sergio del Molino publicaba este raro artículo en la revista digital CTXT.  En él, Del Molino contaba que en mayo había aceptado una invitación a ver una corrida de toros en la plaza madrileña de Las Ventas. En un inicio, ante la invitación, Del Molino le había dicho a su anfitrión que «no había ido a los toros en mi vida y que me tengo por antitaurino». Este, un periodista taurino y miembro de la Fundación Toro de Lidia, reaccionó de una forma que sorprendió al escritor:

Casi se relamió con la idea de enseñarle a un alma virgen los toros por primera vez. Lo comparó con llevar a alguien a ver el mar, estaba deseando ver mi reacción. Te invitamos para que luego cuentes lo que te dé la gana, me dijo, o no cuentes nada, pero creo que merece la pena que conozcas este mundo.

Acto seguido, Del Molino relataba la manera en que su curiosidad fue recibida por la gente de su entorno:

Con solo aceptar la invitación de Chapu ya tuve una discusión con mi madre, que se enfadó mucho conmigo. No sé qué se te ha perdido ahí, decía, ni qué curiosidad ni qué leches. Coincidía mi madre con algunos tuiteros y gente del Facebook, que me llamaron criminal y asesino cuando colgué una foto en la puerta de Las Ventas. Y aún no había ni entrado a la plaza.

Para seguir con la sorpresa, Del Molino cuenta que disfrutó mucho. Y se extiende en el debate interno que le suscitó ese disfrute:

Algunos de mis amigos más sensibles y cultos, cuya inteligencia y personalidad admiro, son aficionados taurinos y sienten de alguna forma y en algún grado esa visión [que los toros recuerdan que el ser humano es un depredador y que la única forma digna y valiente de afrontar su condición es mirar a los ojos a su presa antes de matarla]. Otros creen, como yo, que es un anacronismo que no tiene cabida en el mundo de hoy y que, inevitablemente, desaparecerá, pero asumen su contradicción: racionalmente les repugna; emocionalmente les fascina. Y lo entiendo: no hay ninguna otra expresión cultural en occidente que obligue a quien la presencia a hurgar en sus propios dilemas y a palparse las paradojas de una manera tan radical. Solo un fanático o un mentecato puede salir de una corrida igual que entró. Me resisto a creer que fue cosa mía. Chapu, como buen Mefistófeles, sabía dónde me metía y sabía qué estaba haciendo cuando me susurraba al oído su retransmisión personalísima del espectáculo. Sabía que me estaba llevando a un lugar incómodo. Sabía que me estaba inoculando un dilema que, aún hoy, meses después, no he resuelto.

En otro momento, Del Molino define, quizá sin querer, aquello que antes he llamado la necesidad de la empatía como herramienta intelectual:

Cuando doy una charla o tengo un acto literario y, en el turno de preguntas, alguien del público empieza disculpándose porque aún no ha leído mi libro, le suelo responder: mejor, así tendrá una opinión contundente de él, que la lectura no le ha estropeado. Es un chiste pero lo digo en serio: la forma más eficaz y definitiva de oponerse a algo es no conocerlo. Es muy difícil mantener una convicción firme sobre cualquier cosa una vez se ha visto la tal cosa de cerca. En lenguaje taurino –que ha aportado tantísimas expresiones coloquiales al castellano, la mayoría de las cuales ni siquiera suenan taurinas–, eso se llama ver los toros desde la barrera (es decir, lo que hice yo, literalmente).

Si Sergio del Molino puede acercarse a un mundo que le repugna visceralmente a él y los suyos y mostrar con esa transparencia los dilemas intelectuales y de sensibilidad que le ha planteando, si puede hacer uso de esa empatía en el esfuerzo por entender (y entenderse) mejor, ¿por qué nosotros no podemos extender esa empatía a discusiones muchísimo menos enconadas, a situaciones donde, de nuevo, las posturas en el fondo se encuentran mucho más cerca de lo que parece?

Con esto cierro.

No descubro nada si afirmo que The New Yorker ha sido una de las publicaciones que mejor y de forma más dura ha cubierto la presidencia Trump, y eso incluye la cobertura sobre Steve Bannon. Nadie en la industria duda de eso. Es un reconocimiento general entre periodistas. Aquí, por ejemplo, lo dice Isaac Chotiner, escritor de Slate y conductor del podcast I Have to Ask:

Me parece importante decir que la cobertura que The New Yorker ha hecho del gobierno Trump ha sido ejemplar, sobre todo debido a sus investigaciones, pero también por la ausencia de eufemismos en las páginas de Opinion. Resulta difícil pensar en una publicación que haya hecho un mejor trabajo, y eso incluye a The New York Times y The Washington Post.

Pero también lo reconocen –y premian– los lectores. La revista capitaneada por Remnick (que publicó el 9 de noviembre de 2016, al día siguiente de las elecciones, una columna excepcional sobre la victoria de Trump titulada «Una tragedia americana») consiguió en enero de 2017 un record de nuevas suscripciones: 100 mil. Un incremento de 300% con respecto al mismo mes en 2016.

Entonces, si todos, periodistas y lectores sabemos esto, no solo lo sabemos sino que lo celebramos, ¿por qué nos cuesta tanto entender que la reflexión inicial de David Remnick, el proceso de pensamiento que le hizo creer que invitar a Steve Bannon era una buena idea, no solo fue realizado en buena fe sino que podía ser correcto?

De la misma forma, ¿por qué nos cuesta tanto entender que una vez Remnick escuchó a sus lectores y colegas, decidió que era mejor dar marcha atrás sin que lo empujara ningún ánimo censor? ¿Por qué nos cuesta tanto entender que en asuntos complejos como este la única decisión 100% correcta, la única decisión infalible, es la que no se toma? ¿Por qué despachamos la discrepancia con tanta facilidad y desdén?

Hay otro periodista que ha debido lidiar con Bannon recientemente: el cineasta Errol Morris, quien ha dirigido un documental centrado en el ex asesor de Trump. Morris debió enfrentar las críticas de quienes lo acusaban de estar ofreciendo un altavoz a Bannon. Ante eso, respondió:

Si me preguntan si he batallado con la cuestión [de realizar o no el documental], la respuesta es sí. Si la pregunta es si sigo debatiéndome al respecto, la respuesta sigue siendo sí. Mi respuesta [a los cuestionamientos propios y ajenos] ha sido hacer esta película.

(…)

Si he hecho algo para ayudarnos a entender quién es, no quiero exagerar aquí pero creo que es un aporte importante. Es parte de lo que el periodismo debe hacer.

¿Es esto un error de parte de Morris? Podría serlo. Y su honestidad intelectual es tal que está dispuesto a aceptarlo.

Como decía Malcolm Gladwell en el último episodio de la estupenda tercera temporada de su podcast Revisionist History (el mismo Gladwell que párrafos arriba no podía evitar zanjar este complejísimo debate con una ironía simplona en Twitter), «lo más fácil del mundo es mirar esos errores y condenarlos. Es mucho más difícil mirar esos errores y entenderlos».

Ocurre, creo, que no terminamos de entender –incluso personas con la inteligencia y experiencia de Gladwell– que las redes sociales no son, hoy por hoy, el lugar apropiado para albergar este tipo de discusiones. Para apreciar la buena fe en la argumentación ajena y extender esa cortesía de los matices de la que hablaba antes. No están diseñadas para ello. De la misma forma que una mesa de ping pong no está diseñada para jugar al fútbol.

Si no entendemos eso y seguimos insistiendo en trasladar todas las discusiones ahí o, peor aún, insistimos en importar los códigos y reglas propios de las redes sociales a otras arenas, estamos condenándonos a discutir siempre con la raqueta en la mano, listos para lanzársela al otro a la cara a la primera discrepancia.

Estamos despojándonos del espacio y la calma necesarios para discrepar y llegar –o no– a algún tipo de acuerdo. Estamos permitiendo que el debate discurra siempre con los códigos propios de las redes sociales, que benefician la inmediatez y el efectismo, y penalizan la empatía y la reflexión.

Es absurdo, ¿no? Pero eso es lo que estamos haciendo. Y todos somos cómplices. Y, créanme, mientras más lo pienso, no veo por qué no somos capaces de dejar de hacerlo.

La incisiva y demoledora paciencia de Ryan Lizza

La noche del miércoles 26 de julio, el periodista Ryan Lizza, corresponsal en Washington D.C. de la revista The New Yorker, recibió una sorpresiva llamada. Al otro lado del celular se encontraba Anthony Scaramucci.

Como todos los que siguen la política norteamericana y los cada vez más abundantes y frecuentes escándalos de la presidencia Trump sabrán, el señor Scaramucci fue durante un brevísimo periodo -del 21 de julio al 31 de julio- el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca.

Scaramucci, conocido en el mundillo financiero de Wall Street como ‘Mooch’, es famoso entre la élite norteamericana por su estilo ampuloso, el cabello engominado, sus caros trajes a medida y los apretados nudos de sus corbatas. Como si cada detalle de su look y cada gesto fueran un homenaje a Gordon Gekko, el operador de bolsa que Michael Douglas interpretó en Wall Street y personificó los excesos del yuppismo de los años 80.

Screen Shot 2017-08-01 at 7.59.51 AM
Imagen con que The New Yorker ilustró el artículo de Ryan Lizza

Unas horas antes de la ahora famosa llamada, el reportero de The New Yorker había tuiteado que, según dos fuentes con conocimiento del hecho, el presidente Trump estaba cenando con Scaramucci, un ex ejecutivo de Fox News y Sean Hannity, presentador estrella del canal favorito de los conservadores norteamericanos.

A Mooch el tuit no le hizo ninguna gracia.

Así relata Lizza el inicio de la conversación con Scaramucci:

«¿Quién te filtró eso?», me preguntó. Le dije que no podía darle esa información. Me respondió amenazando con despedir a todo el personal de comunicaciones de la Casa Blanca. «Lo que voy a hacer es, voy a eliminar a todos en el equipo de comunicaciones y empezar de cero», dijo. Me reí, pensando si en realidad creía que una amenaza como esa iba a convencer a un periodista de revelar su fuente. Continuó presionándome y quejándose del equipo de gente que había heredado en su nuevo puesto. «Le he pedido a estos chicos que no filtren nada y no pueden comportarse», dijo. «Tú eres un patriota, esta es una catástrofe seria para el país americano. Así que te estoy pidiendo como patriota americano me digas quién te filtró la información».

A partir de ahí, el tono del monólogo de Mooch siguió subiendo, o cayendo, depende de cómo lo mire uno. Esta es solo una selección de las citas que Ryan Lizza obtuvo, cortesía de Scaramucci:

«Yo no soy Steve Bannon [el todopoderoso asesor del Presidente Trump], no estoy intentando chuparme mi propio pene. No estoy intentando construir mi propia marca a costa de la puta fortaleza del Presidente. Yo estoy aquí para servir al país»

«Lo que quiero hacer es matar a los putos filtradores, y quiero recuperar y poner la agenda del Presidente en marcha para así poder tener éxito por el pueblo americano»

«Ok, Mooch llegó hace una semana. Voy a limpiar todo esto muy rápidamente, ¿ok? Porque ya pillé a estos tipos. Tengo huellas digitales, a través del FBI y el puto Departamento de Justicia, de todo lo que han hecho»

«Voy a despedir a todos. Ya despedí a uno el otro día. Mañana despediré a tres o cuatro más. Voy a averiguar quién te filtró eso. A Reince Priebus -por si quieres filtrar algo- se le pedirá que renuncie muy pronto»

«Reince es un puto esquizofrénico paranoide, un paranoico»

«Sí, déjame ir, porque tengo que empezar a tuitear alguna mierda que vuelva loco a este tipo [en alusión a Priebus]»

En efecto, luego de colgar el teléfono con Lizza, Scaramucci lanzó un tuit acusando a su rival en la Casa Blanca, Reince Priebus, de filtrar su declaración financiera y amenazándolo con llevarlo ante el FBI y el Departamento de Justicia:

27-scaramucci-tweet.nocrop.w710.h2147483647.2x
«A la luz de la filtración de mi declaración financiera, lo que constituye un delito. Me contactaré con el FBI y el Departamento de Justicia #swamp @Reince45»

Un par de horas después, Mooch borró el tuit y publicó otro en el que señalaba que se le había malinterpretado. No estaba acusando y amenazando a Priebus, sino haciendo saber a los responsables de las filtraciones que todos los altos oficiales de la Casa Blanca estaban colaborando para acabar con ellas:

Ambos tuits se hicieron virales y se convirtieron en la comidilla de los periodistas políticos americanos, que pasaron buena parte de la noche discutiendo en Twitter y en televisión lo dicho por el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Todos, menos uno.

Lo único que Lizza dijo esa noche sobre el escándalo desatado por Mooch en Twitter que podía indicar que tenía más información que la disponible para el resto de sus colegas fue esto:

«Por si hay alguna ambigüedad en el tuit de Scaramucci, puedo confirmar que este quiere que el FBI investigue a Reince for la filtración»

Nada más.

A la mañana siguiente, Lizza apareció en CNN, donde es colaborador habitual, para comentar el Twitter drama de Scaramucci. Mientras hablaba el reportero de The New Yorker, Mooch volvió a hacer gala de su incontinencia telefónica y llamó al programa. Así lo cuenta Lizza:

«Mientras hablaba sobre Scaramucci, llamó al programa e hizo alusión a nuestra conversación y cambió su historia sobre Priebus. En lugar de decir que estaba intentando exponer a Priebus como responsable de las filtraciones, dijo que la razón por la que lo mencionó en el tuit que luego borró fue porque quería trabajar junto a Priebus para descubrir a los filtradores»

A las 7:47 am, el reportero anunció en Twitter que publicaría una nota en newyorker.com acerca de lo ocurrido en las últimas 12 horas:

La nota con la que empecé este post no se publicó hasta poco antes de las 4:00 pm. Fue recién entonces que todos pudimos enterarnos de la encendida conversación que el periodista había mantenido con Anthony Scaramucci, Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, la noche anterior.

O sea, casi 24 horas después. Fue recién ahí que todos pudimos leer las «floridas» declaraciones de Scaramucci, que cuatro días después le costarían el puesto.

¿Qué es lo que hizo que Lizza aguardara casi un día para revelar la bomba que tenía entre manos?

Hay dos líneas en su texto que nos dan una idea. Luego de la cita sobre Steve Bannon, recordemos, aquella en la que Mooch habla de autofelación, Lizza escribe, entre paréntesis: «Bannon declined to comment». (Bannon rehusó comentar)

Un par de párrafos antes, luego de reproducir la diatriba de Scaramucci acerca de su némesis Reince Priebus, el reportero de The New Yorker escribe, de nuevo entre paréntesis: «Priebus did not respond to a request for comment». (Priebus no respondió a una solicitud de réplica)

En estos tiempos de redes sociales y ciclo noticioso minuto a minuto, cualquier otro periodista habría tuiteado de inmediato para aprovechar la exclusiva. O, en el mejor de los casos, hubiera tardado unos cuantos minutos en escribir un artículo a toda prisa para publicarlo cuanto antes.

Sobre todo si tiene entre manos unas declaraciones así de explosivas de boca de un oficial del rango del Director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Por si tienen alguna duda aún de la magnitud del on-the-record que consiguió Ryan Lizza, echen un vistazo a este tuit de David Grann, uno de los periodistas más respetados de The New Yorker:

«Ryan Lizza ha obtenido mejores citas en esa sola historia que las que yo he conseguido en toda una vida como reportero», dijo Grann.

Pero Lizza decidió respetar el proceso. Hizo lo que un reportero debe hacer, aun cuando nos hayamos acostumbrado a que casi nadie lo haga. Llamó a las personas mencionadas y les pidió una réplica. Se sentó, escribió, editó, hizo las llamadas, esperó y casi un día después publicó.

El periodismo, por mucho que les pese a tantos, no se hace en vivo y en directo. El periodismo, hoy muchos olvidan, requiere cuando menos de una pausa para procesar la información y realizar las comprobaciones necesarias.

La paciencia y pulcritud de Lizza (y sus editores) no solo produjo un artículo memorable, sino que tuvo premio para The New Yorker. La nota ha sido un éxito gigantesco para la web de la revista. Aquí unos datos que menciona un artículo del site Recode, facilitados por la oficina de PR de The New Yorker:

  • El artículo de Ryan Lizza generó 4,4 millones de visitantes únicos, lo que la convierte en la nota más leída de la web en lo que va de año.
  • Produjo también 1,7 millones de entradas en las distintas plataformas de redes sociales, y un tráfico de 100 mil visitantes simultáneos durante las primeras horas de su publicación en NewYorker.com.
  • Aún más importante para la revista, cuyo modelo de negocio depende de los suscriptores, el artículo ha atraído nuevos abonados. Aun cuando la publicación no especificará cuántos nuevos suscriptores ha generado el artículo,  sí señala que «han visto un incremento de 92% en el promedio diario de nuevas suscripciones de julio».

Además, como explicaba al inicio, el artículo le costó a Scaramucci el puesto.

Esto último puede, lastimosamente, contribuir a perpetuar un antiguo malentedido del oficio periodístico. Como he dicho ya en alguna ocasión, un error habitual de los periodistas es pensar que su trabajo es poner o quitar presidentes. Ese error nace -o al menos ha sido cimentado- con una pésima lectura e interpretación de ese mito fundacional que es Todos los hombres del presidente.

ATPM-Cast

Para muchos periodistas -créanme, he discutido sobre este asunto hasta el hartazgo- la lección de esa película es que nuestro oficio tiene el poder, qué digo poder, el deber de tumbarse hombres poderosos. Ese, parecen creer, es nuestro trabajo y a lo que debemos dedicar la mayoría de nuestros esfuerzos. Y, por supuesto, no es así. Hay diferencias importantes entre entender el oficio periodístico como el de un contralor del poder y entenderlo como el de un justiciero. Entre otras, la diferencia que implica respetar el proceso y la ética del oficio o no hacerlo.

600_449630730
Portada de la primera edición del libro de Bob Woodward y Carl Bernstein

Es una pena que cuando los periodistas ven Todos los hombres del presidente (o leen el libro) lo que les quede es ese relato épico de «oh, dos periodistas se tumbaron al presidente», en lugar de fijarse en el complejo y tedioso proceso de investigación, verificación y edición que muestra la película. Y eso que la película tiene un mérito enorme a la hora de mostrarlo sin aburrir al espectador. Pocas películas son capaces de eso. Otra de las pocas que lo ha logrado fue Spotlight.

Parece que ningún periodista recuerda que Dustin Hoffman (Carl Bernstein) se pasa parte de la película reescribiendo lo que tipea Robert Redford (Bob Woodward), ni que Jason Robards (Ben Bradlee) no deja de repetirle a ambos que lo que tienen es insuficiente y deben seguir investigando.

Está bien que para la gente de a pie la leyenda de Watergate sea sobre cómo el Washington Post y Woodward y Bernstein se tumbaron a Nixon, pero para nosotros la lección debería ser otra.

Ojalá que la lección que saquemos del episodio entre Ryan Lizza y Anthony Scaramucci sea, esta vez, la correcta.

ACTUALIZACIÓN

El 3 de agosto, una semana después de publicar el artículo en el que Ryan Lizza relata su conversación con Anthony Scaramucci, The New Yorker posteó un episodio de su podcast Radio Hour, en el que, además de publicar por primera vez fragmentos del audio de la famosa llamada telefónica, Lizza discute lo ocurrido junto al editor de The New Yorker, David Remnick. Pueden escucharlo aquí.

La mayor parte del diálogo con Remnick es un análisis sobre lo terriblemente disfuncional que es la Casa Blanca en manos del Presidente Donald Trump. Pero en la charla Lizza también explica de forma breve qué hizo una vez colgó el teléfono con Scaramucci, así como una parte del proceso de confección de su artículo. Habla además de lo que significa un «off the record«. Es una delicia, en serio:

«Descargué el audio de mi grabadora, le puse al archivo en mi computadora el nombre ‘Entrevista demente con Scaramucci’, y después comencé a pensar seriamente cuál era el valor noticioso aquí. Si había algunas reglas básicas acordadas. Cuando uno tiene una conversación así con el Director de Comunicaciones de la Casa Blanca, se acuerdan unas reglas. Pero no hubo ningún acuerdo. El ‘off the record‘ y el ‘esto es información de contexto, no me puedes citar directamente’ (background) son negociaciones entre la fuente y el periodista. Tiene que haber una oferta, ‘hey, quiero hablar contigo pero debe ser off the record, ¿te parece bien?’, y el periodista debe estar de acuerdo. Eso no ocurrió aquí. Y se lo dije, al día siguiente cuando lo llamé para decirle que íbamos a publicar esto, le dije ‘tú hablas en representación de la institución más poderosa del mundo, estas conversaciones se presume que son on the record, y has dicho cosas extremadamente relevantes desde el punto de vista noticioso'»

Me voy a quedar con este fragmento, que explica con un poder de síntesis estupendo cuándo aplica y cuándo no el muchas veces malentendido off the record:

El ‘off the record’ y el ‘esto es información de contexto, no me puedes citar directamente’ (background) son negociaciones entre la fuente y el periodista.

ACTUALIZACIÓN

El domingo 6 de agosto, la columna The Ethicist de The New York Times traía unas cuantas líneas que creo sirven como corolario perfecto a esta historia. Kwame Anthony Appiah, responsable de la columna, respondía a un(a) estudiante que preguntaba si, debido a su condición de víctima de violación, debía aceptar una oportunidad de trabajo en Ruanda para investigar las consecuencias de la violencia sexual de comienzo del genocidio de 1994.

«Es una oportunidad increíble -decía el/la estudiante- pero me preocupa que el hecho de ser superviviente de violación cree un sesgo en mi trabajo». Appiah respondía:

«Lo que hace objetiva a la ciencia no es la objetividad de los científicos. Son los procedimientos de recolección, interpretación y cuestionamiento de datos y teorías producidos por seres humanos falibles».

Lo mismo puede decirse del periodismo. Y ahí es que radica la importancia de respetar el proceso, el método. Como hizo Ryan Lizza.

Hat tip a Arcadi Espada que vio y llamó la atención sobre esas líneas de Kwame Anthony Appiah en su blog de El Mundo.

P.D.: Intenté comunicarme con Lizza para preguntarle por qué había aguardado casi un día para publicar su exclusiva y para consultarle por el proceso de escritura, verificación y edición de su artículo. Lastimosamente no obtuve respuesta.

P.D. 2: En realidad, como he intentado explicar en este artículo, todo lo que uno puede aprender está ya en la nota del 27 de julio, disponible para todo aquel que quiera leer con atención.

La verdadera muerte de Kitty Genovese

La historia norteamericana del siglo XX cuenta con una serie de asesinatos sin los cuales no sería posible entenderla. Asesinatos que marcaron a la sociedad estadounidense y abrieron debates profundos cuyos efectos pueden rastrearse aún en la cultura y conversación pública. Para hablar solo de mitad de siglo en adelante: el asesinato de JFK; el asesinato de Martin Luther King Jr; el asesinato de Bobby Kennedy; los asesinatos cometidos por la secta de Charles Manson; el asesinato de Nicole Brown por el que, contra casi toda evidencia, no se condenó a O.J. Simpson. Acerca de ellos se han escrito innumerables libros, novelas y obras de no ficción; se han filmado decenas si no centenares de películas y documentales.

A esos crímenes hay que sumar uno que además de tener efectos palpables –según algunos especialistas fue debido a él que se terminó de implementar y popularizar el número 911 de emergencias a nivel nacional– y seguir siendo reexaminado y produciendo debate, tiene una característica fundamental, que lo distingue de los arriba mencionados: no involucró a ningún personaje famoso. Pese a ello, el nombre de la víctima es todavía hoy reconocible casi para cualquier norteamericano.

En la madrugada del 13 de marzo de 1964, una joven de 28 años llamada Kitty Genovese volvía a su casa del trabajo conduciendo un Fiat rojo. Genovese se estacionó en un parking de la estación de tren a escasos 30 metros de la puerta de su edificio. Mientras recorría esa distancia fue asaltada por un sujeto armado con un cuchillo. Genovese corrió, pero el asaltante logró alcanzarla y le asestó dos puñaladas en la espalda. Genovese gritó, un vecino la escuchó, abrió su ventana y pegó un grito: “¡Deja a esa chica en paz!”. El atacante huyó y Genovese, herida, caminó hasta el vestíbulo de su edificio donde se recostó. Minutos después su atacante regresó, la violó y volvió a apuñalarla. Genovese moriría poco después de que su victimario escapase por segunda vez.

410118

Dos semanas después, el 27 de marzo, The New York Times publicó un extenso artículo sobre el caso en portada, firmado por el periodista Martin Gansberg, que empezaba así: “Durante media hora, 38 ciudadanos respetables y respetuosos de la ley en Queens vieron como un asesino acechó y apuñaló a una mujer en tres ataques distintos en Kew Gardens. En dos ocasiones el sonido de sus voces y el inesperado brillo de las luces de sus habitaciones lo interrumpieron y espantaron. En cada ocasión, regresó, encontró a su víctima y volvió a apuñalarla. Ni una persona telefoneó a la Policía durante el asalto; un testigo llamó luego de que la mujer hubiera muerto”.

Todo el impacto, influencia y controversia que la historia del asesinato de Kitty Genovese ha generado en los últimos 50 años en Estados Unidos son atribuibles a esas pocas líneas. El problema es que casi todos los hechos que relatan son falsos.

Si usted tiene una suscripción a Netflix, una debilidad por las historias de crímenes reales e interés por el periodismo, le recomiendo que vea un documental llamado The Witness. La película sigue a Bill Genovese, el hermano menor de Kitty, quien dedicó varios años de su vida a desentrañar la verdadera historia de lo ocurrido con su hermana.

Este es el tráiler del documental:

El trabajo de Bill Genovese y James D. Solomon, el director de la película, no es el único ni el primero en revisar el caso y señalar las muchas inconsistencias del que, tras la cobertura de The New York Times, se convertiría en el relato oficial. De hecho, el mismo The New York Times ha revisado y admitido sus errores en varias ocasiones. Pese a ello, en la cultura popular y el inconsciente colectivo la historia de lo que pasó con Kitty Genovese sigue siendo la que apareció en la portada del 27 de marzo de 1964. Para comprobarlo echen un vistazo al episodio 7 de la quinta temporada de Girls, ‘Hello Kitty’, donde los personajes de la serie asisten a una dramatización del asesinato de Kitty Genovese escrita por uno de ellos.

1-z8l_OKCySxIdMUFW68_d8Q
La cobertura del caso Kitty Genovese en The New York Times los días 14 y 27 de marzo de 1964.

En The Witness Bill Genovese conversa con todas las personas involucradas en la muerte de su hermana que pudo encontrar vivas y descubre cosas tremendas. Por ejemplo, que dos vecinos llamaron a la Policía durante el ataque, pero sus pedidos de auxilio fueron ignorados al principio. O que, cuando finalmente una ambulancia llegó, su hermana Kitty se encontraba en los brazos de una vecina y amiga, quien relata el episodio ante la cámara con lágrimas en los ojos. Kitty Genovese no murió sola en la calle, como dijo originalmente ese artículo de The New York Times; de hecho, murió en la ambulancia camino de un hospital, atendida por médicos, gracias a que sus vecinos pidieron ayuda.

Estos descubrimientos suponen un shock brutal para Bill, cuya vida entera ha estado condicionada por lo ocurrido con Kitty. En la película lo vemos ir de un lado a otro en silla de ruedas porque a los 19 años perdió ambas piernas durante la guerra de Vietnam. En un momento particularmente dramático, cuando ya conoce los hechos que contradicen la versión oficial, Bill cuenta a la cámara que la razón por la que se alistó en el ejército fue que sentía que no le era posible permitirse la indiferencia que, creía, le había costado la vida a su hermana. La rebelión ante esa supuesta indiferencia le costó a él las piernas.

La escena más perturbadora del documental tiene lugar cuando Bill Genovese visita a A.M. Rosenthal, antiguo editor del New York Times, responsable de la cobertura del caso y autor de un libro titulado Thirty-Eight Witnesses: The Kitty Genovese Case, que se convirtió en un bestseller y ayudó a cimentar la carrera de Rosenthal como uno de los hombres más influyentes en la historia de la prensa norteamericana. Rosenthall publicó su libro el mismo 1964, a los pocos meses de colocar el asesinato de Genovese en la portada de The New York Times.

06Insider-Kitty-01-master768
El libro que A. M. Rosenthal publicó pocos meses después del asesinato de Kitty Genovese.

En palabras del crítico de The New Yorker Nicholas Lemann -quien revisó el caso en 2014 a propósito de un par de libros publicados con motivo del 50º aniversario- Rosenthal es el responsable de que “este crimen, solo uno de los 636 asesinatos que tuvieron lugar en Nueva York ese año, se convirtiera en una obsesión americana”.

Cuando Bill Genovese lo visita, le pregunta de dónde sacó la cifra de 38 testigos que vieron morir a su hermana sin hacer nada y si fue un número de alguna forma inventado para crear impacto. Rosenthal, que moriría en 2006, no mucho después de la entrevista, se incomoda y responde con un rotundo “¡No!”. Pero segundos después continúa y dice: “No puedo jurar por Dios que hubo 38 personas, hay quienes dicen que hubo más, otros que fueron menos, pero lo que es verdad es que gente de todo el mundo se vio afectada por el caso”.

Voy a repetir esa última parte: «lo que es verdad es que gente de todo el mundo se vio afectada por el caso». La respuesta de Rosenthal me recuerda a una famosa frase de Ryszard Kapuscinski, el reportero polaco que fue elevado a los cielos por lectores y colegas como el mejor periodista del mundo incluso antes de su muerte en 2007, tras la cual se convirtió en algo así como el santo patrono de los periodistas con aspiraciones literarias. Kapuscinski tituló uno de sus libros ‘Los cínicos no sirven para este oficio’, y la frasecita ha sido convertida en mantra por sus acólitos.

cinicos

Como sabemos por el libro Kapuscinski Non-Fiction, de Artur Domoslawski, periodista, amigo y antiguo discípulo de K, el autor de Ébano y El Shah fue además de un estupendo narrador de historias, un poco escrupuloso reportero que no tenía empacho alguno en tergiversar hechos para adornar sus relatos.

Kapuscinski-non-fiction

El antiguo editor de The New York Times A.M. Rosenthal y Kapuscinski son ejemplares perfectos de aquellos que entienden el periodismo como una suerte de misión de ayuda humanitaria, convencidos por su superioridad moral de que el trabajo del periodismo es cambiar –o, peor aun, salvar– el mundo.

Tan convencidos –y ensimismados– llegan a estar de su misión que, incluso siendo periodistas brillantes y reporteros experimentados, dejan de lado sin asomo de vergüenza o contrición el principal compromiso de un periodista: relatar hechos ciertos.

Si se piensa bien, en realidad los que no sirven para este oficio no son los cínicos sino los que mienten a sabiendas y se justifican a sí mismos con frasecitas de autoayuda. Y lo hacen sin pensar que, lejos de salvar el mundo, el trabajo de un periodista tiene siempre consecuencias más pedestres. Consecuencias mucho más terrenales, y a veces terribles, como las piernas perdidas por Bill Genovese en Vietnam.

*Una versión anterior de este texto apareció como columna en Perú21.

El ilustrador peruano que no publicó en The New Yorker

El sábado 22 de julio, la revista Somos del diario El Comercio publicó un artículo sobre el artista peruano Cristhian Hova, quien, decía la nota: «ha ilustrado cuatro portadas alternativas de películas de Marvel, 11 para DC Comics y una para Century Fox. Además, tres tapas para la revista The New Yorker».

Fue esto último lo que me llamó la atención. Yo he visto el trabajo de Hova antes. He sonreído, como muchos, ante el nostálgico y sutil sentido del humor de la que debe ser su obra más conocida: Helado Oscuro, un retrato de Darth Vader sosteniendo una paleta negra de helado -un Jet de D’onofrio para los peruanos- mordisqueada en la mano derecha.

a70f11a031ed5c96357fd24c7cdde2fd.jpg

De hecho, como buen fanático de Batman, tengo uno de sus afiches homenaje al Caballero de la noche. Pero, además, soy subscriptor de The New Yorker desde hace años. Al igual que mi esposa, Elda Cantú, que fue quien me mostró el artículo sobre el ilustrador peruano que hacía portadas de nuestra revista favorita. Snobs, nosotros, nos dijimos: ¿Cómo es posible que un artista peruano haya publicado no una sino varias veces en The New Yorker -portadas, de hecho- y no nos hayamos dado cuenta?

En el artículo de Somos un recuadro indicaba que «Este año, por medio de un ilustrador de The New Yorker que conoció, la revista lo contactó para que produzca algunas portadas. A la derecha, Donald Trump protagonizó alguna de ellas».

La «portada» en cuestión es esta:

ruhbn11icg8e9bagnizy.png

No recordaba haber visto nunca esa imagen en The New Yorker, y mucho menos en portada, así que de inmediato fui al archivo digital de la revista. Había algo familiar en la ilustración, además del trazo de vectores que ha hecho reconocible el trabajo de Hova, pero en ese momento todavía no sabía qué. En el archivo del New Yorker revisé todas las portadas de la revista entre 2016 y 2017, un total de 75, ninguna de las cuales mostraba la ilustración del artista peruano. Había una, publicada en el número del 23 de enero de 2017, con motivo de la toma de poder de Trump, que tenía un vago parecido temático. Aun cuando el trazo de su autor, Barry Blitt, no tiene ninguna semejanza con el de Cristhian Hova:

blitt.car-final.gif

Intrigado, me fui a revisar la página pública de Facebook de Hova, a ver si había algún error y la ilustración en cuestión había aparecido en alguna otra página de The New Yorker. De ser así, seguramente el ilustrador había compartido en sus redes sociales la página correcta. Ahí encontré esto:

Screen Shot 2017-07-24 at 7.21.24 PM.png

La ilustración, entonces, según esa imagen compartida por Cristhian Hova en su página de Facebook, no había sido portada sino que había ilustrado un artículo en las páginas interiores de la versión impresa. Un artículo escrito por Jeffrey Frank y titulado Trump Can’t Stop Himself. Para cualquiera familiarizado con el diseño de The New Yorker, esa página resulta extraña. No se parece en absoluto a la icónica y clasicista maqueta de la revista.

De todas formas, busqué el artículo en el archivo digital. Nada. No existía. Lo siguiente fue buscar artículos de Jeffrey Frank sobre Trump en newyorker.com. Ahora sí. El artículo existía, solo que nunca se publicó en la revista impresa. Apareció en una sección de la web llamada Daily Comment, donde distintos autores escriben textos cortos comentando noticias del día.

Esta es la cabecera del artículo de Jeffrey Frank, como apareció publicado el 14 de marzo de 2017 en la página web de The New Yorker:

20170724_200946

La imagen que ilustra la nota es una fotografía de Al Drago, fotógrafo de The New York Times, y, como cualquiera puede ver, no un trabajo de Cristhian Hova. Este hallazgo hizo que me sumergiera de lleno en la página de Facebook de Hova y en su cuenta de Instagram, a la que también había llegado buscando la dichosa portada de The New Yorker. En Somos hablaban no de una portada, sino de tres. No tuve que buscar mucho más. Las redes sociales de Hova son pródigas en muestras de su trabajo.

El 16 de marzo, el ilustrador compartió esta imagen en su cuenta de Instagram:

Screen Shot 2017-07-25 at 9.28.17 AM

Al parecer, otro trabajo suyo había aparecido en las páginas de The New Yorker. De hecho, en una entrevista aparecida en la sección postdata del diario El Comercio el viernes 7 de abril de 2017, el periodista Renzo Giner Vásquez dice lo siguiente: «El año pasado uno de sus dibujos acompañó la nota que hizo The New Yorker tras la muerte de David Bowie y en marzo de este año volvieron a recurrir a él para graficar al presidente Donald Trump». A continuación, Giner Vásquez le pregunta al artista: «¿Cómo te contactó The New Yorker?», a lo que Hova responde: «A través de una agencia con la que trabajo. Yo solo hice el dibujo y ellos se encargaron de todo». El mismo ilustrador compartió ese día la entrevista en su cuenta de Instagram:

Screen Shot 2017-07-25 at 10.23.35 AM.png

Una vez más, hay algo muy extraño en esa página de The New Yorker ilustrada con una imagen de David Bowie obra de Hova. La maqueta dista bastante del estilo clásico de la revista. Así que volví a newyorker.com. Bastó buscar el titular de la nota publicitada por Hova en su Instagram para llegar al artículo original:

Screenshot_20170725-111346

Es una nota de la periodista Sarah Larson, corresponsal de Cultura de newyorker.com, que no se publicó en la versión impresa de la revista ni fue ilustrada con el trabajo del artista peruano. Pero no sólo eso. La primera línea del artículo posteado por Hova en Instagram dice: «This was not supposed to happen», mientras que la nota de Larson empieza así: «Like many of us who adored David Bowie, I’ve had his music in my head lately».

¿De dónde había salido esa primera línea? Una vez más, Google tenía la respuesta. Una sencilla búsqueda me llevó a otro artículo publicado en la web de The New Yorker, esta vez obra del crítico de arte de la revista, Hilton Als, titulado Postscript: David Bowie, 1947-2016. Esta es la cabecera de la nota, una vez más, publicada únicamente en la página web de The New Yorker:

Screenshot_20170725-113242

Y este es su primer párrafo, de donde sale la primera línea de la página publicada por Hova en su cuenta de Instagram:

Screen Shot 2017-07-25 at 11.33.39 AM

Alguien, no podía saber quién pero tenía una sospecha, había fabricado esa otra página de The New Yorker, cogiendo un titular de aquí, un arranque de artículo de allá, y pegando una ilustración obra de Cristhian Hova.

La supuesta relación del ilustrador, siempre según sus redes sociales y sus declaraciones en entrevistas (y los crédulos periodistas que las repetían sin verificación alguna), con The New Yorker no quedaba aquí. El 16 de abril de 2017, Hova posteaba esta nueva página en su cuenta de Facebook:

Screen Shot 2017-07-25 at 12.01.47 PM

A diferencia de los otros artículos, este relato de Stephen King sí había sido publicado en las páginas de la revista impresa de The New Yorker. Apareció en el número del 9 de marzo de 2015 y fue ilustrado de esta manera:

Screen Shot 2017-07-25 at 12.17.25 PM

La ilustración pertenece al artista Jon Gray, no a Cristhian Hova. La siguiente página, donde comienza el texto del relato, es esta:

Screen Shot 2017-07-25 at 12.20.35 PM

De hecho, en la entrevista de El Comercio de abril de este año, el periodista Renzo Giner Vásquez señala que la primera colaboración de Hova con The New Yorker fue la imagen que «acompañó la nota que hizo The New Yorker tras la muerte de David Bowie». Bowie murió el 10 de enero de 2016, así que, según el relato del periodista y del propio Hova, es imposible que el artista haya realizado una ilustración en The New Yorker para un relato que se publicó casi un año antes, en marzo de 2015. Las fechas, además de la maqueta de las páginas, el archivo de la revista impresa, las notas de la página web y demás evidencia, no cuadran.

Como tampoco cuadra esta otra supuesta página de The New Yorker que Hova publicó en sus cuentas de Facebook e Instagram hace poco más de un mes, el 2 de junio de 2017:

Screen Shot 2017-07-25 at 12.06.34 PM

De nuevo, el artículo que se supone ilustra la imagen del artista peruano, escrito por John Cassidy y titulado «Donald Trump’s ‘Screw You’ to the World», fue publicado únicamente en la página web de la revista, nunca en la versión impresa:

Screenshot_20170725-125437

Y, una vez más, había sido ilustrado con una fotografía y no con una obra de Cristhian Hova, como mostraba la página que el artista había posteado en sus redes sociales.

A través de un amigo periodista que trabaja en The New Yorker, me comuniqué con Genevieve Bormes, asistente editorial de la editora de Arte de la revista. En un email le envié las imágenes con ilustraciones de Hova que él mismo había posteado en sus redes sociales y le pregunté si podía confirmarme que esos trabajos habían sido encargados y publicados en la revista o no. Un par de horas después, Bormes respondió: «Hasta donde tengo conocimiento -la expresión en inglés es ‘To the best of my knowledge’, una formalidad habitual en las comunicaciones oficiales-, puedo afirmar que este artista no tiene relación alguna con The New Yorker ni con sus portadas».

Con esa confirmación, decidí ponerme en contacto con los periodistas de Somos y El Comercio, que habían escrito o editado artículos sobre la obra de Cristhian Hova en los que se mencionaban las portadas que supuestamente había hecho para The New Yorker.

Primero llamé a Rafaella León, editora de Somos, para contarle lo que había encontrado y preguntarle si ellos, en la revista, habían realizado algún tipo de comprobación. León respondió que no. A continuación me explicó que Cristhian Hova había ido a la entrevista acompañado de dos personas de la agencia de comunicación con la que trabaja, que la revista recibió un USB con el dossier del artista y ellos dieron por bueno todo lo que afirmaba. «Fue un acto de fe», me dijo León cuando insistí y le pregunté si en ningún momento se les había cruzado por la cabeza verificar si en efecto el trabajo del ilustrador había aparecido en The New Yorker.

Luego de hablar con León, llamé a Renzo Giner Vásquez, autor de la entrevista publicada en abril de 2017, quien había escrito: «El año pasado uno de sus dibujos acompañó la nota que hizo The New Yorker tras la muerte de David Bowie y en marzo de este año volvieron a recurrir a él para graficar al presidente Donald Trump». Giner se mostró tan sorprendido como Rafaella León cuando le comenté lo que había encontrado. Le pregunté de dónde había sacado que The New Yorker había publicado ilustraciones de Hova. A lo que respondió de inmediato: «Me lo dijo él. Y estaba en la nota de prensa cuando me ofrecieron la entrevista». Así que repregunté: ¿En ningún momento verificaste si en efecto se habían publicado? «No», me dijo Giner.

Después de esto, hablé con la autora de la nota en Somos, Brunella Vásquez. Su editora, Rafaella León, me facilitó su número de teléfono. Cuando me comuniqué con ella, Vásquez me dijo que León le había contado lo ocurrido. Después de hablar con su editora, me dijo, llamó a la responsable de la agencia y le explicó lo que pasaba. «Ella está haciendo todas las averiguaciones del caso», me dijo Vásquez. Una vez más, como había hecho con León y Giner, le pregunté a Vásquez si en algún momento se le había ocurrido verificar si lo que decía Cristhian Hova, que The New Yorker había publicado varias portadas realizadas por él, era cierto. Al igual que sus colegas, Vásquez me dijo que no.

Ni bien colgué con Vásquez, llamé a la responsable de la agencia de relaciones públicas que maneja la comunicación de Cristhian Hova para solicitarle que me contactara con él. Le dije que Brunella Vásquez, de Somos, me había dicho que la había llamado antes y explicado la razón de mi interés. La responsable, que me pidió que no mencionara su nombre, me explicó que ella se había sorprendido también y que había hablado con Hova para exigirle que le explicara qué estaba ocurriendo. Las respuestas que le dio, que una supuesta galería de arte en Estados Unidos le había solicitado realizar unas ilustraciones para homenajear portadas de The New Yorker, con consentimiento de la revista, no la convencieron y su agencia había decidido ya terminar la relación laboral con el artista.

Cuando le pedí que me pusiera en contacto con él, me dio su teléfono y me dijo que le había recomendado que aceptara conversar conmigo y, sobre todo, que tuviera a mano el supuesto email o recibo o lo que fuera que comprobaría el pedido de la galería. «Porque si no aclara esto resulta que le ha mentido hasta al curador de su exposición en Índigo, donde hay una línea de tiempo que señala que ha publicado trabajos en The New Yorker», me dijo.

La explicación, por supuesto, resulta bastante improbable. Sobre todo cuando desde el mismo The New Yorker, recordemos, la asistente editorial de la editora de Arte señala que: «hasta donde sé, puedo afirmar que este artista no tiene relación alguna con The New Yorker ni con sus portadas». Y cuando las páginas fabricadas que Cristhian Hova publicó en sus redes sociales no corresponden a portadas sino a supuestas páginas interiores de la revista.

Las publicaciones de Cristhian Hova en The New Yorker no son el único caso sospechoso que he podido desenredar echando un vistazo a sus redes sociales, haciendo uso de Google y redactando unos cuantos emails y mensajes de Facebook messenger.

El 27 de marzo, Hova publicó en su página de Facebook esta imagen:

Screen Shot 2017-07-24 at 10.54.39 AM.png

Pero si uno descarga la imagen de Gallagher sosteniendo el cuadro y realiza una búsqueda en Google Images, se encontrará con que la foto ha sido modificada, tomando como base esta otra:

Screen Shot 2017-07-25 at 3.04.17 PM.png

El 19 de marzo, Daniel Pitts, un artista inglés residente en Manchester, compartió en sus varias redes sociales la imagen de Liam Gallagher sosteniendo un cuadro pintado por él. El cuadro era un homenaje a la portada del soundtrack de la película Quadrophenia. Luego de encontrar la imagen, contacté a Pitts a través de Facebook messenger. Me respondió de inmediato.

Antes de explicarle la razón de mi mensaje, le pregunté si podía decirme cuándo, dónde y quién había tomado la foto de Gallagher sosteniendo su cuadro que estaba en su página de Facebook. Pitts me dijo que la foto fue tomada el 17 de marzo por una amiga suya que conoce a Liam Gallagher y que le habló al músico del trabajo del pintor. O sea, 10 días antes de la primera publicación de Hova. Digo primera porque un par de meses después, el 4 de junio, el artista peruano volvería a compartir la misma imagen de Gallagher con su ilustración. Esta vez en su cuenta de Instagram:

Screen Shot 2017-07-24 at 11.56.48 AM.png

Al terminar de hablar con la responsable de la agencia de comunicación que trabajaba con Hova, lo llamé una decena de veces. No hubo respuesta. Le dejé un mensaje de voz y varios mensajes a través de messenger en sus dos cuentas de Facebook. La responsable de comunicación me escribió minutos después diciéndome que el ilustrador le había escrito por whatsapp diciéndole que tenía varias llamadas perdidas y que ella le había dicho que «conteste y que asuma lo que tenga que asumir». Las llamadas eran mías. La responsable de la agencia me pidió un momento para volver a hablar con él. Segundos después me escribió: «Nada, a mí tampoco me contesta».

ACTUALIZACIÓN

A las 5:09 pm del 25 de julio, poco más de dos horas después de publicado este artículo en No hemos entendido nada, el ilustrador Cristhian Hova publicó este mensaje en su página de Facebook:

Screen Shot 2017-07-25 at 5.24.32 PM

ACTUALIZACIÓN

A las 8:11 pm del 25 de julio, tres horas después de que Cristhian Hova admitiera haber mentido acerca de la publicación de sus trabajos en The New Yorker, el diario El Comercio publicó esta nota de disculpas en su página web:

Screen Shot 2017-07-25 at 8.29.12 PM

ACTUALIZACIÓN

El 26 de julio a las 10:00 pm, un día después de que el diario El Comercio publicara una disculpa en la sección de Opinión de su página web, la revista Somos publicó una nota titulada Hova desenmascarado y cuya bajada dice: «Disculpas a propósito de la tinta aguada de un ilustrador con más licencias imaginativas que portafolio». El cuerpo de la nota es el siguiente:

Screen Shot 2017-07-27 at 7.08.03 AM