Lecturas innecesarias 1

Cada año, a principios de octubre, el sello editorial Houghton Mifflin publica en Estados Unidos una serie de antologías conocidas como The Best American Series. Hay una dedicada a relatos de ficción, una a ensayos, una a relatos de misterio, una a periodismo medioambiental y divulgación científica, una a crónicas de viaje, una a periodismo deportivo, una a cómics, una a infografías, una a ciencia ficción e historias fantásticas y una inclasificable, sobre la que volveré más adelante.

La serie nació originalmente en 1915, con un único volumen dedicado a cuentos y titulado The Best Short Stories.

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Página de título de la primera edición de The Best Short Stories

El creador fue un poeta, traductor y editor llamado Edward J. O’Brien. Desde 1915 hasta 1941, cuando murió de un infarto, O’Brien realizó y publicó una selección de los que, a su juicio, eran los veinte mejores relatos publicados durante el año por diversas revistas y periódicos de Estados Unidos.

Este fue el obituario que le dedicó The New York Times el 26 de febrero de 1941, al día siguiente de su muerte en Londres:

Screen Shot 2017-11-28 at 8.33.06 PMTras la muerte de O’Brien, pasó a ocuparse de la antología la escritora y editora Martha Foley. Si bien Foley no creó The Best American Short Stories, fue ella la que cimentó su fama y prestigio durante los 37 años que estuvo al mando de la antología.

La historia de Martha Foley es fascinante. Su influencia en la literatura norteamericana del siglo XX, tremenda. Y, sin embargo, casi nadie recuerda su nombre.

De hecho, estas son las dos únicas fotografías suyas que he podido encontrar (la primera fue subastada en Ebay no hace mucho y se supone que data de 1941, la sgunda fue publicada en la web Library Thing y no consigna autor, año o procedencia):

Como escribió su amigo, el escritor Jay Neugeboren, en The New York Times dos años después de la muerte de Foley (las negritas son mías):

No hubo exequias para Martha Foley. No hubo funeral, nadie envió ni recibió condolencias. Al momento de su muerte en 1977, a los 80 años, Foley vivía en un pequeño departamento amueblado de dos habitaciones en Northampton, Massachusets. Los únicos objetos que le pertenecían en el departamento eran algunos libros, una colección completa de la revista Story, una máquina de escribir y un archivador que había comprado de una peluquería local. Y aun así, esta mujer cuya muerte -y vida- pasó casi desapercibida y sin reconocimiento ha sido una fuerza mayor en la literatura americana.

Cuando murió, The New York Times le dedicó un extenso obituario, pero el texto de Neugeboren, que estaba ya trabajando en las memorias que Foley dejó inconclusas, le hacía mayor justicia a su apasionante carrera.

En 1930, cuando Foley era corresponsal extranjera en Viena, convenció a su entonces pareja, otro joven periodista con aspiraciones literarias llamado Whit Burnett, de que debían fundar una revista que publicara exclusivamente relatos.

A mediados de los años 20, tanto Foley como Burnett fueron redactores en diarios de Nueva York, ella en el Daily News y luego en el Daily Mirror, él en The New York Times. Cuando en 1927 Burnett fue despedido, Foley lo incitó a que se mudara a París y «no hiciera otra cosa que escribir». Meses después, la periodista pediría licencia en el Mirror para reunirse con él en Europa.

Luego de intentar sin éxito conseguir un trabajo en la capital francesa, Foley y Burnett regresaron por unos meses a Nueva York. Pero tras esa primera visita a París, Foley sabía bien lo que tenía que hacer.

Ahorró 500 dólares («lo suficiente para vivir cómodamente en París por cinco meses, gracias a la increíblemente favorable tasa de cambio de entonces»), renunció al Daily Mirror, llamó a Burnett a la oficina de Associated Press donde él trabajaba y le dijo que iba a embarcarse de regreso a París al día siguiente.

De vuelta en Francia, Foley consiguió trabajo como «chica para todo» en el Paris Herald. En sus propias palabras:

Reporteaba (y me aseguraba de entrevistar personalmente a todos los editores que llegaban a la ciudad, soñando con que algún día me quisieran publicar a mí); revisaba los diarios franceses en busca de temas que pudieran interesar a los americanos en la ciudad; reescribía despachos locales, telegráficos y de agencia; leía y revisaba textos de otros y, a veces, substituía a algún reportero de la sección local. Y censuraba las cartas que recibíamos de Ezra Pound.

Poco tiempo después, Foley escribió a Burnett y le dijo que le había conseguido un trabajo en el Herald. Este se embarcó de inmediato y la alcanzó en París. Desde ahí, no mucho después, se mudaron a Viena, donde Burnett había conseguido un trabajo mejor pagado como corresponsal para la agencia noticiosa Consolidated Press. Una vez habían decidido dejar París, Foley solicitó y consiguió un puesto como corresponsal de otra agencia, Universal Service. Llegaron a la capital austriaca a principios de 1930.

La primavera de ese año, Foley y Burnett recibieron en Viena la visita del mismísimo Edward J. O’Brien. El célebre creador de The Best American Short Stories, que vivía en Londres, estaba de paso por la capital austriaca y llamó a casa de la pareja. Burnett atendió el teléfono y, sin saber bien de quién se trataba, lo invitó a almorzar a su departamento.

-¿Sabes quién era ese al teléfono?- le preguntó Foley a su pareja, según cuenta ella misma en sus memorias.

-Alguien llamado O’Brien- respondió Burnett.

-Y tanto que es alguien. Es el editor de The Best American Short Stories.

O’Brien era ya entonces, quince años después de haber creado The Best American Short Stories, «el San Pedro que cuidaba las puertas del cielo de los escritores de relatos», en palabras de Foley. Ella, Burnett y el famoso editor pasaron un par de horas comiendo, bebiendo y charlando. Tras esa visita, según cuenta la propia Foley, «no podía pensar en otra cosa que no fueran todos los relatos que quería escribir».

La joven periodista había visto siempre el oficio de reportero como un mero pasaje hacia la literatura. Como ella misma escribió en sus memorias:

Veíamos más allá del trabajo de diario, pensábamos escribir cosas más importantes. No planeábamos pasar el resto de nuestras vidas en el efímero trabajo del periodismo diario. Nosotros queríamos producir literatura.

Unos meses después de ese almuerzo en Viena, Burnett y Foley recibieron una carta de Edward J. O’Brien. En ella el editor solicitaba permiso para incluir el relato ‘Two Men Free’, escrito por Whit Burnett, en la próxima edición de The Best American Short Stories of 1930.

La alegría de Foley fue tal que, tras llamar a su mejor amiga a contarle la noticia, hizo todo lo posible por ubicar por teléfono a Burnett, que se encontraba reporteando en un pequeño pueblo de los Balcanes. Cuando finalmente consiguió tenerlo al otro lado de la línea, Foley no pudo hablar porque estaba llorando de la emoción. «¿Qué te ocurre? ¿Cuál es el problema?» le preguntó Burnett. Cuando consiguió controlar el llanto, le leyó la carta de O’Brien.

«Whit podrá ahora vender cada nuevo relato que escriba», se dijo a sí misma Foley, según recuerda en sus memorias. Pero a partir de ahí empezó a preocuparse por la escasez de revistas donde publicar cuentos. Empezó a listar mentalmente aquellas que todavía publicaban relatos -dos medios importantes de la época, la parisina transition y The American Mercury de H. L. Mencken, habían reducido el número de páginas que dedicaban a ficción- y se dio cuenta de que, pese al logro alcanzado, Burnett no tendría muchas opciones para sus relatos.

Así que ese mismo día, inspirada por Edward J. O’Brien, Martha Foley decidió que empezaría su propia revista. Cuando Burnett volvió de viaje unos días después, Foley le dijo:

-Quiero fundar una revista.

-Es una idea ridícula. ¿Cómo se te ocurrió?- respondió Burnett.

-Mientras me preocupaba por tus relatos. ¿Dónde vas a publicarlos ahora?

-¡Pero escúchate! ¿Fundar una revista tú misma? ¡No puedes hacer eso!

-Pensaba que debemos hacerlo juntos.

-¡Dios santo! ¡Regreso a casa y me encuentro con una mujer que se ha vuelto loca!

Por suerte, Foley se salió con la suya y logró convencer a Burnett. El primer número de la revista aparecería en abril de 1931. Publicaron únicamente 167 ejemplares, todos mimeografiados página a página por Foley y Burnett. El nombre de la publicación no podía ser más explícito: Story.

Esta fue la declaración de intenciones que apareció en la primera página del primer número:

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Solo un año después de haber visto la luz, Story ya era «la revista de relatos más distinguida del mundo», en palabras del influyente Edward J. O’Brien. Dos años después, en 1933, luego de pasar una temporada en Mallorca, Foley y Burnett regresaron a Nueva York, donde continuaron publicando la revista.

Para 1935, Story había alcanzado una circulación de 21 mil ejemplares por número y había publicado a autores de la talla de Robert Musil, Malcolm Lowry, William Faulkner o Tennessee Williams.

Durante esa primera década de Story, Foley y Burnett descubrieron y publicaron a algunos autores que se convertirían en nombres fundamentales de la literatura norteamericana del siglo XX.

En 1935, Story publicó uno de los primeros relatos de John Cheever titulado ‘Of Love: A testimony’. En 1930, a los 17 años, Cheever había publicado su primer relato en The New Republic, luego de lo cual estuvo cinco años sin publicar nada. En 1935, además de en Story, publicaría cuentos en The New Republic y en The New Yorker.

En 1936, una joven de 19 años llamada Carson McCullers, que entonces firmaba Carson Smith, veía publicado por primera vez un relato suyo en la edición de Story de diciembre de ese año. El cuento se llamaba, de forma tan rotunda como certera, ‘Wunderkind’ (niño prodigio). Cuatro años después, McCullers publicaba su libro más conocido: The Heart is a Lonely Hunter.

En 1940, un joven estudiante de la clase de escritura que dictaba Whit Burnett en Columbia University publicaría su primer relato en Story. Burnett lo describía años después así:

Había un joven pensativo de ojos oscuros que se pasó todo un semestre de mi clase sin tomar notas, aparentemente sin escuchar, mirando a través de la ventana.

(…)

Era un muchacho callado. Casi nunca preguntaba nada. Nunca hacía ningún comentario. Yo pensaba que no valía nada.

El muchacho se llamaba Jerome David Salinger y se pasó casi dos semestres enteros sin llamar la atención de nadie en la clase de Burnett. Cuando faltaba poco para terminar el segundo semestre, luego de una lectura de Faulkner que Burnett hizo en el aula, Salinger recobró el interés por la literatura que lo había hecho matricularse y escribió varios relatos que impresionaron a su profesor. Uno de ellos, ‘The Young Folks’, sería publicado en el número de marzo-abril 1940 de Story.

En 1941, otro joven escritor vio su nombre impreso en una revista de circulación nacional por primera vez. Desde 1933, Story celebraba anualmente un concurso de relatos para estudiantes universitarios. La edición de 1941 la ganó un estudiante de segundo año de la universidad de Harvard. Se llamaba Norman Mailer y tenía 18 años.

El relato, titulado ‘The Greatest Thing in the World’, apareció en la edición de Story de noviembre-diciembre de ese año. Mailer se referiría esa publicación varios años después así: «En ese entonces publicar en Story era suficiente para que un joven empezara a sentir la certeza interior de que quizá sí estaba destinado a convertirse en escritor. Obviamente, esa fue una de las experiencias más importantes de mi vida hasta entonces».

Ese número de fin de año de Story sería el último editado por el matrimonio Burnett-Foley. La pareja se divorció ese mismo año y Martha Foley cambió la revista que había fundado diez años antes por The Best American Stories, donde sustituyó al recientemente fallecido Edward J. O’Brien.

Esta es la nota de despedida que apareció en la primera página de Story de noviembre-diciembre de 1941:

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Foley editaría The Best American Short Stories hasta su muerte en 1977. Durante los 37 años que estuvo al mando, la antología se convirtió en una de las instituciones más prestigiosas de la cultura americana. Así describe el trabajo de Foley la entrada que le dedica el quinto tomo del diccionario enciclopédico Notable Literary Women:

Las antologías de The Best American Short Stories eran adoradas por los escritores, que acudían a ellas para encontrar el trabajo de sus pares, sus seguidores y sus ídolos. En ellas los autores podían descubrir nuevas voces y a la vez conocer qué estaban haciendo sus maestros. En ellas se destacaba el trabajo de los artistas literarios más serios del país, que de esa forma llegaba a los lectores que sabían apreciarlo.

Durante esos 37 años, el nombre de Foley se hizo indistinguible de la antología. Así respondía ella cuando se le preguntaba acerca del método de selección:

Edito todo yo misma. Leo todos los relatos y elijo aquellos que creo son los mejores. Es por eso que el libro se llama The Best American Short Stories, edición de Martha Foley.

Tan identificada estaba The Best American Short Stories con Foley que, luego de su muerte, la editorial optó por un nuevo sistema de selección. A partir de la edición de 1978, la antología contaría con un editor general fijo y un editor invitado para cada año, responsable final de la selección.

Foley no vivió para ver los nuevos caminos que tomaría la institución que dirigió durante 37 años. En 1986, nueve años después de la muerte de la editora, se empezó a publicar una segunda antología, también de frecuencia anual pero dedicada a trabajos de no ficción. Así nació The Best American EssaysEl editor general ha sido desde entonces el ensayista Robert Atwan y han sido editores invitados autores como Joyce Carol Oates, Susan Sontag, Gay Talese, Susan Orlean, David Foster Wallace o Christopher Hitchens.

En 1991, la serie se amplió a tres con la inclusión de una antología de periodismo deportivo: The Best American Sports Writing. En 1997, se sumó una antología de historias de misterio: The Best American Mistery Stories. En el año 2000, aparecieron dos nuevos volúmenes, The Best American Travel Writing The Best American Science and Nature Writing.

Y en 2002 aparecería la antología inclasificable de que hablaba al principio y a la que este post debe su nombre. The Best American Nonrequired Readingalude, por contraposición, a las lecturas obligatorias que forman parte del currículo escolar. En inglés, a los libros o textos que forman parte de esos listados se les conoce como «required reading».

Para realizar la selección el primer editor de la antología, el escritor Dave Eggers, formó dos equipos de alumnos de secundaria. Uno en California y otro en Michigan. Los equipos de alumnos se reúnen semana a semana para leer, debatir y seleccionar las piezas que incluirán. El resultado, que Eggers editó hasta 2013 y que desde entonces edita el escritor Daniel Handler (conocido por su pseudónimo Lemony Snicket), es una heterogénea y divertida selección de los mejores relatos de ficción, reportajes, ensayos, piezas de humor y cómics publicados en ese año, a criterio de los editores y esos muchachos de secundaria.

En castellano podríamos traducir «nonrequired» como «no solicitado» o «extracurrilar» en el contexto académico. Pero si se trata de un contexto no escolar, el término que yo prefiero es «innecesario».

Y son esas lecturas innecesarias -así como ese afán de seleccionar y dar a conocer las lecturas que uno encuentra fascinantes que animó a Edward J. O’Brien y Martha Foley- lo que inspira esta nueva categoría de posts del blog, que llamaré, sin más vueltas: Lecturas innecesarias.

Mis «lecturas innecesarias» serán una pequeña selección de lo mejor, más estimulante e interesante que he descubierto en esos días en la red. Buena parte de los links recomendados tendrán que ver con los temas habituales de No hemos entendido nada, léase, Periodismo, Internet, Redes Sociales, Industria de medios. Pero no solo. La idea es compartir las lecturas que me más me llaman la atención y que, aunque innecesarias, ojalá sean útiles o, al menos, interesantes para los lectores del blog.

Uno de los intelectuales en activo que más me interesa, el economista norteamericano Tyler Cowen, publica a diario en su blog un post donde comparte links a artículos, papers, reportajes, columnas o investigaciones que ha leído o está leyendo ese mismo día. Con menor frecuencia, una vez cada diez o quince días, Cowen realiza un post titulado What I’ve Been Reading, donde lista los libros que está leyendo en ese momento.

Cowen, como sabemos bien sus seguidores, lee con una voracidad y velocidad casi sobrehumanas. El economista ha escrito al respecto en su blog y habla sobre la forma en que lee en esta charla con el periodista Ezra Klein (minuto 10:46):

 

Yo, pese a mis esfuerzos, leo a una velocidad menor que la de Cowen. Así que no publicaré posts de Lecturas innecesarias a diario, aunque intentaré hacerlo con una frecuencia similar. Por lo menos un par de veces a la semana.

Las piezas linkadas serán sobre todo en español e inglés, los dos idiomas en que leo con solvencia. Ocasionalmente habrá artículos en italiano, el otro idioma que puedo leer con comodidad y, muy rara vez, en francés, un idioma que no conozco tan bien como los otros pero en el que me esfuerzo por leer lo que puedo.

Esta es la primera entrega:

-En este reportaje The Washington Post revela que una falsa víctima de violación que trabajaba con The Veritas Project, un site de extrema derecha que busca desacreditar a medios y periodistas que consideran liberales, intentó tenderles una trampa.

-A propósito de esto último, es muy valiosa la pieza de la periodista Erin Gloria Ryan sobre los peligros que acechan al movimiento #MeToo.

-El periodista peruano Marco Avilés escribe una extensa y poderosa carta a otro escritor peruano, Renato Cisneros, explicándole los motivos porque debe sumarse a las campañas antiracismo que están teniendo lugar en Perú, así como las diferencias entre boicot y censura.

-El caso de La Manada en España, un grupo de amigos que violó una joven en los Sanfermines de Pamplona en 2016, es una de las historias más espeluznantes que he leído en lo que va de año. El juicio ha quedado visto para sentencia hoy jueves. Este artículo del periodista Manuel Jabois relata el contenido de la acusación fiscal. La periodista Lucia Lijtmaer resumía en esta columna la indignación que el caso ha despertado en buena parte de la sociedad española, sobre todo entre feministas. Uno de los periodistas que ha seguido el caso con más atención, Andrés Lozano, hace aquí un buen resumen. Y aquí otro reportero, Bras Cedeirahace un retrato de los cinco violadores durante el juicio.

Leer

Hoy, mientras esperaba en la consulta del médico, vi a un niño pequeño leyendo. Muy pequeño. Tanto que es difícil creer que entendiera las palabras que había en las hojas que iba pasando despacio. Era un libro grande, con muchas ilustraciones y pocas palabras, pero el niño se detenía en esos símbolos con curiosidad. Los leía, o lo intentaba, y había algo fascinante en observar su esfuerzo y su asombro.

Yo también llevaba un libro entre las manos, y no sé si el niño se dio cuenta, pero ese detalle construía un puente entre nosotros, creaba una complicidad que por alguna razón me reconfortó.

Aprendí a leer a los cuatro años viendo televisión y azuzado por mis padres, quienes no solo tenían una surtida biblioteca en casa sino que pasaban buena parte de su poco tiempo de ocio con un libro o una revista en las manos. Desde entonces creo que no he pasado un solo día de mi vida sin leer.

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Edición de Oveja Negra

Cuando tenía unos 10 años, un día entré a la habitación de mis padres y encontré a mi madre leyendo sobre su cama. ¿Qué libro es?, le pregunté, señalando uno de los clásicos volúmenes color vino de la editorial colombiana Oveja Negra que ella tenía entre las manos.

-El extranjero, de Albert Camus.

-¿Y es bueno?

-Sí, muy bueno. Puedes leerlo cuando lo termine.

Horas más tarde, cuando vi que mi madre había dejado el libro sobre su mesa de noche, me hice con él y empecé a leerlo en mi cuarto. No recuerdo bien si lo acabé ese mismo día o al siguiente. Lo que sí recuerdo es que el libro, o lo poco que pude entender de él a esa edad, me golpeó de forma similar a como el reflejo de la luz en el cuchillo del «árabe» golpeó en la frente a Meursault antes de que pegara cinco balazos.

Por esa misma época leí La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson por primera vez. Como ha ocurrido por más de un siglo con miles de lectores jóvenes, la historia de Jim Hawkins y el pirata Long John Silver me sedujo de inmediato.

Recuerdo que acabé esa primera lectura una tarde tumbado en mi cama, mientras el sol del suburbio limeño donde aún viven mis padres se apagaba a través de la ventana. Una o dos horas después, luego de cenar, regresé corriendo a mi habitación y volví a leerlo. Terminé de nuevo esa misma noche. Y volvería a leerlo tres veces más durante esa semana, siempre de noche en mi habitación.

Mi compulsión lectora se ha visto beneficiada desde la niñez por las pocas horas de sueño que necesito. A estas alturas de mi vida no sé qué ha sido primero: esa tenue y prácticamente inocua forma de insomnio o los libros.

Desde entonces, todo, o casi todo, lo que he aprendido lo he aprendido en negro sobre blanco. Cuando me he sentido solo, asustado, confundido e incluso desesperado he buscado compañía, cobijo, consuelo y respuestas en un libro o en artículos de revistas. Leer es mi manera de acercarme al mundo.

Cuando he debido enfrentarme a la depresión, el primer y más desconcertante síntoma ha sido siempre la dificultad para leer. ¿Cómo he superado o lidiado con el pavor que me produce ser incapaz de internarme en novelas, relatos o ensayos debido al caos que se apodera de mi cabeza presa de la depresión? Leyendo historietas de Calvin and Hobbes.

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Imagen de portada de la compilación The Calvin and Hobbes Lazy Sunday Book

Una de las primeras veces que tuve que sentarme en un consultorio psiquiátrico, cuando el médico me pidió que le explicara cómo me sentía, qué ocurría dentro de mi cabeza, usé el siguiente simil:

Me gusta pensar que, de cierta forma, mi cabeza es una pequeña biblioteca donde las ideas, las palabras, las frases, los recuerdos, están ordenados en estantes a los que acudo cada vez que lo necesito, ya sea durante una conversación o cuando escribo frente a la computadora. Cuando estoy deprimido es como si alguien hubiera roto el foco desnudo que colgaba del techo y alumbraba la biblioteca; como si ese alguien, además, hubiera tumbado los estantes y regado todos los libros por el suelo. Y me encuentro a gatas y a oscuras buscando a tientas las ideas, las palabras, las frases, los recuerdos, que necesito y no aparecen por ningún lado.

Cuando algo nuevo me interesa, busco un libro sobre el tema. Cuando algo me sorprende, voy al archivo del New Yorker a ver si se ha escrito algo al respecto. Cuando descubro una pasión nueva, intento agotar la bibliografía disponible. Cuanto tengo miedo, cuando no entiendo, cuando me siento superado por lo que tengo delante cojo el teléfono, googleo y busco respuestas en un artículo o en la tienda de ebooks de Amazon o, cuando vivía en España, en ese mundo infinito que son las librerías de viejo (físicas u online).

Cuando leo, cuando encuentro lo que estaba buscando o cuando encuentro respuestas a preguntas que todavía no sabía que iba a formularme, me llena una sensación mezcla de vértigo y confort que no soy capaz de describirles. Pero imagino que no hace falta, que muchos de ustedes la comparten y saben perfectamente de lo que hablo.

*Publiqué una versión anterior de este texto en mi muro de Facebook en abril de 2013.

El periodismo de mentira de Hildebrandt en sus trece

En más de una ocasión he escrito y dicho en público lo ridículo que resulta que el periodista César Hildebrandt sea considerado una suerte de tótem del periodismo peruano. Un ejemplo a seguir para los jóvenes periodistas de la alicaída prensa nacional. Su semanario, Hildebrandt en sus trece, una especie de faro en la penumbra, cuyas iluminadoras investigaciones cuentan lo que otros medios callan.

Sí, claro.

Cada vez que alguien me ha preguntado por qué afirmo eso, ya sea en redes sociales, una conversación entre colegas o incluso en una charla con estudiantes a la que he sido invitado, he respondido siempre lo mismo: porque sé, a ciencia cierta, que Hildebrandt en sus trece publica mentiras. No solo eso, publica mentiras que saben que son mentiras. Y sus periodistas no realizan el más mínimo esfuerzo por verificarlas.

¿Cómo lo sé? Porque algunas de esas mentiras se han referido a mí y a mi trabajo.

Voy a centrarme únicamente en la última. Pero aportaré antes un poco de contexto.

El 17 de enero de 2017, el reportero de Hildebrandt en sus trece Eloy Marchán publicó este tuit en su cuenta:

A los pocos minutos de publicado, recibí varias llamadas, emails y mensajes de amigos periodistas, más de uno empleado del Grupo El Comercio, incluso un par de miembros del directorio (sí, el mismo directorio con que supuestamente había tenido un incidente). Todos me preguntaban lo mismo: ¿qué ha ocurrido?

A todos respondí lo mismo. Nada. No ha ocurrido nada.

Al día siguiente, Marchán volvió a hablar de mí:

Es más, cuando otra periodista, Paola Miglio, actual crítico de restaurantes del diario El Comercio y amiga mía, le reclama y le indica que debería verificar sus fuentes, Marchán redobla su apuesta:

La obsesión de Marchán duró hasta una semana después, cuando publiqué mi columna de despedida en Perú21:

En su nuevo tuit, mi supuesto despido ya no estaba relacionado con un «incidente con el directorio», sino que era consecuencia de «caída de ventas», la contratación de «polémico colombiano» y ser «problemático».

Por supuesto, Marchán jamás me llamó o escribió para consultar al respecto. Ya estoy acostumbrado a que mis colegas periodistas escriban sobre mi trabajo y sobre casi cualquier otro asunto sin molestarse en obtener la versión del agraviado [lastimosamente el post original en el blog de la redacción de Perú21 parece haberse perdido].

Hoy viernes 17 de noviembre, la obsesión de Marchán conmigo y Perú21 ha vuelto a aflorar en las páginas de Hildebrandt en sus trece.

En un «reportaje» titulado Crisis en «El Comercio», donde Marchán elucubra de forma fantástica acerca de las razones detrás de la renuncia de Juan José Garrido a Perú21, el reportero afirma lo siguiente:

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No voy a entrar a desmentir las varias falsedades de Marchán acerca del trabajo de Juan José y el estado de Perú21. Teniendo en cuenta que yo dejé el diario en febrero, no es a mí a quien corresponde hacerlo. Si a alguien le interesa, Juan José ha escrito con detalle en su página de Facebook acerca de los motivos que lo llevaron a irse, tras cuatro años al mando. Entre otras cosas, Juan José dice:

El motivo es simple, y tal vez por ello difícil de entender para algunos: creo que cumplí mi ciclo en el diario, y por eso es que doy un paso al costado. Perú21 es un diario líder por su equipo, estructura, y soporte administrativo, pero sobre todo por su calidad e independencia, y el apoyo incondicional de una familia que muere por protegerla. Mi renuncia no tiene nada que ver ni con una caída en las ventas (que no caen, dicho sea de paso), menos aún por un tema financiero (que está en azul, y aporta considerablemente al grupo), y mucho menos por una desavenencia con la familia Miró Quesada, alguno de sus órganos o alguien relacionado a la gobernancia de la misma (quienes actúan con un respeto por la independencia que es, sencillamente, indiscutible e innegable). Tampoco es una movida al interior del grupo, ni existe una conversación pendiente en otra línea.

Por supuesto, Marchán en ningún momento llamó a Juan José Garrido ni a nadie con conocimiento del asunto dentro de la empresa para verificar su supuesta información. Como no me llamó a mí en enero, ni ahora, al afirmar que me habían despedido.

Si me hubiera llamado, podría haberle explicado, como le expliqué a la redacción y a todos aquellos que se interesaron por mi salida del diario, que nadie me había despedido. Que hacía dos semanas, en una reunión fuera de la oficina, yo le había dicho al entonces director del diario, Juan José Garrido, que tras tres años dedicado a Perú21 quería marcharme.

¿Las razones?

Las que expliqué en el artículo que Marchán llama «estremecedora despedida» en el último tuit que me dedicó a finales de enero. Pueden leerlo aquí, en la página web del diario. Aquí hay una versión ampliada. Se titula No hemos entendido nada. Como este blog, como el libro en que vengo trabajando desde hace casi dos años y que publicaré en breve. Terminaba así, discúlpenme la autocita:

Si me alejo es para intentar comprender, para intentar reducir ese «nada» del título de mi futuro libro y convertirlo con suerte en «algo»; para poner cierta distancia, algo de tiempo y muchas lecturas en el esfuerzo por entender qué estamos haciendo mal, qué debemos rescatar de aquello que hacíamos bien y qué estamos obligados a hacer mejor si no queremos ver nuestro oficio morir de irrelevancia.

Una de las cosas que medios como Hildebrandt en sus trece y periodistas como Eloy Marchán están haciendo mal es mentir. Mentir a conciencia para intentar que la realidad calce como sea en la visión conspiranoica y errada que tienen del periodismo.

El caso Mariana de Althaus o qué ocurre cuando los bancos son creadores de contenido

La mañana del sábado 4 de noviembre, la cuenta de Twitter de la Fundación BBVA Continental del Perú comenzaba su actividad con este mensaje:

Unos minutos después, y ante el reclamo de algunos usuarios, la cuenta publicó un segundo tuit sobre el tema:

Pueden leer la «columna» que había «generado malestar» y que la Fundación retiró de su muro aquí abajo. La propia autora la colgó en su cuenta personal de Facebook más o menos una hora después:

Este texto se publicó en el facebook de la Fundación del BBVA, donde publico todos los jueves una columna. Como generó…

Posted by Mariana de Althaus on Saturday, November 4, 2017

Mariana de Althaus es una de las artistas e intelectuales más prestigiosas de nuestro país. En los últimos años, su trabajo como dramaturga le ha ganado el aplauso de la crítica y el favor del público. No solo en nuestro país sino también en el extranjero, donde sus obras son representadas de forma habitual en diversos festivales.

Su pieza más conocida, El sistema solar, se estrenó por primera vez en 2012. Desde entonces se ha repuesto innumerables veces, en tablas peruanas e internacionales. Justo este fin de semana, una película basada en la obra y dirigida por el cineasta Bacha Caravedo se ha estrenado en España. El estreno en Perú está previsto para la quincena de noviembre. Aquí pueden ver el tráiler:

Además de su trabajo como dramaturga, De Althaus lleva varios años escribiendo en prensa. Fue columnista del diario Perú21 de abril de 2015 a enero de 2016 (en esa época yo era editor del periódico) y dejó ese espacio para empezar a colaborar con una «columna» en la cuenta de Facebook de la Fundación BBVA Continental.

Pongo «columna» entre comillas porque, hasta ahora, una columna era un espacio de Opinión que se publicaba en un medio de prensa tradicional, ya sea un periódico o una revista. Que la página de Facebook de la fundación cultural de un banco publique columnas es un hecho relativamente novedoso, que le debemos al gigantesco salto cualitativo en la distribución de información que ha supuesto esta red social.

Gracias a Mark Zuckerberg hoy todos somos productores de contenidos y el creador de contenido es el rey. Y esa categoría, «contenido», es lo suficientemente amplia para que quepan ahí columnas o artículos periodísticos, millones de videos de bebés y gatitos, una señora con una máscara de Chewbacca riendo ante la cámara o mentiras pagadas con dinero ruso para desestabilizar una campaña electoral. A falta de una mejor definición, y por muy vaga que pueda parecer esta, contenido es TODO lo que se comparte en Facebook y otras redes sociales.

Soy amigo de Mariana de Althaus, así que cuando vi el tuit de la Fundación BBVA Continental le envié un mensaje directo de Facebook preguntando qué había ocurrido. Mariana me dijo lo mismo que minutos después colocaría en su muro, como introducción a su columna republicada: «Yo acepté que la saquen [la columna]. Porque el facebook de la Fundación BBVA no es un espacio para la discusión política, es una fundación cultural, y mucha gente se ha ofendido».

Como leo habitualmente la columna de Mariana me llamó la atención su respuesta. En el espacio que le brinda la Fundación BBVA Continental, Mariana de Althaus escribe sobre los temas más diversos, casi siempre desde un enfoque cultural, pero no solo. Sin ir más lejos, a mediados del mes pasado la autora dedicaba su texto a uno de los temas más discutidos en estos días en Perú: la violencia machista. Aquí pueden leerla:

Vamos Perú

Hace unos días, durante un almuerzo, dos amigos afirmaron sin asomo de duda que Magaly Solier maltrata a su…

Posted by Fundación BBVA Continental on Thursday, October 19, 2017

De Althaus terminaba esa columna así:

El problema de la violencia contra las mujeres es de todos, no va a disminuir si no dejamos de tratarlas como locas, si no dejamos de pensar que se trata de casos aislados, o si rebajamos su importancia comparándolo con otros tipos de violencia también terribles. Aceptar que el problema es de todos es enfrentarlo con empatía y compromiso en nuestras casas, en nuestra comunidad, en nuestro fuero interno. A veces el monstruo no vive fuera. La violencia contra la mujer es sistemático: en el Perú 7 de cada 10 mujeres sufren de maltrato. Nuestra capital es la quinta ciudad más peligrosa para las mujeres en el mundo. Nuestro país ocupa el tercer lugar con más violaciones sexuales en el mundo. Podemos mejorar nuestra marca si nos comprometemos a cambiar nuestras mentalidades. Podemos tener un país más justo con las mujeres y niñas. Sería un tremendo gol, y lo anotaríamos todos juntos. Vamos Perú.

¿Cuál es la diferencia entre esa otra columna de Mariana de Althaus y la que fue retirada este sábado?

Podría citar más columnas de Mariana. Pero mientras revisaba sus colaboraciones anteriores en la página de Facebook de la Fundación BBVA Continental, me topé con las columnas que escribe en la misma página otro escritor.

Como muchos saben en nuestro país, Renato Cisneros, periodista y novelista, es uno de los autores peruanos más exitosos de los últimos años. Sus dos últimas novelas, La distancia que nos separa y Dejarás la tierra, han sido éxitos de venta y han recibido múltiples halagos de parte de la prensa. Cisneros, al igual que De Althaus, publica semanalmente una columna en la página de la Fundación BBVA Continental. La última de ellas, titulada ‘Matar’, es esta:

—MATAR—

«Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre»
Sebastián Castellio

«Cuando tengas una…

Posted by Fundación BBVA Continental on Monday, October 30, 2017

La columna de Cisneros, que toca un tema de mucha actualidad en nuestro país -la aplicación o no de pena de muerte para violadores-, termina así:

Esperemos que ni el actual presidente ni los futuros gobernantes cedan ante esta iniciativa tan populista, tan cortoplacista; esperemos más bien que se decidan (y nosotros con ellos) a atacar los problemas de fondo, de los que nadie quiere hablar ni ocuparse: la educación paupérrima, la degradante cultura machista, la represión sexual, la corrupción judicial, y esa tremenda violencia que nos habita a todos, de la que algún día tenemos que aprender a curarnos.

¿No es esa columna una toma de posición en la discusión política que está ocurriendo en el Perú?

De hecho, si uno revisa las reacciones a la columna de Cisneros en el muro de la Fundación BBVA Continental, descubrirá que el texto dio pie a un encendido debate, con más de 150 comentarios que discutían sobre los pros y contras de la pena de muerte.

¿Cuál es la diferencia entre la columna de Renato Cisneros y la columna de Mariana de Althaus que fue retirada?

Ninguna. Bueno, sí. Que la columna de Althaus ofendió, a juicio del banco BBVA Continental, a más usuarios de los que debía. Y entre esos usuarios, seguramente, había muchos clientes o potenciales clientes del banco que mantiene a la fundación.

El problema, por supuesto, no es que Mariana de Althaus o Renato Cisneros usen los espacios cedidos por una fundación en su muro de Facebook para exponer su opinión sobre temas que afectan a la sociedad de la que son parte. Eso es, precisamente, lo que hace un columnista cuando escribe una columna.

El problema es que un banco, o la institución que sea, no entiende cuáles son sus responsabilidades cuando cede un espacio a un escritor o periodista para que este haga lo que hace un intelectual cuando utiliza una tribuna pública: exponer ideas y abrir una discusión.

El problema es que cuando estas instituciones producen contenido lo único que buscan son likes, smileys y generar engagement con los usuarios, para así fidelizarlos o convertirlos en clientes. Sin, por supuesto, entender que el engagement no siempre pasa por los aplausos.

El problema es que, como todos somos productores de contenido y en redes sociales todo es contenido, nadie entiende que una columna de Opinión o un artículo periodístico no es lo mismo que un video de gatitos o un mensaje de apoyo a la selección de fútbol.

El problema es que nadie entiende de qué hablamos cuando hablamos de contenido. Lo resume con su genialidad habitual el ilustrador chileno Alberto Montt:

El problema es que todos, medios y periodistas incluidos, parecen no querer entender que las fronteras dentro de la categoría «contenido» son necesarias. De lo contrario, si no entendemos las diferencias entre uno y otro y otro tipo de contenido, todos -escritores también- terminamos siendo meros productores de relleno para empanadas.

ACTUALIZACIÓN

El domingo 5 de noviembre a las 14.24, la Fundación BBVA Continental publicó en su página de Facebook un comunicado firmado por el gerente Carlo Reyes Cestti:

A la opinión pública

Ante los múltiples comentarios recibidos en redes sociales tras la decisión de retirar la columna…

Posted by Fundación BBVA Continental on Sunday, November 5, 2017

En el texto Reyes Cestti reconoce el error que supuso retirar la columna de Mariana de Althaus y señala (las negritas son mías):

A la opinión pública

Ante los múltiples comentarios recibidos en redes sociales tras la decisión de retirar la columna de Mariana de Althaus del muro de Facebook de la Fundación BBVA Continental, compartimos lo siguiente:

Esta decisión fue tomada por la cantidad de mensajes que recibimos, muchos de ellos de buena fe, de personas que se sintieron ofendidas por el contenido del artículo. También influyó en nuestra decisión el nivel de agresividad y violencia que contenían ciertos mensajes contra la autora y contra la Fundación en las redes sociales.

En coordinación con Mariana de Althaus, decidimos retirar la columna (https://goo.gl/1KsAUe) en vista de que no estaba contribuyendo al debate de ideas, sino que estaba generando ataques personales.

Más allá de las motivaciones y de haberlo coordinado previamente con la autora, consideramos que nuestra decisión fue desacertada y ofrecemos nuestras sinceras disculpas a la opinión pública en general por este incidente.

La Fundación BBVA Continental está comprometida con el principio de libertad, y siempre ha fomentado la diversidad de opiniones como uno de los derechos fundamentales de una sociedad que aspira a ser más inclusiva, moderna y desarrollada.

La creación de estos espacios de opinión en nuestras redes busca promover el diálogo sobre temas de cultura, educación y ciudadanía en un ambiente de respeto y tolerancia para todos.

Reafirmamos que nuestra institución está plenamente comprometida con el desarrollo de una educación de calidad para los niños peruanos y la promoción de espacios de arte y cultura accesibles para todos desde hace 44 años.

ACTUALIZACIÓN

El domingo 5 de noviembre a las 19.52, poco más de cinco horas de publicado el comunicado de la Fundación BBVA Continental, la escritora Mariana de Althaus publicó un nuevo mensaje en su muro de Facebook:

Escribo semanalmente en el facebook de la Fundación del BBVA desde hace más de un año. En su página he publicado…

Posted by Mariana de Althaus on Sunday, November 5, 2017

En el mensaje De Althaus señala que coincide con Carlo Reyes Cestti, gerente de la Fundación BBVA Continental y quien firma el comunicado anterior, en que retirar la columna de la página de Facebook de la institución fue un error. Este es el texto completo (las negritas son mías):

Escribo semanalmente en el facebook de la Fundación del BBVA desde hace más de un año. En su página he publicado columnas sobre muchos temas, muchas veces muy polémicos. Aunque inicialmente me invitaron para escribir columnas sobre teatro y temas culturales, la Fundación ha aceptado publicar más de una columna mía sobre temas sensibles y poco populares que han generado ataques y reacciones intensas de los sectores más conservadores. Ellos se atrevieron a publicar la columna sobre la Iglesia el jueves pasado, con la intención de generar un debate saludable. Pero como el texto generó una avalancha de insultos y ataques, el director de la Fundación, Carlo Reyes, conversó conmigo, preocupado porque las cosas se estaban saliendo de control. Yo estuve de acuerdo en que la naturaleza de la página de la Fundación se estaba distorsionando con un nivel de violencia tan grande. El me propuso retirar la columna, y que luego yo la publique en mi página y tal vez en un medio más adecuado para ese debate, es decir un medio periodístico. Eso fue lo que hice. Estoy de acuerdo en que fue un error retirar la columna y pedir disculpas por las incomodidades que generó su publicación. La Fundación, como el mismo Carlo ha dicho, debió dejar ahí la columna y, por último, deslindar de las opiniones de sus columnistas. La Fundación ha reconocido su error, y ha pedido disculpas. Valoremos el gesto, la reflexión y el compromiso con la verdad. No muchas personas y menos instituciones dan ese paso. La Fundación desde hace años promueve la lectura en colegios estatales, financia eventos culturales como el Hay Festival y La Otra Ruta, subvenciona teatros y centros culturales como el de la PUCP. Yo me siento muy feliz de ser colaboradora de la página del facebook de una Fundación que tiene un compromiso tan constante y beneficioso para la Cultura y la Educación del país. Agradezco muchísimo a todas las personas que se han solidarizado conmigo, ante la posibilidad de una censura. Es maravilloso que levantemos la voz ante cualquier amenaza a la libertad de expresión. Todo ha sido para algo positivo: la columna ha tenido un rebote impresionante en redes, se publicó en La República hoy, y ha logrado una difusión que jamás sospecharon aquellos que nos insultaron y nos agredieron. Mantengamos un nivel alturado en la discusión, en todas las discusiones. Muchas gracias.

La voz de Orwell

Orwell es el único ensayista que habla en mi cabeza con voz absolutamente propia*. Una voz nítida y sonora, una voz casi real, que consigue apartarse de la voz metafórica a la que nos referimos cuando hablamos de la prosa de un autor. Como si en lugar de estar leyendo y procesando palabras negro sobre blanco estuviera escuchándolas a unos pocos metros de distancia.

Una voz que no es igual a ninguna otra, de la misma forma que la voz de mi esposa, mi padre o alguno de mis amigos más cercanos no es igual a ninguna otra voz cuando mi oído las reconoce en medio de un salón. Con la diferencia de que se trata de una voz que, en realidad, jamás he escuchado. Una voz de la que no existe registro alguno y que se apagó en 1950, un año antes de que naciera mi padre, treinta y un años antes de que naciera yo.

La única pieza audiovisual que existe de Orwell es esta:

Unos pocos segundos que muestran a Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) con 18 años, caminando junto un grupo de compañeros en Eton College. Blair es el cuarto de la izquierda.

Pese a que sabemos bastante sobre el proceso que nos permite entender lo que leemos, hasta donde sé todavía no conocemos la fisiología del cerebro al punto de comprender la manera exacta en que transformamos las palabras que leemos en discurso que fluye y resuena en nuestra mente. Sabemos lo que ocurre, pero no sabemos con certeza cómo ocurre.

No sé qué daría por entender qué hace posible que las palabras escritas a mano o a máquina por un oficial inglés de la Policía Imperial India durante la primera mitad del siglo XX retumben en mi cabeza con la misma claridad que las pronunciadas a mi lado, en vivo y en directo, por algunas de las personas que más quiero.

¿Qué hay ahí? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Por qué Orwell y no el resto de autores por los que siento similar admiración? ¿De qué manera particular están organizadas en su prosa las mismas palabras que usa cualquier persona que escribe en inglés contemporáneo para conseguir ese efecto? ¿Me ocurre solo a mí o también a todos esos otros escritores que han dado testimonio de su devoción por él?

¿Qué hay en la prosa de este hombre que «como señaló Lionel Thrilling, no era un genio; no era un tipo misterioso; cumplió servicio en Burma; lavó platos en un hotel parisino, y luchó durante unos pocos meses en España, pese a lo cual no tuvo una vida aventurera; que pasó la mayor parte de su vida en Londres y reseñó libros» (en palabras del escritor Keith Gessen)?

¿Escuchan esos autores, o ustedes, también su voz, pero no en sentido metafórico, sino una voz real, distinta, única, inconfundible, cuando leen Propaganda and Demotic Speech, No, Not One o Politics and the English Language?

Quizá a eso se refería Christopher Hitchens cuando escribió en su libro sobre el autor de Homage to Catalonia, Why Orwell Matters (Basic Books, 2002), que pese a no contar con registros grabados de la voz de Orwell, «en realidad sí tenemos su voz, y no parece que hayamos llegado al punto en que podamos decir que no sigamos necesitándola» (la cursiva es mía).

En otro momento del libro (hay traducción al castellano reciente de la editorial Página Indómita y una anterior, de 2003, publicada por Emecé bajo el título La victoria de Orwell), en las páginas finales, Hitchens dice (el énfasis es mío):

Si es cierto que le style, c’est l’homme (una afirmación que los admiradores de M. Claude Simon deben esperar con devoción que sea falsa), entonces lo que tenemos en George Orwell es en modo alguno el ‘santo’ mencionado por V.S. Pritchett y Anthony Powell. En el mejor de los casos podría afirmarse, incluso por un admirador ateo, que Orwell tomó algunas de la virtudes supuestamente cristianas y mostró cómo podían ‘vivirse’ sin devoción ni fe religiosa. También podría esperarse que, adaptando las palabras que Auden dedicó a Yeats en su muerte, el tiempo trate con amabilidad a aquellos que viven por y para la lengua. Auden añadió que el tiempo ‘con esta curiosa excusa’ podría hasta ‘perdonar a Kipling y sus opiniones’. Las ‘opiniones’ de Orwell han sido reivindicadas en buena medida por el paso del tiempo, así que no hace falta que busque perdón. Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas; y que las posiciones políticas son relativamente poco importantes, mientras que los principios tienen una manera de perdurar, de la misma forma que los pocos individuos irreductibles que se mantienen fieles a ellos.

Aquí pueden ver una conferencia de Hitchens basada en Why Orwell Matters:

Es al estilo, a ese «compromiso con el lenguaje», al que podemos atribuir el poder evocador de la prosa de Orwell. Ningún otro autor que conozco encarna con tanta exactitud estas palabras de la ensayista y poeta Emily Hiestand, escritas en un pequeño ensayo titulado precisamente On Style:

El lenguaje no es una cinta transportadora que acarrea otra cosa llamada «la idea», sino que es fundamental a la idea. Los poetas -esos científicos investigadores en el laboratorio del idioma- dirían incluso que el lenguaje es la idea por completo. Pero incluso en prosa, sea lo que sea que nuestras palabras buscan expresar, la naturaleza del lenguaje es en sí misma un signo poderoso. Los modismos, cadencia y finura o languidez del lenguaje, todo trabaja de forma organizada para comunicar, muchas veces de manera tan enfática como el mensaje explícito (…) La voz de un escritor tiene, por supuesto, una marca distintiva, y las variaciones de tono de un trabajo a otro no son un acto camaleónico. Existen variaciones dentro de la misma voz, que representan nuestra capacidad para adentrarnos en diversas ideas de forma imaginativa, de explorar temas diversos a través del lenguaje.

No sé cómo funciona dentro de nuestro cerebro, pero créanme que, al menos en el caso de Orwell, funciona.

Si no pongo aquí ejemplos de su escritura es porque, pese a que debe tratarse de uno de los autores más citados del siglo XX, la prosa en los ensayos de Orwell trabaja construyendo sentido poco a poco, paso a paso, sin apurarse ni mostrar las ideas de golpe. Uno puede entresacar frases citables de cada página, pero el verdadero valor de su prosa no se encuentra en su efectismo o espectacularidad sino en la manera en que van abriéndose camino las ideas -palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo-, luego de una ardua discusión consigo mismo.

Como escribió Hitchens, «Orwell es un escritor que está permanentemente midiéndose la temperatura. Si el termómetro indica que se encuentra demasiado alta o demasiado baja, toma las medidas necesarias para corregirse». Y esto ocurre, casi siempre, en el mismo texto.

Ahí radica el poder de la prosa de Orwell. En la manera en que duda, en que va ensayando preguntas y respuestas, a veces erradas o incompletas, para luego rectificar o salir reforzado párrafos más adelante.

Leer al Orwell ensayista es asistir a un partido de tenis o combate de box donde el autor se enfrenta a sus propias ideas, que va descartando, refinando y ajustando, como quien devuelve una pelota con un passing shot o se cubre ante un swing y responde con un hook. Una y otra vez. Hasta quedar rendido o satisfecho.

all art is propaganda george orwell
Uno de los tomos editados por Packer

Quien sale ganando siempre es el estilo porque, en palabras de George Packer -otro orwelliano confeso, editor de dos volúmenes compilatorios de sus ensayos-, «Orwell mostró que el duelo realmente absorbente es el que tiene uno consigo mismo». La magia del estilo de Orwell -lo que nos absorbe- es que, mientras leemos, asistimos en primera a fila a la discusión que el autor está teniendo con sus propias ideas. Y eso, cuando por lo general hasta el más mediocre de los ensayistas suele escribir convencido de su opinión incluso antes de empezar a teclear, le confiere a su prosa un carácter único y revelador.

La gran lección de Orwell y su estilo es que, a diferencia de lo que muchos creen, escribir ensayos no es una manera de dar sermones desde el púlpito de un teclado. Escribir ensayos es un método de descubrimiento en el que, para tener éxito, hay que empezar por cuestionar las verdades asumidas e ideas propias. Ojalá con una pizca de la lucidez y honestidad que Orwell puso en cada uno de los suyos.

Postdata: Si pueden, léanlo en inglés. Nada es comparable a leer las palabras que el autor mismo escribió. Si no, hasta donde he podido revisar, las recientes traducciones realizadas por Debate en España son estupendas.

*En realidad hay otra, Hannah Arendt, pero para hablar de Arendt hace falta otro post. O varios.