Hoy, mientras esperaba en la consulta del médico, vi a un niño pequeño leyendo. Muy pequeño. Tanto que es difícil creer que entendiera las palabras que había en las hojas que iba pasando despacio. Era un libro grande, con muchas ilustraciones y pocas palabras, pero el niño se detenía en esos símbolos con curiosidad. Los leía, o lo intentaba, y había algo fascinante en observar su esfuerzo y su asombro.
Yo también llevaba un libro entre las manos, y no sé si el niño se dio cuenta, pero ese detalle construía un puente entre nosotros, creaba una complicidad que por alguna razón me reconfortó.
Aprendí a leer a los cuatro años viendo televisión y azuzado por mis padres, quienes no solo tenían una surtida biblioteca en casa sino que pasaban buena parte de su poco tiempo de ocio con un libro o una revista en las manos. Desde entonces creo que no he pasado un solo día de mi vida sin leer.

Cuando tenía unos 10 años, un día entré a la habitación de mis padres y encontré a mi madre leyendo sobre su cama. ¿Qué libro es?, le pregunté, señalando uno de los clásicos volúmenes color vino de la editorial colombiana Oveja Negra que ella tenía entre las manos.
-El extranjero, de Albert Camus.
-¿Y es bueno?
-Sí, muy bueno. Puedes leerlo cuando lo termine.
Horas más tarde, cuando vi que mi madre había dejado el libro sobre su mesa de noche, me hice con él y empecé a leerlo en mi cuarto. No recuerdo bien si lo acabé ese mismo día o al siguiente. Lo que sí recuerdo es que el libro, o lo poco que pude entender de él a esa edad, me golpeó de forma similar a como el reflejo de la luz en el cuchillo del «árabe» golpeó en la frente a Meursault antes de que pegara cinco balazos.
Por esa misma época leí La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson por primera vez. Como ha ocurrido por más de un siglo con miles de lectores jóvenes, la historia de Jim Hawkins y el pirata Long John Silver me sedujo de inmediato.
Recuerdo que acabé esa primera lectura una tarde tumbado en mi cama, mientras el sol del suburbio limeño donde aún viven mis padres se apagaba a través de la ventana. Una o dos horas después, luego de cenar, regresé corriendo a mi habitación y volví a leerlo. Terminé de nuevo esa misma noche. Y volvería a leerlo tres veces más durante esa semana, siempre de noche en mi habitación.
Mi compulsión lectora se ha visto beneficiada desde la niñez por las pocas horas de sueño que necesito. A estas alturas de mi vida no sé qué ha sido primero: esa tenue y prácticamente inocua forma de insomnio o los libros.
Desde entonces, todo, o casi todo, lo que he aprendido lo he aprendido en negro sobre blanco. Cuando me he sentido solo, asustado, confundido e incluso desesperado he buscado compañía, cobijo, consuelo y respuestas en un libro o en artículos de revistas. Leer es mi manera de acercarme al mundo.
Cuando he debido enfrentarme a la depresión, el primer y más desconcertante síntoma ha sido siempre la dificultad para leer. ¿Cómo he superado o lidiado con el pavor que me produce ser incapaz de internarme en novelas, relatos o ensayos debido al caos que se apodera de mi cabeza presa de la depresión? Leyendo historietas de Calvin and Hobbes.

Una de las primeras veces que tuve que sentarme en un consultorio psiquiátrico, cuando el médico me pidió que le explicara cómo me sentía, qué ocurría dentro de mi cabeza, usé el siguiente simil:
Me gusta pensar que, de cierta forma, mi cabeza es una pequeña biblioteca donde las ideas, las palabras, las frases, los recuerdos, están ordenados en estantes a los que acudo cada vez que lo necesito, ya sea durante una conversación o cuando escribo frente a la computadora. Cuando estoy deprimido es como si alguien hubiera roto el foco desnudo que colgaba del techo y alumbraba la biblioteca; como si ese alguien, además, hubiera tumbado los estantes y regado todos los libros por el suelo. Y me encuentro a gatas y a oscuras buscando a tientas las ideas, las palabras, las frases, los recuerdos, que necesito y no aparecen por ningún lado.
Cuando algo nuevo me interesa, busco un libro sobre el tema. Cuando algo me sorprende, voy al archivo del New Yorker a ver si se ha escrito algo al respecto. Cuando descubro una pasión nueva, intento agotar la bibliografía disponible. Cuanto tengo miedo, cuando no entiendo, cuando me siento superado por lo que tengo delante cojo el teléfono, googleo y busco respuestas en un artículo o en la tienda de ebooks de Amazon o, cuando vivía en España, en ese mundo infinito que son las librerías de viejo (físicas u online).
Cuando leo, cuando encuentro lo que estaba buscando o cuando encuentro respuestas a preguntas que todavía no sabía que iba a formularme, me llena una sensación mezcla de vértigo y confort que no soy capaz de describirles. Pero imagino que no hace falta, que muchos de ustedes la comparten y saben perfectamente de lo que hablo.
*Publiqué una versión anterior de este texto en mi muro de Facebook en abril de 2013.