Tener razón no es suficiente

Desde hace ya un buen tiempo, una popular radio peruana ha convertido en su lema la frase «Porque tu opinión importa». La frasecita no es sino un paso más allá del famoso «todas las opiniones se respetan». El dicho original, si se piensa con cuidado, no es sino un malentendido.

Una opinión no se respeta: o se está de acuerdo con ella o se discute. Quien merece respeto es la persona que la expresa, pero ese respeto -o consideración- no tiene por qué alcanzar necesariamente a la idea expresada. Cuando se trata de opiniones, a mí me gusta mucho más el dicho anglosajón: las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene una y la mayoría apesta.

El problema aquí no es que una radio deseosa de llenar espacio al aire con contenido gratuito abra el micrófono para que sus oyentes llamen a decir lo que les plazca, el problema es que la mayoría de columnistas o analistas en Perú y buena parte de la prensa hispanoamericana parece haber hecho suyo el lema.

Hace un tiempo, cuando todavía era editor de un periódico y mantenía una columna semanal, lancé un reto a mis amigos y seguidores en Twitter y Facebook: «Enumeren articulistas o columnistas en prensa peruana que habitualmente citen informes, estudios, libros, artículos». El silencio con que fue recibida mi inocentada –incluso los pocos que respondieron no pudieron aportar nombres– fue a la vez triste y revelador. Me atrevo a pensar que el mismo reto lanzado en España, México o Argentina daría resultados similares.

No es que confunda erudición con argumentación, pero la búsqueda de fuentes documentales es, desde mi punto de vista, al menos un signo de curiosidad; de haber intentado siquiera escapar al ombliguismo dominante.

Cuando leo a los nombres recurrentes de la opinología en mi país, pero también en la mayoría de medios en castellano, pienso en las palabras del escritor español Rafael Sánchez Ferlosio (en la foto de cabecera), quien en un ensayo de 2002 escribía: «nada hay más peligroso para uno que estar cargado de razón ni nadie más peligroso para los demás que el que está cargado de razón».

La mayoría de opinólogos pareciera enfrentarse a la página en blanco «cargado(s) de razón», sin saber o siquiera plantearse que no basta con tener –o creer que se tiene– razón, sino que es indispensable demostrarlo. Sin entender o siquiera plantearse aquello que escribió Christopher Hitchens a propósito de George Orwell:

Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas.

Tener razón sin argumentar por qué no significa nada. De hecho, esa carencia significa, casi siempre, que no tienes razón. Pero, hoy, basta echar un vistazo a las páginas de Opinión en diarios y sites de medios, pareciera que argumentar se ha convertido en un trámite tan innecesario como, para muchos, frenar el auto delante de un paso de cebra. Total, qué más da llevarse unas cuantas verdades o personas por delante.

No sé ustedes, pero yo estoy harto de personas que piensan que abrazar causas que creen justas es un salvoconducto -o, peor, una excusa- para desactivar la necesidad de argumentar y contemplar matices en cualquier discusión. La supuesta justicia de una causa puede resultar evidente para uno, pero no para el vecino. Es por ello, no solo pero sobre todo, que hace falta abundar en argumentos.

Mi hartazgo crece de forma exponencial cuando esa ausencia de argumentos y matices excede al intercambio amateur de redes sociales y se instala en la prosa de periodistas, analistas o escritores, cuya labor profesional pasa, o debería pasar, precisamente por elaborar argumentos.

Escribir en una tribuna en medios -impresos o digitales- es, siempre, participar de la discusión pública, aunque haya autores que prefieran olvidarlo. Como olvidan que esa discusión exige unos mínimos de altura y complejidad que, lastimosamente, muy pocos parecen estar dispuestos a respetar.

Las redes sociales nos han hecho creer a todos que nuestras opiniones, ceñidas a 140 -o 280- caracteres, aderezadas con un meme o un gif y atadas a un hashtag, son indispensables para la supervivencia de la Humanidad, aun cuando no las sustenten ni un solo dato o el más mínimo esfuerzo de entendimiento.

Que el ciudadano de a pie, cuyo salario o recibo por honorarios depende de cualquier otra actividad, crea que Facebook y Twitter no pueden vivir sin su última ocurrencia genial, bueno, qué le vamos a hacer.

Que personas a las que se les paga por opinar con conocimiento de causa rebajen el debate público a una discusión de borrachos a las cuatro de la madrugada, a la que solo le falta el «yo te aprecio» o un «no sabes con quién estás hablando, conchetumare«, resulta empobrecedor, triste y exasperante.

*Una versión anterior de este texto, con otro título, fue publicada el 15 de agosto de 2016 en Perú21.

La voz de Orwell

Orwell es el único ensayista que habla en mi cabeza con voz absolutamente propia*. Una voz nítida y sonora, una voz casi real, que consigue apartarse de la voz metafórica a la que nos referimos cuando hablamos de la prosa de un autor. Como si en lugar de estar leyendo y procesando palabras negro sobre blanco estuviera escuchándolas a unos pocos metros de distancia.

Una voz que no es igual a ninguna otra, de la misma forma que la voz de mi esposa, mi padre o alguno de mis amigos más cercanos no es igual a ninguna otra voz cuando mi oído las reconoce en medio de un salón. Con la diferencia de que se trata de una voz que, en realidad, jamás he escuchado. Una voz de la que no existe registro alguno y que se apagó en 1950, un año antes de que naciera mi padre, treinta y un años antes de que naciera yo.

La única pieza audiovisual que existe de Orwell es esta:

Unos pocos segundos que muestran a Eric Arthur Blair (el verdadero nombre del autor) con 18 años, caminando junto un grupo de compañeros en Eton College. Blair es el cuarto de la izquierda.

Pese a que sabemos bastante sobre el proceso que nos permite entender lo que leemos, hasta donde sé todavía no conocemos la fisiología del cerebro al punto de comprender la manera exacta en que transformamos las palabras que leemos en discurso que fluye y resuena en nuestra mente. Sabemos lo que ocurre, pero no sabemos con certeza cómo ocurre.

No sé qué daría por entender qué hace posible que las palabras escritas a mano o a máquina por un oficial inglés de la Policía Imperial India durante la primera mitad del siglo XX retumben en mi cabeza con la misma claridad que las pronunciadas a mi lado, en vivo y en directo, por algunas de las personas que más quiero.

¿Qué hay ahí? ¿Cuál es el mecanismo? ¿Por qué Orwell y no el resto de autores por los que siento similar admiración? ¿De qué manera particular están organizadas en su prosa las mismas palabras que usa cualquier persona que escribe en inglés contemporáneo para conseguir ese efecto? ¿Me ocurre solo a mí o también a todos esos otros escritores que han dado testimonio de su devoción por él?

¿Qué hay en la prosa de este hombre que «como señaló Lionel Thrilling, no era un genio; no era un tipo misterioso; cumplió servicio en Burma; lavó platos en un hotel parisino, y luchó durante unos pocos meses en España, pese a lo cual no tuvo una vida aventurera; que pasó la mayor parte de su vida en Londres y reseñó libros» (en palabras del escritor Keith Gessen)?

¿Escuchan esos autores, o ustedes, también su voz, pero no en sentido metafórico, sino una voz real, distinta, única, inconfundible, cuando leen Propaganda and Demotic Speech, No, Not One o Politics and the English Language?

Quizá a eso se refería Christopher Hitchens cuando escribió en su libro sobre el autor de Homage to Catalonia, Why Orwell Matters (Basic Books, 2002), que pese a no contar con registros grabados de la voz de Orwell, «en realidad sí tenemos su voz, y no parece que hayamos llegado al punto en que podamos decir que no sigamos necesitándola» (la cursiva es mía).

En otro momento del libro (hay traducción al castellano reciente de la editorial Página Indómita y una anterior, de 2003, publicada por Emecé bajo el título La victoria de Orwell), en las páginas finales, Hitchens dice (el énfasis es mío):

Si es cierto que le style, c’est l’homme (una afirmación que los admiradores de M. Claude Simon deben esperar con devoción que sea falsa), entonces lo que tenemos en George Orwell es en modo alguno el ‘santo’ mencionado por V.S. Pritchett y Anthony Powell. En el mejor de los casos podría afirmarse, incluso por un admirador ateo, que Orwell tomó algunas de la virtudes supuestamente cristianas y mostró cómo podían ‘vivirse’ sin devoción ni fe religiosa. También podría esperarse que, adaptando las palabras que Auden dedicó a Yeats en su muerte, el tiempo trate con amabilidad a aquellos que viven por y para la lengua. Auden añadió que el tiempo ‘con esta curiosa excusa’ podría hasta ‘perdonar a Kipling y sus opiniones’. Las ‘opiniones’ de Orwell han sido reivindicadas en buena medida por el paso del tiempo, así que no hace falta que busque perdón. Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas; y que las posiciones políticas son relativamente poco importantes, mientras que los principios tienen una manera de perdurar, de la misma forma que los pocos individuos irreductibles que se mantienen fieles a ellos.

Aquí pueden ver una conferencia de Hitchens basada en Why Orwell Matters:

Es al estilo, a ese «compromiso con el lenguaje», al que podemos atribuir el poder evocador de la prosa de Orwell. Ningún otro autor que conozco encarna con tanta exactitud estas palabras de la ensayista y poeta Emily Hiestand, escritas en un pequeño ensayo titulado precisamente On Style:

El lenguaje no es una cinta transportadora que acarrea otra cosa llamada «la idea», sino que es fundamental a la idea. Los poetas -esos científicos investigadores en el laboratorio del idioma- dirían incluso que el lenguaje es la idea por completo. Pero incluso en prosa, sea lo que sea que nuestras palabras buscan expresar, la naturaleza del lenguaje es en sí misma un signo poderoso. Los modismos, cadencia y finura o languidez del lenguaje, todo trabaja de forma organizada para comunicar, muchas veces de manera tan enfática como el mensaje explícito (…) La voz de un escritor tiene, por supuesto, una marca distintiva, y las variaciones de tono de un trabajo a otro no son un acto camaleónico. Existen variaciones dentro de la misma voz, que representan nuestra capacidad para adentrarnos en diversas ideas de forma imaginativa, de explorar temas diversos a través del lenguaje.

No sé cómo funciona dentro de nuestro cerebro, pero créanme que, al menos en el caso de Orwell, funciona.

Si no pongo aquí ejemplos de su escritura es porque, pese a que debe tratarse de uno de los autores más citados del siglo XX, la prosa en los ensayos de Orwell trabaja construyendo sentido poco a poco, paso a paso, sin apurarse ni mostrar las ideas de golpe. Uno puede entresacar frases citables de cada página, pero el verdadero valor de su prosa no se encuentra en su efectismo o espectacularidad sino en la manera en que van abriéndose camino las ideas -palabra a palabra, oración a oración, párrafo a párrafo-, luego de una ardua discusión consigo mismo.

Como escribió Hitchens, «Orwell es un escritor que está permanentemente midiéndose la temperatura. Si el termómetro indica que se encuentra demasiado alta o demasiado baja, toma las medidas necesarias para corregirse». Y esto ocurre, casi siempre, en el mismo texto.

Ahí radica el poder de la prosa de Orwell. En la manera en que duda, en que va ensayando preguntas y respuestas, a veces erradas o incompletas, para luego rectificar o salir reforzado párrafos más adelante.

Leer al Orwell ensayista es asistir a un partido de tenis o combate de box donde el autor se enfrenta a sus propias ideas, que va descartando, refinando y ajustando, como quien devuelve una pelota con un passing shot o se cubre ante un swing y responde con un hook. Una y otra vez. Hasta quedar rendido o satisfecho.

all art is propaganda george orwell
Uno de los tomos editados por Packer

Quien sale ganando siempre es el estilo porque, en palabras de George Packer -otro orwelliano confeso, editor de dos volúmenes compilatorios de sus ensayos-, «Orwell mostró que el duelo realmente absorbente es el que tiene uno consigo mismo». La magia del estilo de Orwell -lo que nos absorbe- es que, mientras leemos, asistimos en primera a fila a la discusión que el autor está teniendo con sus propias ideas. Y eso, cuando por lo general hasta el más mediocre de los ensayistas suele escribir convencido de su opinión incluso antes de empezar a teclear, le confiere a su prosa un carácter único y revelador.

La gran lección de Orwell y su estilo es que, a diferencia de lo que muchos creen, escribir ensayos no es una manera de dar sermones desde el púlpito de un teclado. Escribir ensayos es un método de descubrimiento en el que, para tener éxito, hay que empezar por cuestionar las verdades asumidas e ideas propias. Ojalá con una pizca de la lucidez y honestidad que Orwell puso en cada uno de los suyos.

Postdata: Si pueden, léanlo en inglés. Nada es comparable a leer las palabras que el autor mismo escribió. Si no, hasta donde he podido revisar, las recientes traducciones realizadas por Debate en España son estupendas.

*En realidad hay otra, Hannah Arendt, pero para hablar de Arendt hace falta otro post. O varios.