Roma, arte e incomodidad

Sergio del Molino, uno de los autores que más admiro en español y de quien además tengo la suerte de ser amigo, menciona la reseña que escribí hace unos pocos días sobre Roma en esta inteligente columna sobre la disyuntiva arte/panfleto moral publicada en el diario El País el día lunes 25 de febrero.

Dice Sergio en su columna:

Como resumía el periodista Diego Salazar en Foreign Policy: “Roma es un homenaje hermoso a la opresión doméstica”. En otras palabras: la mirada condescendiente de un señorito a las criadas que agradecen los mendrugos de pan lanzados por los amos. Y algo de eso puede haber. Al fin y al cabo, es una historia de inspiración autobiográfica narrada por un señorito que evoca su relación filial con una criada. Hay un retrato sin enjuiciamiento, y si no hay condena explícita, muchos espectadores concluyen que hay justificación implícita de un orden social. Pero eso es exigirle al arte algo que el arte no está obligado a dar y que, además, lo estropea hasta convertirlo en panfleto. Roma es arte porque se centra en el retrato y no en enjuiciar lo retratado. Es decir, Cuarón ha contado lo que le ha dado la gana y no lo que algunos le exigían que contara.

A diferencia de Sergio, yo creo que la película de Cuarón no hace nada por encarar el tópico –habitual en relatos (cinematográficos o literarios) de autores latinoamericanos– de las empleadas de hogar como muchachas «mudas… cortas pero buenas o, cuando menos, inocentes», en palabras de la escritora colombiana Margarita García Robayo.

Mi reseña continuaba (pueden leerla completa en español aquí):

La historia de la niñera de Cuarón se encuentra atrapada en el recuerdo idílico del cineasta, una mirada infantiloide, como si tantos años después el Cuarón adulto no hubiese aprendido nada sobre la realidad de Libo (Cleo) ni hubiera ampliado su mirada y comprensión para entender que la vulnerabilidad de ella era el precio a pagar por su seguridad infantil.

La diferencia en nuestras lecturas de Roma, creo, es uno de esos temas en los que nunca conseguiremos ponernos de acuerdo. Si Sergio y yo fuéramos autores de otro siglo, nos imagino perfectamente gastando decenas de folios de papel y sobres de correo en largas argumentaciones en defensa de nuestras posiciones.

Me parece que es perfectamente posible tener lecturas y visiones diferentes de una película tan rica en simbología y ambición sin que el desacuerdo presuma mala fe, idiotez o ignorancia del que opina distinto a uno. De hecho, la disparidad y enorme cantidad de opiniones que ha suscitado Roma es, para mí, una de las cosas más fascinantes de la película y una de las razones por las que acepté escribir al respecto cuando la editora de Foreign Policy me lo sugirió.

Mi reflexión y crítica a Roma asume explícitamente la posibilidad de esas lecturas distintas y, como señalo en el propio texto, está hecha a partir de la perspectiva particular que supone ver la película con ojos latinoamericanos e, incluso, de latinoamericano de clase media o media alta. Esa condición supone, desde mi punto de vista, que con casi toda seguridad uno ha sido o es cómplice de la estructura de poder y desigualdad que da origen y sostiene la situación de semiesclavitud en que viven Cleo y una parte importante de las mujeres –aunque no solo– que realizan trabajos domésticos en nuestras sociedades.

A pesar de lo que Sergio deja caer en su columna, yo no le pido a Cuarón que haga crítica social explícita, ni mucho menos panfletos moralistas. Pocas cosas me interesan menos. Mi crítica a la película está centrada en ciertas decisiones estéticas y narrativas del director que, a mi modo de ver, dejan traslucir cierta falta de reflexión y/o entendimiento por su parte acerca del asunto central de la película: de nuevo, la condición de semiesclavitud en que sobrevive Cleo en la ficción, equiparable a la de miles de mujeres latinoamericanas todavía hoy en pleno año 2019. Si no lo han hecho, los invito de nuevo a leer el texto para entender a qué me refiero.

Llevo algunos días pensando si comentar todo esto, ya que si bien he seguido con cierta atención los múltiples comentarios y reacciones, tanto a favor como en contra, que ha suscitado mi ensayo, hace tiempo ya que tomé la decisión de no discutir mis textos a posteriori en redes sociales, creo que lo que escribo debe defenderse solo, a menos que haya errores factuales groseros.

Si lo hago aquí es, primero, debido a la interpelación directa e inteligente que me hace Sergio, tanto en su columna como en un comentario de Facebook. Interpelación que me ha servido además para dar algo de forma a la reflexión acerca de algunos cuestionamientos que se han hecho a mi lectura.

Pero también escribo estas líneas porque he encontrado fascinante que haya un grupo importante de gente –no es el caso de Sergio en absoluto– para la que pareciera que las únicas respuestas posibles ante un artefacto cultural son «lo adoro con locura» o «lo odio tanto que nunca debería haber existido».

Parece que hay quien piensa, a raíz de mi lectura crítica, que he odiado la película o que pienso que habría que prenderle fuego a todas las copias existentes y a Cuarón mismo. Por supuesto, eso no es así. Como le decía a Sergio en un comentario en su muro de Facebook, parece que hay mucha gente que piensa que es una excentricidad o un imposible que uno disfrute una película o un libro o cualquier artefacto cultural pero, a la vez, este le suscite preguntas, dudas y hasta cierta incomodidad que lo lleven a cuestionarlo y a cuestionarse uno mismo.

Por suerte, hay también quien, estando en desacuerdo con uno, plantea preguntas y cuestiones que, lejos de zanjar el debate, lo azuzan e impiden que uno agote la reflexión ensimismado. Como Sergio. Gracias, querido.

La lección de Martín, el padre de Hache

A propósito de la muerte de Federico Luppi, el escritor Manuel Jabois reflexiona en su columna de El País acerca de lo que una de las películas más conocidas del actor argentino significó para su generación, que –con unos pocos años de diferencia– es también la mía. Jabois comenta el clímax de la película dirigida por Adolfo Aristarain:

…una piscina en la que flota Alicia (Cecilia Roth). Ella, inteligente y libre, deja de nadar cuando comprende que cagó su vida entera por un hombre, Martín, padre de Hache, que se comunica con frialdad, desprecio o impotencia, implacable en el juicio porque debe pensar que la sinceridad absoluta es un valor en sí misma. Uno de esos hombres cultos tan comunes en la intelligentsia que creen que su integridad moral es un salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea.

Aquí Jabois describe un cliché o trope demasiado habitual en el cine de autor independiente. Un trope tan extendido en libros y películas y tan pernicioso como la Manic Pixie Dream Girl o las Women in Refrigerators.

Aquí pueden ver el último diálogo que mantienen Alicia (Cecilia Roth) y Martín (Federico Luppi), antes de que ella acabe con su vida:

Todos los que hemos sido hombres jóvenes con ciertas inquietudes intelectuales o culturales, todos los que creímos reconocer en nuestra inmadurez, carencias afectivas y el sentimiento de incomprensión propios de la adolescencia un germen de talento artístico, y –en consecuencia– nos refugiamos en los libros o el cine, hemos sido expuestos a horas y horas de personajes como Martín, el padre de H.

Y los hemos visto como ejemplos, y nos hemos aferrado a ellos en nuestra mediatizada educación sentimental. Pensando, equivocadamente, que ser un hijo de puta quizá no es ya un requisito para ser un gran artista o un gran hombre (aunque haya quien todavía lo piense), pero que si destacamos lo suficiente, que si nuestra obra es admirada por suficiente gente nos será entregada una coartada para no tener que lidiar con nuestra inmadurez afectiva, ni vernos confrontados con nuestras miserias personales en el (mal)trato con otras personas. Quizá no seamos hijos de puta de manera decidida, pero si nos comportamos como tales por cobardía o dejadez, tendremos siempre una excusa a mano.

Como escribía el crítico Charles McGrath en un artículo de 2012 titulado Good Art, Bad People:

…cuando experimentamos arte, este parece ennoblecedor: nos inspira y transporta, refina nuestros criterios, amplía nuestro entendimiento y nuestro sentido de la compasión. Por supuesto, imaginamos que somos mejores personas gracias a él. Y si el arte hace tanto por nosotros, quienes no hacemos más que disfrutarlo, entonces debe tener un efecto incluso mayor y más inspirador en la vida y carácter de aquellos que, de hecho, lo crean. Nos aferramos a estas nociones -particularmente a que el arte nos mejora moralmente- contra toda evidencia, pues como ya señaló célebremente George Steiner el Holocausto las descartó todas de una vez y para siempre.

Que «el hombre inteligente y fiel a sí mismo al punto de maltratar a quien tiene alrededor [particularmente a mujeres]» sea un trope literario y cinematográfico no significa que estos hombres no existan en la realidad y que el arte no deba representarlos.

Pero sí significa que quienes crean ficción deberían ser conscientes de su naturaleza de cliché, lo desmesuradamente habitual que es en productos culturales y de las implicaciones ideológicas que tiene que ese personaje, quizá el antihéroe por excelencia del realismo contemporáneo, se salga casi siempre con la suya y no deba pagar, en carne propia, las consecuencias de su adolescencia emocional y el maltrato al que somete a otro(a)s.

El arte no debería ser nunca un vehículo de adoctrinamiento ideológico, pero pensar que un artefacto narrativo está desprovisto de ideología porque su autor no ha reflexionado lo suficiente al respecto, no quiere admitir la proveniencia de las ideas que subyacen a su obra o que su mensaje no acarrea responsabilidades, sobre todo cuando repite tropes omnipresentes y debidamente identificados por la crítica cultural, es de una ingenuidad que un intelectual o artista serio no puede permitirse.

De hecho, debería darnos una pista de la tremenda carga ideológica de este trope particular que la inteligencia o la cultura o la supuesta integridad moral vistas como un «salvoconducto para comportarse de cualquier forma con quien sea» sean una coartada que solo está a disposición de hombres. En el arte y en la vida real.

La desproporción entre mujeres «hija de puta pero encantadora y admirada por sus colegas» con hombres de las mismas características en el cine es tal que los reto a pensar, ahora mismo, mientras leen, en una sola.

A mí me ha venido a la cabeza Amy, el personaje interpretado por Rosamund Pike en Gone Girl. Pero Amy, si recuerdan la película, es una psicópata y no trabaja ni tiene casi amigos, así que no despierta la admiración de nadie. Más que una antihéroe posmoderna, es una villana clásica que se sale con la suya. E incluso una Cute and Pyscho. ¿Dónde están las Martín, padre de Hache, del cine contemporáneo? Me imagino que existen pero ahora mismo tengo dificultades para recordar siquiera una.

En la vida real tenemos varios ejemplos recientes de hombres poderosos en industrias creativas –incluido Luppi, el actor que dio vida a Martín, el padre de Hache– que se salieron con la suya durante años pese a que el acoso o violencia a que sometían a mujeres era conocido de sobra por sus pares o colegas. Salvoconducto que muy rara vez se entrega a mujeres en posiciones de poder, incluso cuando el crimen del que se las acusa es ser «conflictivas».

No pretendo aquí discutir si es posible o justificable admirar o rendir homenaje público a la obra de creadores repulsivos en su vida privada o pública, ese es tema para otro artículo, sino lo que significa que personajes así sean tan habituales en el cine y sean retratados bajo una luz favorecedora y hasta como ejemplos a imitar. Lo que me interesa es la falta de atención que creadores, sobre todo hombres, parecen prestar a la ideología que corre bajo sus decisiones narrativas.

Es tan ingenuo analizar y descartar de cuajo una película u otro artefacto cultural exclusivamente por las ideas sobre las relaciones entre hombres y mujeres que transmite, como negar de plano que estas ideas existen, aunque sea como subtexto, y pensar que la repetición ad nauseum de esa visión del mundo no tiene consecuencias.

¿O de verdad alguien piensa que, por poner un ejemplo, nuestra idea contemporánea del amor no ha sido en parte -podemos discutir el peso o proporción todo lo que quieran- moldeada por Hollywood y sus satélites?