Roma, arte e incomodidad

Sergio del Molino, uno de los autores que más admiro en español y de quien además tengo la suerte de ser amigo, menciona la reseña que escribí hace unos pocos días sobre Roma en esta inteligente columna sobre la disyuntiva arte/panfleto moral publicada en el diario El País el día lunes 25 de febrero.

Dice Sergio en su columna:

Como resumía el periodista Diego Salazar en Foreign Policy: “Roma es un homenaje hermoso a la opresión doméstica”. En otras palabras: la mirada condescendiente de un señorito a las criadas que agradecen los mendrugos de pan lanzados por los amos. Y algo de eso puede haber. Al fin y al cabo, es una historia de inspiración autobiográfica narrada por un señorito que evoca su relación filial con una criada. Hay un retrato sin enjuiciamiento, y si no hay condena explícita, muchos espectadores concluyen que hay justificación implícita de un orden social. Pero eso es exigirle al arte algo que el arte no está obligado a dar y que, además, lo estropea hasta convertirlo en panfleto. Roma es arte porque se centra en el retrato y no en enjuiciar lo retratado. Es decir, Cuarón ha contado lo que le ha dado la gana y no lo que algunos le exigían que contara.

A diferencia de Sergio, yo creo que la película de Cuarón no hace nada por encarar el tópico –habitual en relatos (cinematográficos o literarios) de autores latinoamericanos– de las empleadas de hogar como muchachas «mudas… cortas pero buenas o, cuando menos, inocentes», en palabras de la escritora colombiana Margarita García Robayo.

Mi reseña continuaba (pueden leerla completa en español aquí):

La historia de la niñera de Cuarón se encuentra atrapada en el recuerdo idílico del cineasta, una mirada infantiloide, como si tantos años después el Cuarón adulto no hubiese aprendido nada sobre la realidad de Libo (Cleo) ni hubiera ampliado su mirada y comprensión para entender que la vulnerabilidad de ella era el precio a pagar por su seguridad infantil.

La diferencia en nuestras lecturas de Roma, creo, es uno de esos temas en los que nunca conseguiremos ponernos de acuerdo. Si Sergio y yo fuéramos autores de otro siglo, nos imagino perfectamente gastando decenas de folios de papel y sobres de correo en largas argumentaciones en defensa de nuestras posiciones.

Me parece que es perfectamente posible tener lecturas y visiones diferentes de una película tan rica en simbología y ambición sin que el desacuerdo presuma mala fe, idiotez o ignorancia del que opina distinto a uno. De hecho, la disparidad y enorme cantidad de opiniones que ha suscitado Roma es, para mí, una de las cosas más fascinantes de la película y una de las razones por las que acepté escribir al respecto cuando la editora de Foreign Policy me lo sugirió.

Mi reflexión y crítica a Roma asume explícitamente la posibilidad de esas lecturas distintas y, como señalo en el propio texto, está hecha a partir de la perspectiva particular que supone ver la película con ojos latinoamericanos e, incluso, de latinoamericano de clase media o media alta. Esa condición supone, desde mi punto de vista, que con casi toda seguridad uno ha sido o es cómplice de la estructura de poder y desigualdad que da origen y sostiene la situación de semiesclavitud en que viven Cleo y una parte importante de las mujeres –aunque no solo– que realizan trabajos domésticos en nuestras sociedades.

A pesar de lo que Sergio deja caer en su columna, yo no le pido a Cuarón que haga crítica social explícita, ni mucho menos panfletos moralistas. Pocas cosas me interesan menos. Mi crítica a la película está centrada en ciertas decisiones estéticas y narrativas del director que, a mi modo de ver, dejan traslucir cierta falta de reflexión y/o entendimiento por su parte acerca del asunto central de la película: de nuevo, la condición de semiesclavitud en que sobrevive Cleo en la ficción, equiparable a la de miles de mujeres latinoamericanas todavía hoy en pleno año 2019. Si no lo han hecho, los invito de nuevo a leer el texto para entender a qué me refiero.

Llevo algunos días pensando si comentar todo esto, ya que si bien he seguido con cierta atención los múltiples comentarios y reacciones, tanto a favor como en contra, que ha suscitado mi ensayo, hace tiempo ya que tomé la decisión de no discutir mis textos a posteriori en redes sociales, creo que lo que escribo debe defenderse solo, a menos que haya errores factuales groseros.

Si lo hago aquí es, primero, debido a la interpelación directa e inteligente que me hace Sergio, tanto en su columna como en un comentario de Facebook. Interpelación que me ha servido además para dar algo de forma a la reflexión acerca de algunos cuestionamientos que se han hecho a mi lectura.

Pero también escribo estas líneas porque he encontrado fascinante que haya un grupo importante de gente –no es el caso de Sergio en absoluto– para la que pareciera que las únicas respuestas posibles ante un artefacto cultural son «lo adoro con locura» o «lo odio tanto que nunca debería haber existido».

Parece que hay quien piensa, a raíz de mi lectura crítica, que he odiado la película o que pienso que habría que prenderle fuego a todas las copias existentes y a Cuarón mismo. Por supuesto, eso no es así. Como le decía a Sergio en un comentario en su muro de Facebook, parece que hay mucha gente que piensa que es una excentricidad o un imposible que uno disfrute una película o un libro o cualquier artefacto cultural pero, a la vez, este le suscite preguntas, dudas y hasta cierta incomodidad que lo lleven a cuestionarlo y a cuestionarse uno mismo.

Por suerte, hay también quien, estando en desacuerdo con uno, plantea preguntas y cuestiones que, lejos de zanjar el debate, lo azuzan e impiden que uno agote la reflexión ensimismado. Como Sergio. Gracias, querido.

Algunas cosas que se han dicho sobre No hemos entendido nada

«Diego Salazar sube al ring conceptos tan escurridizos como posverdad, fake news y revolución digital, y analiza las herramientas –generalmente desastrosas– con que los medios de comunicación les han hecho frente. Luego, en un knockout demoledor, demuestra que el único camino posible para el futuro del periodismo es la utilización de las mejores armas de toda la vida: investigación minuciosa, chequeo de datos y prosa sublime. Este libro reúne las tres».
Leila Guerriero, autora de Plano americano y Los suicidas del fin del mundo.

«Amigos periodistas: si quieren una buena novela de terror, el libro de Diego Salazar les va a estremecer. Escalofríos y sustos garantizados. No hemos entendido nada disecciona la razón de ser del periodismo en un mundo donde parece haber perdido su sentido, y lo hace desde la incomodidad y la autocrítica, sin complacencia, para recordar que sigue habiendo una verdad y que es posible entreverla si se corta bien la maleza».
Sergio del Molino, autor de La hora violeta y La España vacía.

«Me he reído a gritos leyendo No hemos entendido nada. Un libro divertido e incisivo acerca del periodismo y su caída libre escrito por una de las mentes más iluminadas de Latinoamérica».
Alberto Fuguet, autor de Sudor, Missing: una investigación y VHS (Unas memorias).

«No hemos entendido nada [es] uno de los libros más importantes sobre la crisis actual del periodismo, conectada, por supuesto, al desafío de internet».
Edmundo Paz Soldán, autor de Río fugitivo, Los vivos y los muertos y Norte.

«Si realmente te interesa el periodismo y entender un poco lo que estamos afrontando debes leer el libro de Diego Salazar».
Esther Vargas, directora de Clases de Periodismo.

«¿Qué tiene que ocurrir para que un periodista ponga de lado una de las partes esenciales del oficio? Diego Salazar ha hecho de esta pregunta un caso de estudio sobre un mal creciente y contemporáneo: los periodistas no verifican, los editores no editan, y los medios de información caen, uno tras otro, víctimas de sí mismos. ¿Qué esperanza de vida tiene un medio periodístico que no hace periodismo? No hemos entendido nada es el libro donde Diego Salazar desmenuza el presente sin demasiado futuro del periodismo».
Marco Avilés, autor de De dónde venimos los cholos y No soy tu cholo.

«Una de las mejores cosas que le podía pasar al periodismo peruano de estos tiempos ha sido el nacimiento de No hemos entendido nada, el espacio que Diego Salazar ha convertido en referente de análisis sobre lo bueno, lo malo y lo complejo de este oficio y la industria que muchas veces lo afea y lo arruina. Este es el libro que da sentido a esta iniciativa».
David Hidalgo, autor de La biblioteca fantasma y Sombras de un rescate.

«No hemos entendido nada (Debate, 2019), [es] un ensayo sobre cómo las redes sociales e Internet han sacudido las redacciones de todo el mundo, revolucionando la forma en la que se consume y se produce la información. [Diego Salazar] disecciona los pilares sobre los que se asienta el modelo de negocio periodístico, estudia los procesos de desinformación y se pregunta cómo los medios pueden recuperar la atención de los usuarios». Matías de Diego, en entrevista de eldiario.es.

Trailer:

La edición peruana de No hemos entendido nada se encuentra disponible en librerías desde julio de 2018.

La edición chilena apareció en enero de 2019.

La edición española salió a la venta el 21 de febrero de 2019.

La edición mexicana se encuentra disponible desde mediados de julio de 2019.

Mientras tanto, quien desee leer el libro antes de que aparezca la edición impresa de su país puede hacerlo en ebook, tanto en Amazon Kindle como en Apple iBooks:

-Si utilizan una cuenta de Amazon domiciliada en Estados Unidos, pueden comprarlo aquí.

-Si utilizan una cuenta de Amazon México, pueden hacerlo aquí.

-Si su cuenta es de Amazon España, lo encuentran aquí.

-Si en lugar de Kindle, utilizan iBooks de Apple, pueden conseguirlo aquí.

ABC, la Luna, los rusos y los diarios teóricos de la conspiración

Me encantan las teorías de la conspiración. Creo haberlo contado ya varias veces. Encuentro algo irresistible en esa pulsión que lleva a tanta gente a creer en elaborados complots, en ejércitos de seres humanos ejecutando al unísono un complejísimo plan sin desviarse un milímetro, sin equivocaciones ni accidentes y, sobre todo, sin filtraciones indiscretas que echen por la borda el diseño elaborado por un oscuro genio del mal.

En el fondo, más allá del delirio y la paranoia, hay en las teorías de la conspiración una fe humanista, una confianza en el carácter perfectible y la diligencia humana, que me gustaría compartir.

Por eso, cuando vi pasar esta «noticia» del diario español ABC, no pude evitar el click:

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Díganme si no es una maravilla. No sé ustedes, pero a mí me encanta particularmente que la nota se encuentre en el apartado CIENCIA del site.

El corazón del cuerpo de la nota, que va sin firma, dice así:

Desde entonces, y pese a la insistencia de Estados Unidos y la NASA en la veracidad de aquel primer alunizaje, han sido muchos los que han dudado de que fuese real. Las dudas acerca de si el Apolo 11 y Armstrong llegaron a la Luna han estado siempre presentes, e incluso las teorías más conspiranoicas aseguran que este nunca fue real.

El próximo año se cumplirán cincuenta años de aquel histórico instante [la llegada del Apolo 11 la Luna], que desde Rusia tampoco terminan de creer como veraz. En ese sentido, Roscosmos, la agencia espacial rusa, ha anunciado ahora la propuesta de una misión a la Luna que se encargue de verificar si aquel alunizaje del Apolo 11 fue o no real.

Así lo ha confirmado este sábado el director general de Roscosmos, Dmitry Rogozin. «Hemos establecido este objetivo: de volar y verificar si los estadounidenses estuvieron allí o no», señaló Rogozin, en respuesta acerca de una pregunta sobre si la NASA llegó a la Luna o no. Una afirmación que hizo en tono distendido, aunque los antecedentes dotan de mucha realidad.

Pese a la insistencia de Estados Unidos y la NASA en la veracidad de aquel primer alunizaje.

En tono distendido.

Nada de eso, por supuesto, fue óbice para titular «Rusia organizará una misión para «confirmar» si Neil Armstrong llegó a la Luna» y darle una palmadita de reconocimiento a una de las más extendidas teorías de la conspiración.

Que Neil Armstrong y Buzz Aldrin nunca pusieron pie en la Luna no solo es una de las teorías de la conspiración más populares del mundo, sino que existen decenas de versiones. La más delirante de todas señala que el alunizaje y la caminata lunar fueron filmadas por Stanley Kubrick, con guión de Arthur C. Clarke, en un estudio de Hollywood.

No son pocas las personas que defienden esta hipótesis o alguna parecida. Hace unos meses, el ex capitán de la selección española de fútbol y del Real Madrid, campeón del mundo en 2010, Iker Casillas, quien cuenta con más de ocho millones de seguidores en Twitter, se apuntaba al club de la conspiración:

Por supuesto, que la NASA puso a dos hombres en la Luna es un hecho probado y las teorías de la conspiración que señalan lo contrario no son sino delirios paranoicos o mentiras interesadas. Aquí pueden leer una nota de National Geographic en español donde desmontan una a una varias de las supuestas pruebas que esgrimen los conspiranoicos.

También pueden ver este programa de la televisión española de 2014, escrito y dirigido por Luis Alfonso Gámez y José A. Pérez, que hace lo mismo en un entretenido y didáctico formato audiovisual:

Existen múltiples razones por las que los seres humanos somos propensos a creer en teorías de la conspiración por muy absurdas que estas sean. En este artículo, la periodista Elizabeth Svoboda hace un estupendo trabajo explicando y resumiendo algunas. Escribe Svoboda (la traducción es mía):

Si bien la debilidad de la gente por teorías de la conspiración puede parecer irracional, nace de un lógico deseo por dotar al mundo de sentido. Atribuir significado a lo que nos ocurre ha ayudado a los seres humanos a prosperar como especie, y las teorías de la conspiración son historias con cohesión interna que «nos ayudan a entender lo desconocido cuando tienen lugar hechos inesperados o que nos producen temor», dice Jan-Willem van Prooijen, un psicólogo social de la Universidad Vrije en Amsterdam. Para algunos creyentes, la sensación de claridad y confort ofrecida por esas historias se anteponen a su veracidad.

Pero, ¿es Dmitry Rogozin, el director de Roscosmos, la agencia espacial rusa, uno de esos creyentes como el artículo del ABC invita a pensar? ¿Cuáles son esos «antecedentes [que] dotan de mucha realidad» a la supuesta afirmación de Rogozin?

Los supuestos antecedentes, según la misma nota, en realidad son solo un antecedente. Este:

El pasado año 2015, el Comité de Investigación de Rusia pidió la apertura de una investigación acerca de los alunizajes estadounidense, dudando así de su veracidad.

¿A qué investigación se refiere el redactor anónimo del ABC?

A una que nunca ocurrió.

¿Saben por qué?

Porque, en realidad, el Comité de Investigación de la Federación Rusa, un organismo equivalente al FBI norteamericano, no solicitó ninguna investigación. Lo cuenta en este artículo para de The Washington Post publicado en junio de 2015 el periodista Rick Noack .

En ese entonces, un portavoz del Comité de Investigación de la Federación Rusa llamado Vladimir Markin escribió una columna donde se quejaba de una investigación del FBI que terminaría destapando el gigantesco escándalo de corrupción de la FIFA que acabó con la carrera de Joseph Blatter y otros dirigentes del fútbol mundial.

Markin renegaba del intervencionismo americano. Las autoridades de ese país, escribía el portavoz del Comité de Investigación, se han «autoproclamado árbitros supremos de los asuntos relacionados con el fútbol internacional». Estados Unidos, decía Markin, debía atenerse al mismo rigor investigador que imponía al resto. Ya que Washington «ha encubierto, respaldado y luego usado a sus propios aliados como víctimas y arietes para apuntalar su dominio en el mundo».

De ser así, continuaba Markin:

Podemos también ayudar a realizar una investigación internacional acerca de dónde se filmó el video, si fue grabado por astronautas en la Luna, o dónde están escondidos esos 400 kilos de suelo lunar que nadie ha visto. No, no estamos diciendo que no volaron [a la Luna] y simplemente hicieron una película. Pero todos esos artefactos científicos, o quizá culturales, son parte de la herencia de la Humanidad y su desaparición sin rastro es una pérdida compartida por todos. Y la investigación dirá.

Por supuesto, la supuesta investigación nunca ocurrió. La bravata de Markin nunca abandonó los confines de las páginas del diario Izvestia, donde fue originalmente publicada. Porque nunca fue nada más que eso. Un «y tú más» de casi 3000 caracteres dirigido a «los americanos», ese enemigo mortal del estado ruso y sus distintas encarnaciones.

Pero, volviendo al presente y a la nueva investigación que supuestamente lanzará Roscosmos, ¿qué dijo, en realidad, hace unos pocos días Dmitry Rogozin, director de Roscosmos? ¿Estaba poniendo en duda el máximo responsable de la agencia espacial rusa que Neil Armstrong y Buzz Aldrin pusieron pie en la Luna en julio de 1969, como el diario ABC afirma?

Si alguno de ustedes entiende ruso puede escucharlo aquí:

El video fue compartido por el propio Rogozin en su cuenta oficial de Twitter:

Según la traducción ofrecida por Microsoft para Twitter en inglés, Rogozin presenta el video así:

I answer questions of the President of Moldova: whether there were Americans on the moon, why do you have @ fighters and trams and how Russian astronautics will help Moldovan grapes?

Traduzco:

Respondo a las preguntas del presidente de Moldavia: ¿Hubo americanos en la Luna? ¿Por qué tienen aviones de combate y tranvías en @roscosmos? ¿Y cómo la astronáutica rusa ayudará a las uvas moldavas?

Como no sé ruso, no puedo saber el momento exacto en que Rogozin habla en el video acerca de la investigación que supuestamente organizará para comprobar si el Apolo XI llegó a la Luna entre sonrisas. Pero sí puedo ver qué dijeron otros medios al respecto.

Si uno realiza un google search utilizando las palabras «Dmitry Rogozin» y «Roscosmos», encontrará que decenas de medios en español y en inglés compartieron la «noticia», todos con distintas variaciones de «Rusia propone verificar si Estados Unidos llegó a la Luna» en el titular.

Encontrará también, que algunos medios en inglés señalaron que Rogozin hizo la propuesta «with a smirk». Es decir, con una sonrisa. Fue así, gracias a esa expresión, que descubrí que todos los medios en español y en inglés que se han hecho eco de la inminente investigación rusa, se basan, a sabiendas o no, en este cable de la agencia Associated Press (AP) del día 24 de noviembre:

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¿Qué es lo que dice la nota de AP? Esto (la traducción es mía):

MOSCÚ (AP) — El director de la agencia espacial rusa Roscosmos dijo que ha propuesto una misión rusa a la Luna para verificar si los alunizajes realizados por Estados Unidos fueron reales, aunque aparentemente estaba bromeando.

«Hemos establecido el objetivo de volar y verificar si estuvieron ahí o no, dijo Dmitry Rogozin en un video publicado el sábado en Twitter.

Rogozin estaba respondiendo a una pregunta acerca de si la NASA alunizó en realidad hace casi 50 años. Parecía estar bromeando, dado que sonrió y se encogió de hombros mientras respondía. Sin embargo, las conspiraciones alrededor de las misiones a la Luna de la NASA son comunes en Rusia.

La Unión Soviética abandonó su programa lunar a mediados de los años 70, luego de que cuatro cohetes experimentales explotaran.

Aparentemente estaba bromeando.

Parecía estar bromeando, dado que sonreía y se encogió de hombros cuando respondió.

La agencia estatal noticiosa rusa RIA Novosti publicó un artículo similar el mismo día, aunque se ahorraba la referencia a la sonrisa de Rogozin. Sin embargo, al día siguiente, en un nuevo artículo, la misma agencia aclaraba que todo era una broma del director de Roscosmos:

«Es un chiste, por supuesto», dijo un representante oficial de Roscosmos a RIA Novostia en respuesta a la solicitud de un comentario acerca de las palabras del director de la empresa estatal.

No sé ustedes, pero para mí el verdadero chiste es que páginas informativas conviertan un cable de una agencia en el que se indica que un oficial ruso realiza un comentario en broma en una noticia que apalanca una de las más absurdas y extendidas teorías de la conspiración.

El chiste es que en las redacciones parece que todo vale con tal de publicar un titular atractivo que «garantice» un buen puñado de clicks.

El problema es que el chiste es tan habitual ya que hace tiempo que dejó de tener gracia. El chiste es tan malo que la broma, en realidad, hace rato que pasamos a ser nosotros, los periodistas. Lo más triste, al menos para mí, es que a nadie parece importarle.

ACTUALIZACIÓN

En ABC han cambiado, en algún momento y sin aclaración alguna en la nota, la bajada y un fragmento del artículo titulado «Rusia organizará una misión para «confirmar» si Neil Armstrong llegó a la Luna» para incluir que la afirmación del director de Roscosmos parece una broma.

Titular y bajada aparecen ahora así:

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El fragmento en cuestión del cuerpo del texto aparece ahora así:

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Así fueron publicados originalmente, sin bromitas de por medio:

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Ningún restaurante vegetariano tailandés fue clausurado por servir carne humana

El día lunes 5 de noviembre, mi feed de Twitter empezó a llenarse de tuits de distintos medios, todos con variaciones de un mismo titular: «Cierran un restaurante vegetariano que servía carne humana».

No tardé mucho en dar click. ¿Quién puede resistirse a esa triada «restaurante vegetariano + asesinato + carne humana»? Luego de leer las notas de La Vanguardia y El Comercio, fui a buscar la «noticia» a Google News.

El «macabro hecho», como describían varios medios lo ocurrido, ya había sido objeto de artículos publicados por otras páginas en español una semana antes:

Estos cinco medios no fueron los únicos en nuestro idioma. También se hicieron eco de lo ocurrido en ese restaurante de Bangkok medios como El Español, 20 Minutos, el Heraldo de Aragón, El Plural, La Voz de Galicia y La Sexta en España; Excelsior de México; ATV, Correo y El Popular en Perú; así como El Comercio de Ecuador, entre muchas otras páginas desperdigadas por Hispanoamérica y el mundo que relataron la «espeluznante noticia» de Prasit Inpathom, cuyos restos habían sido supuestamente servidos en un plato de fideos «vegetarianos».

De uno a otro medio se repetían los siguientes detalles:

  • Algunos clientes se habían quejado porque encontraron en sus fideos vegetarianos trozos de carne.
  • Al inspeccionar el local la policía encontró sangre en el suelo y paredes.
  • La policía de Tailandia localizó el cadáver de un hombre de 61 años en un tanque séptico del restaurante.
  • Autoridades señalaron que la intención del propietario era deshacerse del cuerpo moliéndolo y sirviéndolo por partes a los clientes.
  • El dueño se había dado a la fuga.

¿De dónde provenía toda esa información?

La fuente, como es costumbre cuando se trata de historias estrambóticas, era la página web del Daily Mail. Ya he escrito alguna vez que el diario británico es uno de los medios que más noticias basura publica. Pese a ello, legiones de periodistas en redacciones de todo el mundo siguen acudiendo al site inglés en busca de «noticias» con las que llamar la atención –y mendigar un click– de los usuarios de redes sociales.

¿Qué decía el Daily Mail? Esto:

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Sirven CARNE HUMANA a comensales horrorizados luego de que el dueño del restaurante «matara a un cliente y encontrara una forma repugnante de deshacerse del cadaver»

  • Clientes de un restaurante vegetariano horrorizados al descubrir que les sirvieron carne humana
  • La policía investigaba un restaurante tailandés cuando encontró un cadaver en descomposición en la cocina
  • El cuerpo identificado era de un cliente habitual que se peleó con el dueño
  • La víctima, de 61 años, estuvo desaparecida por más de una semana

El cuerpo de la nota no aportaba mucho. Un par de detalles extra, varias fotos y poco más:

  • Un estudio de la carne encontrada en el local determinó que no era de res ni de cerdo sino humana.
  • La víctima, un visitante habitual del local, se llamaba Prasit Inpathom y había sido visto por última vez en el restaurante tomando copas con su hermano el 21 de octubre.
  • Había sido golpeado con un objeto contundente en la cabeza y apuñalada seis veces en el estómago y la pierna.

Había sí una respuesta a la pregunta que venía haciéndome desde que empecé a leer la nota. ¿Cómo sabía todo esto quien firma el artículo, Alex Chapman, periodista de la edición australiana del Daily Mail?

Si uno revisa los artículos firmados por Chapman para el Daily Mail, se dará cuenta de que el grueso de su producción está centrada en historias ocurridas en Sidney, Melbourne, Adelaide, Perth y otras localidades australianas.

Este es el último de sus grandes éxitos, publicado el día 6 de noviembre: «Un doctor de Melbourne, de 33 años, muere al ser atacado por un tiburón en la localidad de Whitsundays luego de saltar de una tabla de paddle mientras sus colegas trataban desesperadamente de salvarlo (IMÁGENES)».

El 31 de octubre, el día en que publicó la terrorífica historia del restaurante vegetariano de Bangkok que servía carne humana, Chapman escribió otras cinco historias en el site del Daily Mail. Las cinco narraban hechos ocurridos en distintas ciudades de Australia. ¿Cómo hizo el reportero para, además, despachar una jugosa historia policial desde Bangkok?

La respuesta que buscaba se encuentra en una línea de su artículo. Esta:

According to local publications, Prasit was involved in a verbal altercation with the boss of the restaurant.

Traduzco: «Según medios locales, Prasit [Inpathom, el asesinado] se vio envuelto en un altercado verbal con el jefe del restaurante».

¿A qué medios locales se refiere Chapman? Su link redirecciona a uno solo: Asia One.

El problema es que, pese a lo que señala el periodista Alex Chapman, Asia One no es un medio tailandés. Asia One es un agregador de noticias con sede en Singapur, propiedad del conglomerado de medios Singapore Press Holdings.

Un segundo problema es que, pocos días después de publicado, el 2 de noviembre, el artículo de Lam Min Lee era corregido –y desmentido– en la misma página de Asia One.

Si uno hace click hoy sobre el link que redirige a Asia One verá una nota distinta a la que vio –y copió– Chapman. El artículo original, escrito por la periodista Lam Min Lee y publicado el 29 de octubre, tiene ya todos y cada uno de los elementos informativos que posteriormente reproducirá en su artículo el reportero del Daily Mail y que, a continuación, replicarán un buen número de medios en español y en inglés –VICE, Newsweek, Toronto Sun, Daily Mirror, The Sun– durante los días siguientes.

Así abría el artículo cuando fue publicado (esta versión aún puede consultarse en la caché de Google) por primera vez en Asia One el 29 de octubre:

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Esta es la apertura del artículo ahora, luego de que fuera actualizado el día 2 de noviembre:

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En la actualización, la periodista de Asia Online indica:

La policía tailandesa ha aclarado en un comunicado que la carne de un hombre asesinado no fue servida en platos de comida de una restaurante vegetariano de Bangkok, información que había circulado en reportes de la prensa extranjera.

De acuerdo al sitio de noticias en tailandés Khaosod, el restaurante no se encontraba abierto al público en el momento del incidente ya que se encontraba en construcción.

Parece que la modestia de Lam Min Lee le impide señalar que esos «reportes de la prensa extranjera» que informaron sobre el famoso restaurante vegetariano que sirve carne humana lo hicieron todos basándose en el artículo que ella misma escribió para Asia One.

Pero, ¿de dónde sacó la información Lam Min Le?

En su nota la periodista remitía, a través de un link en el primer párrafo, a la página web del Lianhe Zaobao, el principal diario en chino de Singapur. Esa nota del Lianhe Zaobao, publicada el 28 de octubre (desde entonces el artículo ha sido actualizado para incluir una corrección que señala que nunca se sirvió carne humana en el restaurante), remitía a su vez a otro medio: el Oriental Daily News, un periódico en chino publicado en Malasia.

Repasemos: un site en inglés de Singapur (Asia One) publica un artículo sobre un restaurante vegetariano ubicado en Bangkok, Tailandia, que supuestamente sirve carne humana. El site en inglés con sede en Singapur hace esto basándose en la información proveniente de un diario que publica en chino desde Singapur (Lianhe Zaobao) y de otro diario en chino con sede en Malasia (Oriental Daily News).

Acto seguido, un periodista ubicado en Melbourne (Alex Chapman), que trabaja para un diario británico (Daily Mail), copia toda la información de esa nota publicada por el agregador de noticias de Singapur (Asia One) y consigue con su artículo que medios de todo el mundo, de Estados Unidos a España, pasando por Ecuador y Perú, se hagan eco de la fantástica y falsa historia de un restaurante vegetariano que supuestamente sirvió carne humana a sus clientes luego de que el dueño supuestamente asesinara a uno de sus clientes. Todo esto, por cierto, cuando el restaurante ni siquiera estaba abierto.

Hubo, sin embargo, un medio tailandés que sí hizo su trabajo. El site Coconuts, que cubre en inglés varias ciudades del sudeste asiático –Bangkok. Manila, Hong Kong, Singapur, Kuala Lumpur, Jakarta, Bali y Yangon–, publicó un artículo en el que desmontaba esta «macabra» y «espeluznante» historia.

¿Cómo lo hizo? De la forma más sencilla que un periodista puede imaginar: preguntando a los policías responsables de la investigación.

Los periodistas de Coconuts entrevistaron a Adul Thongpetch, policía del distrito de Lat Krabang a cargo del caso, quien indicó lo siguiente:

dado que el restaurante no estaba abierto durante o incluso después de la fecha en que la víctima Prasit Inpathom, de 61 años, fue supuestamente asesinada.

El presunto asesinato, siempre según el oficial Adul Thongpetch, habría ocurrido el 21 de octubre. Durante su entrevista con Coconuts, el policía señaló:

el restaurante no había terminado las obras. Abrieron por tres días de cara al festival vegetariano (que terminó el día 17 de octubre). Esto significa que el local estuvo cerrado desde varios días antes de que el sujeto muriera.

Cuando se le preguntó si faltaba algún trozo de carne de la víctima, el oficial Adul Thongpetch dijo que no. Otro oficial de la policía de Lat Krabang confirmó todos esos datos a los periodistas de Coconuts:

«Esta es una simple investigación de asesinato», dijo el subteniente Sawang Wongbut, riendo ante la forma en que distintos medios habían reportado lo ocurrido.

Pero no solo eso. Según el reporte de Coconuts, el principal sospechoso del crimen no es el dueño del restaurante, sino su hermano:

Boonyuen Kamtawee es el hermano del dueño del local y este le pagaba por trabajar en la construcción. La víctima, por su parte, también recibía dinero por ayudar a Boonyuen. Ambos eran vistos con frecuencia bebiendo juntos hasta altas horas de la noche.

«El sospechoso de asesinato estaba asistiendo regularmente a la obra del restaurante. Cuando ocurrió el asesinato, desapareció. Dos días después (el 23 de octubre), el dueño fue al local y al no encontrar a nadie alertó a la policía».

(…)

Boonyuen, quien «había viajado a su ciudad natal» en la provincia de Prachuap Khiri Khan, se entregó a las autoridades el día 27 de octubre, luego de que se expidiera una orden de arresto. Se ha negado a colaborar con la policía y está preparándose junto a un abogado para defenderse en la corte.

Es decir, según la policía del distrito de Lat Krabang en Bangkok la gran mayoría de datos repetidos por casi todos los medios son falsos. Recordemos:

  • Algunos clientes se habían quejado porque encontraron en sus fideos vegetarianos trozos de carne. FALSO (Nunca hubo fideos con trozos de carne de ningún tipo)
  • La víctima, un visitante habitual del local, se llamaba Prasit Inpathom y había sido visto por última vez en el restaurante tomando copas con su hermano el 21 de octubre. FALSO (Prasit Inpathom había sido visto bebiendo con el hermano del propietario, no con el suyo)
  • Autoridades señalaron que la intención del propietario era deshacerse del cuerpo moliéndolo y sirviéndolo por partes a los clientes. FALSO (Ninguna autoridad declaró esto)
  • El dueño se había dado a la fuga. FALSO (Quien se dio a la fuga fue el hermano del dueño)
  • Un estudio de la carne encontrada en el local determinó que no era de res ni de cerdo sino humana. FALSO (No se encontró carne de ningún tipo)

Hubo también un medio en español que intentó hacer, a su modo, una parte del trabajo. El diario peruano La República, que como ya he señalado alguna vez tiene una extraña afición por historias de «reptilianos» y otras «noticias» que denominan «tendencias».

El día 5 de noviembre, mientras varios medios en nuestro idioma seguían produciendo notas sobre el restaurante vegetariano que sirvió carne humana a sus clientes, La República publicó un artículo titulado «La historia real detrás del ‘restaurante vegetariano que sirvió carne humana’».

En el artículo, sin citar ninguna fuente, La República concluye:

Sin embargo, la policía de Tailandia emitió un comunicado desmintiendo dicha información. Aseguraron que el asesino no ideó tal plan macabro para deshacerse del cuerpo, ni los comensales probaron carne humana. Si bien se encontraron restos del cadáver en la cocina del restaurante vegetariano, no se utilizó el cuerpo de Prasit Inpathom para servirlo en el menú.

De hecho, nadie había llamado a las autoridades para quejarse por encontrar carne en su plato, porque el restaurante ya estaba cerrado por remodelaciones.

La policía de Tailandia, además de desmentir las especulaciones sobre el restaurante vegetariano en el que se encontró el cadáver, está en búsqueda del principal sospechoso. El jefe del local fue visto por última vez cuando bebía licor con la víctima, Prasit Inpathom.

Pese al esfuerzo, la nota de La República repite varias falsedades. Como ya señalé párrafos arriba, no se encontraron restos de carne del cadáver en la cocina del restaurante. Ni fue el jefe o dueño del local quien había sido visto bebiendo con la víctima. Ni la policía se encuentra en búsqueda del sospechoso, ya que este, el hermano del dueño del local, se entregó el día 27 de octubre.

Pero, bueno, algo es algo. Quizá la próxima.

Humberto Sato: «Pero chef, qué chef, nada, yo soy cocinero. Y antes fui mecánico»

Hace seis meses, la editora Jenny Varillas me pidió que entrevistara al cocinero Humberto Sato, dueño del restaurante Costanera 700, para la revista SE+, que publica Semana Económica.

Antes de esa entrevista yo había hablado muy pocas veces con Sato. Conozco sobre todo a Yaquir, uno de sus tres hijos, cocinero como él, a quien he entrevistado en varias ocasiones y con quien tengo una buena relación. Casi no conocía personalmente a Sato pero, por supuesto, conozco bien su leyenda.

Humberto Sato es uno de los nombres más importantes de la historia de la gastronomía peruana. Uno de los pioneros de la cocina nikkei. Término que él aborrecía pese a haber sido protagonista de la confusión que le dio origen.

La historia del nacimiento del término me la contó el otro protagonista, el poeta Rodolfo Hinostroza, durante una entrevista que formó parte de la investigación para un artículo sobre cocina nikkei que escribí en 2013. El propio Sato me confirmó los detalles en una breve conversación poco después.

En 1983, cuando Hinostroza escribía de forma regular sobre cocina en el diario La República, entrevistó un día a Sato. Durante la conversación, Sato e Hinostroza hablaban sobre la cocina hecha por migrantes e hijos de japoneses en el Perú. Se detuvieron un momento en la diferencia entre nisei y nikkei. Nisei es la palabra japonesa que describe a los hijos de japonés nacidos fuera de Japón. La taxonomía nipón es exhaustiva. Existen cinco términos distintos para diferenciar el grado de lejanía de un descendiente japonés con la madre patria. Nikkei es el término que los engloba a todos. Hinostroza entendió que la palabra no aplicaba solo a personas sino también a lo que le importaba en ese momento, la cocina. Y así lo publicó. El término hizo fortuna y es por ello que hoy, más de treinta años después, cuando hablamos de cocina japonesa-peruana hablamos de cocina nikkei.

Sato renegó del término buena parte de su vida. Le gustaba decir que él hacía cocina peruana. Aunque durante esa última conversación en marzo me dijo que en realidad el término ya daba igual. El mundo gastronómico, en Perú y fuera del país, lo había adoptado y a él había dejado de importarle.

Humberto Sato murió el jueves 11 de octubre de 2018 a los 78 años.

Aquí pueden leer esa última entrevista, como se publicó en el número 11 de la revista SE+, aparecido en abril de este año. Con un pequeño añadido. La publico con autorización de la editora. La fotografía de la cabecera la tomó Romina Vera, también para SE+, durante nuestra conversación.

Humberto Sato: «Pero chef, qué chef, nada, yo soy cocinero. Y antes fui mecánico».

Son las tres de la tarde en Miraflores y Humberto Sato está sentado a la barra de Costanera 700. Hace ya un tiempo que Sato dejó la cocina y el restaurante en manos de sus hijos. Así que cuando viene se sienta a la barra y come tranquilo, por lo general, sashimi, mientras algunos comensales se acercan a saludarlo.

Cuando nos sentamos a conversar en el salón privado unos minutos después, empiezo preguntándole qué tal estaba el sashimi. «Estaba bien. Nada más que como ahora se ha puesto de moda el estilo japonés, el grosor de las piezas, yo le dije al cocinero que por favor lo haga a la mitad del estándar japonés. Pero los muchachos ya se acostumbraron al corte japonés, y se le olvidó. Los jóvenes se fueron a trabajar a Japón y volvieron con la moda de ese grosor. Yo les digo: es cuestión de gustos. A cada cual le gusta distinto. En Japón si pides te lo dan más delgado», me dice.

¿Cómo llegaron sus padres al Perú?

Mi mamá nació a cinco cuadras de donde vivía mi papá. Había un cerro pero la distancia era cinco cuadras. En Fukushima, donde fue el desastre nuclear. Pienso que no queda ningún familiar allá, pienso. Los Tomita, la familia de mi madre, son los que hicieron parte del Shinkanse, el tren bala que une Tokio con la isla de Sapporo. Tuve la suerte de ir al inicio de la perforación del túnel submarino. Creo que en esa época era el más largo del mundo. Mi padre vino primero. Luego, cuando mi madre sale de Japón y viene a casarse con mi padre le preguntan ¿con quién va a casarse? Con Sato. Y ahí desaparece el apellido Tomita. Pero después mi viejo no sé cómo hizo, cuánto pagó, temas notariales, lo hizo como debe ser, y yo soy Sato Tomita, el apellido de papá y el apellido de mamá. Pero los de mi época, la mayoría, tienen el doble apellido paterno.

¿Qué vino a hacer su padre?

Mi papá salió de Japón para dedicarse a la cocina. Yo recién me he enterado. Ya falleció hace quince años pero recién me he enterado. En el trayecto, que se demoraba cuarenta y cinco días, la persona que lo iba a recibir acá se casó. Y su esposa tenía un tallercito de camisas. Así que cuando mi papá llegó con las ganas de ser cocinero, descubre que en vez de dedicarse a la cocina va a dedicarse a la costura, en el taller de la esposa de este hombre. Como era un hombre muy trabajador, ni se quejó. Para qué me voy a quejar, me dijo una vez, mejor aprendo.

¿Ambos trabajaban en el taller de camisas?

Sí, en un momento empezaron a trabajar con los señores Mandujano de la fábrica Campeón, en la quinta Carbone, en Barrios Altos. Me contaba mi viejo que Mandujano vivía en el segundo piso, él y mi mamá vivían abajo. Cuando lo escuchaba a Mandujano prender su maquinita, el viejo decía ya ya ya, le pasaba la voz a mi mamá y a comenzar a trabajar. Una vez que terminaban de coser había un lapso de tiempo que descansaban. El viejo me contaba que él pensaba que no podía perder una hora, así que mientras mi mamá cocinaba, él salía con una caja de zapatos a vender. Compraba jabones Pepita o Bolivar, los cortaba y salía a venderlos por pastillas a todos los vecinos. Aprovechaba esa hora para vender jabones. El viejo no descansaba.

¿Qué cocinaba su madre en casa?

Japonés. Inventaba en realidad. Porque no había los productos. Cuando vino la Segunda Guerra Mundial ya no se podía importar producto japonés, así que usaban productos chinos, que eran parecidos pero no iguales. La fábrica Avión, también de camisas, que quedaba cerca, era de chinos. Y eran amigos de mi padre, así que intercambiaban productos. Y mi mamá cocinaba en casa comida japonesa pero con productos peruanos y chinos. Por eso será que yo soy muy apegado a las costumbres chinas.

¿Recuerda algún plato que le gustara particularmente?

Había uno que me gustaba mucho pero era difícil que lo hiciera, era costoso. El famoso sukiyaki. Eso me encantaba, pero era casi imposible de comer en esa época, los productos japoneses o eran muy caros o directamente no había. Ahora hay hasta supermercado Nikkei pero entonces no se conseguía. Es increíble cómo ha cambiado la disponibilidad de productos.

¿Cómo empezó usted a cocinar?

De casualidad y por necesidad. Me fui al diablo yo en el bazar que tenía mi padre. Era un bazar bastante conocido en Lima, se llamaba N. Sato, estaba en Jirón Huallaga 554, entre avenida Abancay y Paz Soldán, que viene a ser ahora Jirón Ayacucho. Era bastante conocido, hubo una época en que nos iba muy bien, pero se acabó, vinieron malos tiempos y me fui al diablo. Pero me quedó un local, alquilado, pero lo teníamos. Así que me dije: ahí voy a hacer un restaurante. Lo armé yo mismo. Me fui a Tacora y compré clavos y demás. Me ayudó que yo había estudiado mecánica así que me hice hasta mi soplete. Armé la cocina, el comedor, todo. Yo estudié en el Claretiano y ahí había taller de carpintería, yo miraba, estudiaba mecánica pero mirando también aprendí algo a trabajar con madera. Quedó bien el local, no parecía hecho por mí.

¿Dónde estaba el local?

28 de julio 2660-2666, entre Jirón Antonio Bazo y Gamarra. Más abajito estaba este hotel 28 de julio, donde vivía [el pintor Víctor] Humareda. Entonces, Humareda siempre venía a comer en la noche a mi local, hasta que un día me dice: “Oye, Sato, hacemos un canje. Yo te doy un cuadro, tú me das comida”. Ya pues, le digo, pero déjame verlo. Así que me enseña una de sus obras maestras. Qué piña que no lo compré. Le dije, pero tú estás loco, claro que es un Apocalipsis, pero dónde has visto tú caballos rojos, caballos verdes. Pero bueno, ya, ¿cuánto quieres por ese cuadro? 3500 soles, me dice. Oye, pero si yo te cobro por una sopa a la minuta 2,80 soles, tú quieres comer toda tu vida gratis por ese cuadro. ¿Sabes a cuánto lo vendió después? 3500 dólares.

¿Qué servía en ese primer restaurante?

Primero había una carta internacional, muy europea. También tenía un nombre así como mediterráneo: El Coral.

¿En serio?

Sí, sí. Hacía cosas como callos a la madrileña.

¿Y cómo había aprendido esas recetas?

Esa es otra historia. Cuando yo era chico, venían a la casa dos cocineros, de presidentes, ah, trabajaban en Palacio de Gobierno, que eran japoneses. Amigos de mis padres. Uno era el señor Sakuma y el otro Sudo. Entonces, cada vez que venían a la casa cocinaban y yo miraba. Imagínate, vivíamos en Barrios Altos y estos cocineros hacían esos banquetes.

¿Cómo fue su educación en la Lima de esos años?

Bueno, yo primero iba al colegio Zamudio, que estaba a tres cuadras de mi casa en la cuadra 8 de Miró Quesada. Pero en ese trayecto siempre algo pasaba. Yo volvía con el ojo morado, el pantalón roto, algo pasaba casi todos los días. Así que aburrido mi viejo me cambió y me matriculó en el colegio La Rectora, que estaba a una cuadra, en la 7 de Miró Quesada. Más fácil. El director miraba por la ventana, mi viejo le pasaba la voz y ya llegaba yo. En ese colegio también estudió Alberto Fujimori. Entonces era conocido porque nunca lo castigaban, iba siempre con su cuadernito, apuntando, era el número uno del colegio. A mí en cambio casi me dan diploma y medalla por ser el más jodido.

¿Cómo era la relación de los japoneses y los hijos de japoneses con la sociedad peruana de esa época?

Bueno, era tranquilo, tranquilo. Aunque una vez sí hubo un saqueo feo. Pero en general era tranquilo, nos ayudábamos con los vecinos. Te conocías con todos, así que te echabas una mano. Nosotros como teníamos fábrica de camisas, bueno, siempre te sobra algo, así que se le regalaba a los vecinos.

¿En su casa hablaban japonés?

Neto. Puro japonés. No se hablaba castellano. Estaba prohibido hablar castellano en la casa.

¿Por qué?

Porque mis papás decían que ahorita nos iban a deportar. Más que seguro que nos deportan, decían. Y, efectivamente, en esa época, por la Segunda Guerra Mundial, hubo deportaciones. Perú era aliado de Estados Unidos, mientras que Japón era aliado de los nazis. Así que fue una época jodida. Yo no me daba cuenta, era chico, pero mi viejo sí se preocupaba, pensaba que en cualquier momento nos deportaban a todos. Pero la verdad que es sobre todo lo que me han contado después, yo no lo sufrí, mi niñez fue muy feliz, aunque la verdad que fue una niñez para no olvidar nunca. Todavía me acuerdo, por ejemplo, cuando soltaron la bomba en Hiroshima.

¿Recuerda dónde estaba, cómo se enteró?

Claro. Estábamos en la casa en Barrios Altos, teníamos una radio chiquita de onda corta y onda larga. Más era la bulla que lo que sonaba, la verdad, pero aún así nos enteramos. Además, como te decía, en esa época yo hablaba más japonés que castellano, así que entendía todo cuando saltaron las noticias en la radio japonesa y lo que hablaban los mayores. Ahora ya me queda poco, puedo hablar japonés todavía, pero poco.

¿A sus hijos les enseñó a hablar japonés?

No. Cuando eran chicos yo pensé que era mejor que aprendieran inglés o francés, que eran idiomas más útiles, que iban a necesitar y utilizar más.

¿Cuánto tiempo tuvo el restaurante en el centro?

Poco tiempo, unos tres años nada más. Cuando ya lo iba a traspasar un amigo vino un día y me dijo: «Oye, Sato, prepárame el banquete para mi matrimonio. Quiero casarme, pero no tengo plata». Yo le dije, bueno, ese no es problema, porque es el problema de todo el mundo, todos andamos sin plata. Problema es ahora el mío, ¿cómo te voy a hacer un banquete si yo nunca he hecho? No, me dice, pero si tú sabes cocinar.

¿Y aceptó?

Sí, pues, era un amigo. Así que le dije, bueno, vamos a hacer una cosa, tú pones el material, yo pongo la mano de obra. Lo que salga nomás.

¿Y cómo salió?

Salió de la patada. No había mantel, usamos papel periódico blanco, con chinches y con grapas pegado a las mesas, que eran prestadas de la iglesia o del Cultural Japonés. Los platos y las fuentes eran de plástico. Pero salió estupendo. Fue como piedra a ojo tuerto, le dimos en el clavo. Empecé a hacer más banquetes y cada vez era mejor. Y crecíamos tanto que tuve que comprar congeladoras para poder guardar el producto. Yo no quería horizontales, quería verticales, porque en las horizontales se pega abajo la comida, y anda sácala. Al comienzo usaba la cocina del local del centro, pero ya después alquilé el local original de Costanera, en San Miguel. Y seguimos creciendo. Hacíamos matrimonios casi todos los días. Y en la colonia japonesa me hice archiconocido, todos los eventos los hacía yo.

¿Qué cree usted que es lo más importante para trabajar en cocina?

Suena fácil, pero lo más importante es que te guste. Que te guste comer y que te guste cocinar. Comer le gusta a todo el mundo, pero cocinar para otros, ah, esa es otra vaina. Para que salga bien y rico, te tiene que gustar cocinar, porque este trabajo es sacrificado, estar en la cocina no es fácil. Hay muchos que se ponen el gorro y la chaqueta, la filipina, y ya se creen chef. Parece que hay chefs como cancha. Pero el trabajo en la cocina es jodido, te tiene que gustar y tienes que aprender mucho.

¿Cómo le enseñó a su hijo Yaquir, que lo sucedió en la cocina de Costanera 700?

¿La verdad? Primero tuvo que aprender a limpiar el baño. Tiene que ser así. Hay que empezar por lo más sencillo, hay que empezar de abajo, nada de creerse chef. Yo soy mecánico y me hice cocinero. He viajado por medio mundo para cocinar, para hablar de la cocina peruana. Pero chef, qué chef, nada, yo soy cocinero. Y antes fui mecánico.

¿En qué se parecen y en qué se diferencian Perú y Japón?

Sabes, lo que tenemos en común es que todo lo que ellos tienen allá, nosotros no tenemos acá. Y viceversa. A mí me gusta más Perú. Me gusta más también que Estados Unidos y Europa. ¿Sabes por qué? Porque acá está todo por hacer. Hay gente que dice no sé qué hacer. Por dios, acá hay para hacer todo, todo.

Dos libros para entender un país Rexona

A principios de los años 90 se emitió en Perú un anuncio televisivo de desodorante protagonizado por una estrella de la época. El personaje interpretado por Franco Scavia –entonces un famoso conductor de un programa de concursos– era un tipo joven que se lamentaba de su suerte en el amor.

Conseguía que le prestaran un automóvil y, pese a ello, «no pasó nada». Se compró ropa nueva y, nuevamente, «no pasó nada». Se metió al gimnasio y hacía pesas tres veces por semana y, ya saben, «no pasó nada.

Su suerte recién cambia cuando prueba un nuevo desodorante. Rexona hombre con sex appeal. El propio Scavia, que aparece en la escena final bailando con una señorita que lo mira arrobada, nos lo confirma con un «y pasó».

Aquí pueden ver el anuncio completo:

No recuerdo si el anuncio fue particularmente popular en esos años. Imagino que sí y –dejando de lado lo ridículo de la conexión desodorante-éxito sexual, que tan bien explotaría años después Axe– por eso es que esa frase «y no pasó nada» se me quedó clavada en la cabeza, aunque no podría asegurarlo. Desde entonces, ese «y no pasó nada» es una suerte de broma privada a la que recurro de tanto en tanto, la mayoría de las veces sin que nadie me entienda.

Como he escrito alguna vez en el pasado, las mesas de novedades de las librerías peruanas suelen encontrarse vacías de libros de no ficción orientados a reflexionar con inteligencia y rigor sobre nuestro país, a contar y examinar aquello que el historiador y periodista británico Timothy Garton Ash llamó hace ya unos años la «Historia del presente».

Así que cuando en la última Feria Internacional del Libro de Lima me topé con un puñado de libros recién publicados que, a priori, prometían abordar desde un punto de vista periodístico distintos episodios del pasado reciente de nuestro país, me propuse leerlos y escribir acerca de ellos.

Los dos de que voy a hablar no han sido los únicos, hay alguno más –El informe Chinochet de Carlos MeléndezLa biblioteca fantasma de David Hidalgo y la reedición aumentada de Ciudadanos sin república de Alberto Vergara– y espero escribir de ellos en el futuro, pero sí son los dos que se adentran en fenómenos con ecos más inmediatos y de alcance mayor.

Son, además, dos libros que, una vez leídos, me trajeron de vuelta a la cabeza la frasesita Rexona: Y no pasó nada. Porque, ya se sabe, en el Perú, ante el crimen, ante la corrupción, ante el abuso, aunque a veces pudiera parecer lo contrario, casi nunca pasa nada.

no te mato porque te quieroEmpiezo con No te mato porque te quiero (Planeta, 2018), el libro en el que la periodista Lorena Álvarez relata con mano firme el calvario que debe pasar una mujer en el Perú para denunciar a su agresor. Álvarez fue víctima de un espantoso episodio de violencia a manos de su entonces pareja, el economista y comentarista en prensa Juan Mendoza. El caso, dada la celebridad televisiva de la periodista, fue objeto de decenas de artículos y análisis en prensa, así como de reportajes televisivos y hasta comunicaciones oficiales del gobierno.

Álvarez relata todo lo que ocurrió alrededor de su denuncia sin concesiones al sentimentalismo ni a los detalles escabrosos que seguro más de un lector esperaba encontrar. Por el contrario, con ojo de reportera y una prosa acelerada pero contenida, Álvarez pone el énfasis en el laberíntico y muchas veces delirante proceso que debe seguir una mujer víctima de violencia de género en busca de justicia en el Perú. A la periodista no le basta con su propio caso sino que va también en busca de las historias de otras mujeres que han debido pasar por situaciones similares, mujeres menos afortunadas que ella, que o no contaban con el privilegio de la notoriedad pública o que, sencillamente, no sobrevivieron a los ataques de sus victimarios.

Hay un caso paradigmático de los varios que relata Álvarez y que demuestra la manera sistemática y alevosa con que la justicia peruana les ha dado y sigue dando la espalda a las mujeres que son víctimas de violencia por parte de hombres, muchas veces sus propias parejas.

El 15 de setiembre de 2016, Rosa Álvarez Rivera (sin relación con la autora), una mujer residente en Zarumilla, Tumbes, debió ser socorrida por sus vecinos porque estaba ardiendo en llamas en el patio de su casa:

Los vecinos le tiraron al cuerpo incandescente agua en baldes y barro acumulado en el piso y así lograron apagar las llamas, luego la cubrieron con una sábana y la cargaron entre tres para llevarla hasta la posta médica más cercana en un mototaxi. Rosa Álvarez tenía el 85% del cuerpo con quemaduras de segundo y tercer grado. El caso era tan terrible que una doctora y las enfermeras del Centro de Salud de Zarumilla solo la doparon para calmar sus dolores, e inmediatamente la transfirieron al Hospirtal Regional de Tumbes. Rosa no resistiría. Moriría en el pabellón de quemados del hospital Arzobispo Loayza de Lima, ocho días después.

Según cuenta la periodista, el principal sospechoso era la pareja de Rosa, Carlos Bruno Paiva, con quien tenía una hija:

Varios vecinos, especialmente María Teresa Ramírez, declararon ante las autoridades que la pareja había estado discutiendo desde temprano porque Rosa había encontrado, unos días antes, mensajes de otra mujer en el teléfono de su conviviente y que ese día, jueves 15 de setiembre, él le reclamaba un dinero que ella guardaba y se negaba a darle por sus sospechas de infidelidad. Ante esa negativa, cuenta la vecina, Carlos Bruno salió de la casa, tomó su motocicleta y partió. Regresó al poco tiempo y en unos minutos escucharon los fuertes gritos de Rosa. El conviviente también colaboró con auxiliar a la mujer quemada y hasta dio dinero para que la lleven al Centro de Salid, pero no quiso ser él quien la llevara.

En diciembre de 2017, Bruno Paiva fue condenado a veinticinco años de prisión por el Juzgado Penal Colegiado de la Corte Superior de Justicia de Tumbes. Medio año después, «el 5 de junio de 2018 la Sala Penal de Apelaciones de Tumbes lo absolvió de todo cargo y ordenó su libertad inmediata». Según explica Álvarez, en la resolución que absuelve a Bruno Paiva los tres jueces de esta sala concluyen que «Rosa Álvarez se prendió fuego sola quemando basura. No le dieron importancia a los testimonios concurrentes de enfermeras, médicos y vecinos porque, según dicen estos jueces, ninguno vio el instante en que Rosa se prendió».

A continuación, luego de analizar la improbabilidad de lo que determinó la Sala Penal de Apelaciones de Tumbes, Lorena Álvarez escribe:

¿Quién hace justicia por Rosa Álvarez? Si el fiscal no fue lo suficientemente diligente o argumentó mal, si los jueces tienen poco criterio, ¿qué importan a quien le echemos la culpa? Rosa está muerta, agonizó calcinada durante ocho días. ¿Se quemó sola? El sistema de justicia siempre encuentra la forma de acabar enviando el mensaje más poderoso de todos: Perú, el país de la impunidad.

Por si uno no queda tristemente convencido de esa afirmación al acabar de leer No te mato porque te quiero, hace poco menos de un mes la periodista hacía uso de su cuenta de Twitter para añadirle una suerte de posfacio digital a su libro y recordarle al Ministerio Público que ha pasado un año de su denuncia y que, pese a los golpes de pecho de distintas instancias del gobierno, sigue sin haber acusación de parte de la Fiscalía:

https://twitter.com/lorealvareza/status/1041850100027416577

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Habrá seguramente quien quiera quitar mérito a H&H: Escenas de la vida conyugal de Humala y Heredia, el libro del periodista Marco Sifuentes, señalando que no se trata de una investigación reveladora. He escuchado ya ese comentario en boca de algún crítico de salón, que justifica su reticencia señalando que el relato hilado por Sifuentes está apoyado sobre todo en reportajes y testimonios publicados anteriormente (algunos por el mismo autor en diversos medios).

Si bien H&H podría no resultar revelador para los pocos que hayan seguido con obsesiva atención la carrera política de Ollanta Humala y Nadine Heredia, el libro de Sifuentes es iluminador en el sentido que lo es siempre el buen periodismo de largo aliento, un bien escaso en la producción editorial local.

El trabajo de recopilación y montaje realizado por Sifuentes, con el apoyo del periodista Jonathan Castro, es admirable tanto en fondo como en forma. No conozco otro esfuerzo similar que, con tanto éxito, construya un retrato así de abarcador, y a la vez certero y entretenido, de dos personajes tan importantes en la historia reciente del país.

Harían bien en leerlo con atención –y, ojalá, horrorizados– muchos activistas de Twitter, los mismos que defendieron a capa y espada, y contra toda evidencia, la honorabilidad o rectitud del gobierno de Humala y Heredia (el relato de Sifuentes despeja dudas sobre esa bicefalia) hasta el final; que convirtieron en héroes de la patria por unos días a Kenji Fujimori, Pedro Cateriano, Rosa María Palacios o Alberto Borea en diciembre de 2017 por sus supuestos servicios en la defensa de la democracia; y que hasta hace poco seguían riéndole las gracias al ex general, ex ministro del Interior del gobierno Humala y fallido candidato presidencia y municipal, Daniel Urresti.

Los mismos que en su jolgorio tuitero olvidan que Keiko Fujimori es un peligro no porque nos caiga mal sino por lo que hace y lo que representa, que, bien mirado, si uno termina de leer el libro de Sifuentes y es honesto consigo mismo, terminará concluyendo que es, con matices, lo que representan Humala, Heredia y buena parte de sus secuaces. Muchos de los cuales siguen despachando habitualmente desde alguno de los varios cafés de la calle Dasso en San Isidro y, de nuevo, aquí no pasó nada. Ese pragmatismo que dicta que las leyes y las reglas son una inútil recomendación que solo atienden los idiotas, los pavos, los don nadie; que el fin, cualquier fin, por lo general uno alineado a mis intereses y los de mis amigos, justifica siempre los medios.

Un pragmatismo además torpón, poco inteligente, que deja regadas piezas de la falta o el delito por todas partes, como un niño que juega con sus Lego y se aburre y pasa a otra cosa de inmediato. Pero que además se tiene en muy alta estima a sí mismo, que se conduce y habla de sí como si el escenario de sus fechorías fuera una superproducción escrita por Aaron Sorkin y dirigida por David Fincher, cuando la realidad por lo general está más cerca de un guión de Al fondo hay sitio.

Un pragmatismo eso sí, en el caso de Humala y Heredia, y tantos otros paracaidistas, envuelto en la bandera del antifujimorismo, el progresismo de selfie, y edulcorado con chocolates Godiva.

Como este es un blog que habla sobre todo de periodismo, quiero detenerme un momento en un episodio para mí particularmente revelador sobre la relación entre poder y medios en nuestro país. Sobre cómo entienden la labor periodística muchos periodistas y dueños de medios peruanos (aunque no solo).

Hacia el final del libro, Sifuentes relata cómo la coalición antifujimorista hizo piña alrededor de la figura de Mario Vargas Llosa para abrazar la candidatura presidencial de Ollanta Humala. Escribe Sifuentes:

–Necesitamos una garantía de titanio –le insistió Gorriti–. Tiene que ser un compromiso de fondo. No basta una promesa: tiene que ser un juramento.

Ese fue el nacimiento del «Compromiso en Defensa de la Democracia», un evento revestido de solemnidad, montado en lo que Gorriti llamó el sitio secular más sagrado, el foro laico del Perú: la Casona de San Marcos. Se pensaba que, para un militar, un juramento público tendría una gravitación mayor que cualquier otro tipo de compromiso. Ocurrió el 14 de mayo, solo tres semanas antes de las elecciones. La asistencia de «testigos» notables fue impresionante. Artistas de todas las ramas se mezclaron con políticos de todas las tendencias, pero, a pesar de los intentos de Vargas Llosa, hubo dos ausencias cruciales: Luis Bedoya Reyes y Fernando de Szyszlo. Pero esto no lo notó nadie en cuanto vieron aparecer, en un écran gigante, al Nobel.

–Los exhorto a votar por Ollanta Humala –dijo Vargas Llosa, cuidándose de mostrar algún atisbo de entusiasmo– para defender la democracia en el Perú y evitarnos el escarnio de una nueva dictadura.

El mensaje, de dos minutos y medio, había sido grabado, en privado, unos días antes por Rolando Toledo, dueño de La Mula, en el piso madrileño del escritor. No solo fue un golpe de efecto: era la bendición final. Zeus bajaba del cielo y, desde un proyector de video, decidía el destino de los congregados. Deus ex machina.

En ese momento, Canal N interrumpió la transmisión del evento para dar pase a «un informe especial sobre las divas del pop», Lady Gaga y Rihanna.

Canal N, como sabrán muchos, es el canal de televisión por cable del grupo El Comercio, la empresa de medios más importante del país. Empresa a la que se acusó –con razón– de tomar partido, hasta el punto de quebrar normas básicas de ética periodística, por la candidata Keiko Fujimori en sus distintas cabeceras durante la campaña presidencial de 2011. Continúa Sifuentes:

El 22 de mayo, Gustavo Mohme, director de La República y miembro del Consejo Editorial de América Televisión [el canal en abierto del Grupo El Comercio, donde Mohme tiene una participación], presentó, por escrito, una insólita propuesta: para equilibrar el abiertamente sesgado programa de Jaime Bayly, él ya tenía listo uno con Mario Vargas Llosa. El escritor conduciría y de la producción se encargarían su sobrino, el cineasta Luis Llosa, y Gustavo Gorriti.

La propuesta fue rechazada. Después, en una entrevista publicada en La República, Vargas Llosa diría que Bayly –cuya carrera de escritor había apadrinado en sus inicios – se había convertido en un «bufón maligno al servicio del fujimontesinismo». A los pocos días, el Nobel renunció a seguir publicando en El Comercio, alegando que el diario violaba «las más elementales nociones de objetividad y ética periodísticas» desde que el grupo había sido tomado por «un grupo de accionistas, encabezados por la señora Martha Meier Miró Quesada».

Veamos. ¿Cómo reaccionan dos dueños de medios –Rolando Toledo y Gustavo Mohme– ante la abierta toma de posición de un grupo de medios rival a favor de una candidatura? Poniendo sus recursos al servicio del otro candidato. ¿Cómo quiere contrarrestar Gustavo Mohme el programa televisivo que Jaime Bayly –ese «bufón maligno al servicio del fujimontesinismo»– hace a favor de Keiko Fujimori y en contra de Ollanta Humala? Produciendo un programa con Mario Vargas Llosa y Gustavo Gorriti a favor de Ollanta Humala y en contra de Keiko Fujimori.

No sé yo, pero pareciera que, bajo la excusa de luchar ya sea contra el fantasma del chavismo (representado supuestamente por Humala) unos o para salvar la democracia otros, a nadie aquí le importaban en realidad las «más elementales nociones de objetividad y ética periodísticas».

Si alguien no recuerda el abierto favoritismo que el diario La República –dirigido por Gustavo Mohme– mostró por la candidatura de Humala,  esta es la portada que publicó el lunes 6 de junio de 2011, al día siguiente de las elecciones:

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Acabo con las dos únicas cosas que creo pueden reprochársele al libro de Sifuentes. Por un lado, un reparo menor que tiene que ver con algunos arrebatos literarios innecesarios, como terminar con una alusión a la famosa frase de García Márquez «las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra», remixeada para la ocasión.

Otro arrebato de estilo ocurre en el capítulo dedicado a ese personaje tan turbio como fascinante que es Óscar López Meneses, una especie de facilitador que ha servido a distintos intereses en la política peruana desde los años 90, cuando se convirtió en un alfil de Vladimiro Montesinos.

Sifuentes inicia el capítulo con un collage de las distintas teorías que corrían en la Lima de finales 2013 acerca de las razones detrás del extrañísimo resguardo policial que recibió la casa de López Meneses y que incluía «dos motocicletas y ocho automóviles de custodia, incluido un vehículo del SUAT, una camioneta de apariencia civil asignada a la seguridad presidencial, otra del Serenazgo de la Municipalidad de Surco y un par de patrulleros». El collage de voces se extiende solo por una página pero es, en mi opinión, una distracción innecesaria que altera, como un bache en la carretera, el pulcro  recorrido del resto del texto.

La otra cuestión, algo más seria, tiene que ver con una mala costumbre de la prensa peruana: la manera en que (no) atribuye fuentes o las atribuye de manera errónea, sobre todo cuando se trata de reconocer el trabajo de otros periodistas.

En el capítulo que Sifuentes dedica a la revelación de las famosas agendas de Nadine Heredia, el periodista atribuye toda la investigación y trabajo sobre el material a los periodistas Marco Vásquez y Rosana Cueva, de Panorama. Omite que Panorama realizó ese trabajo en conjunto con el diario Perú21, que en ese entonces era dirigido por Juan José Garrido, hoy director de El Comercio, y del cual yo era editor multiplataforma.

Como dice Sifuentes en el libro, Panorama emite el reportaje televisivo sobre las agendas de Heredia el domingo 16 de agosto de 2015. Ese mismo día, Perú21 informa sobre los documentos en portada, y amplía la información acerca del contenido de estos al día siguiente, lunes 17, respetando el acuerdo de publicación al que se había llegado con Panorama. Aquí pueden ver a la periodista Rosana Cueva, directora de Panorama, comentando el reportaje original y señalando la colaboración entre su programa y Perú21.

Estas son las dos primeras portadas que el diario dedicó al tema:

Un día antes, el sábado 15, el diario ya había mencionado por primera vez en prensa la existencia de las agendas:

La ausencia de esta mención por parte de Sifuentes es particularmente llamativa en un libro donde cada capítulo se cierra con un espacio que el autor ha denominado «Apuntes documentales». En esos apuntes Sifuentes señala con detalle de dónde procede buena parte de la información que ha servido para construir el relato periodístico.

En los apuntes documentales correspondientes al capítulo dedicado a las agendas de Heredia, Sifuentes indica:

El 4 de setiembre de 2015, Víctor Caballero publicó en Útero.pe «EXCLUSIVO: En una encomienda de choclos y quesos nos llegaron las agendas de Nadine». Aún ahora, sigue siendo el único lugar donde cualquier persona puede acceder en su integridad a las agendas, salvo la Renzo Costa, que nunca nos fue entregada.

Sifuentes, no sé por qué, omite señalar que la razón por la que Útero.pe accedió a ese material fue porque nosotros, léase los responsables de Perú21 en ese momento, se lo entregamos. Lo sé porque yo mismo le di en la mano el USB con los archivos a Víctor Caballero.

The New Yorker, David Remnick, Steve Bannon, el debate y la empatía

I want to understand. If others understand in the same way I’ve understood that gives me a sense of satisfaction, like being among equals.
Hannah Arendt

Si ustedes, como yo, siguen con cierta atención lo que ocurre en la política y la industria de medios norteamericana, sabrán ya que la semana anterior fue particularmente agitada. La cereza de la torta fue este Op-Ed (columna de opinión de una firma invitada) publicado el miércoles 5 de setiembre por The New York Times. La columna se titulaba, de forma grandilocuente, «Soy parte de la resistencia dentro del gobierno de Trump» (aquí pueden leerla en español), y no llevaba firma.

La sección de Opinión del diario, que en el caso del Times es independiente de la redacción y no entra dentro del mandato del director, justificaba de esta forma su decisión de publicar la columna respetando el anonimato del autor o autora:

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Según datos del propio Times, entre el miércoles –cuando apareció el Op-Ed– y el viernes, el diario recibió 23 mil mensajes de lectores preguntando por el proceso de verificación que había realizado. De nuevo, veintitrés mil mensajes de lectores sobre una sola columna. Veintitrés mil mensajes de lectores intentando entender por qué había hecho lo que había hecho el Times.

Quien quiera comprender un poco más sobre el Op-Ed anónimo y su relevancia puede leer este largo hilo de Twitter del periodista Eduardo Suárez, así como revisar esta versión anotada que el mismo Suárez hizo para Univisión. También puede interesarles el behind the scenes que relató aquí el corresponsal de medios de CNN, Brian Stelter.

Pero, como decía antes, esta fue solo la cereza de la torta en una semana especialmente agitada. Dos días antes, el lunes 3 de setiembre, otra venerada institución periodística neoyorquina vivió su propio momento convulso.

Ese día, a través de un artículo en The New York Times, los seguidores de la revista The New Yorker descubrieron que Steve Bannon, ex asesor y jefe de estrategia del presidente Donald Trump, además de una de las figuras más controvertidas de la política norteamericana, encabezaría la lista de invitados de The New Yorker Festival, el «festival de ideas» que la revista celebra todos los otoños en Nueva York:Screen Shot 2018-09-07 at 7.29.24 PM

Antes de dedicarse de lleno a la asesoría política, Bannon fue fundador y luego CEO de Breitbart News, un site noticioso conocido por haber sido el órgano de propaganda de Donald Trump durante la campaña electoral de 2016, difundir teorías de la conspiración sobre el ex presidente Barack Obama y la ex candidata Hillary Clinton, así como por su denodado esfuerzo por insertar ideas neonazis en el debate público norteamericano.

Luego de la toma de posesión del presidente Trump, Bannon se convirtió en el segundo hombre más poderoso de la Casa Blanca y ha sido señalado como uno de los principales responsables de la agenda anti-inmigración, de nacionalismo duro, aislacionismo económico y coqueteos abiertos con la llamada alt-right (eufemismo para referirse a la extrema derecha neonazi norteamericana de camisa y corbata) del actual gobierno.

En agosto de 2017, un año después de haberse sumado a la campaña electoral de Trump y siete meses después de la toma de mando, fue despedido de la Casa Blanca. La caída de Bannon ocurrió pocos días después de que el presidente Trump apareciera ante cámaras luego de los incidentes de Charlottesville, donde una mujer fue asesinada durante las manifestaciones de supremacistas blancos/neonazis/alt-right, para decir:

«Condenamos en los más poderosos términos esta indignante demostración de odio, intolerancia y violencia proveniente de varios lados, varios lados«

En una segunda declaración, días después, el presidente Trump insistió en repartir culpas entre supremacistas blancos y manifestantes antifascistas –entre los que se encontraba la mujer atropellada y asesinada– que protestaban por la exhibición de violencia de los primeros:

«Tenemos alguna gente muy mala en ese grupo, pero también tenemos algunas personas que son muy buenas personas, en ambos lados (…) ¿Y qué ocurre con la izquierda alternativa (alt-left) que vino a atacar a la alt-right? ¿Tienen ellos alguna pizca de culpa?»

Algunos analistas señalaron que la mano detrás de esas palabras de Trump no era otra que la de Steve Bannon. El asesor presidencial, según distintos reportes, se había mostrado «entusiasmado» y «orgulloso» luego de escuchar las declaraciones de su jefe.

Las críticas al discurso de Trump colocaron a Bannon, que no solo se mostró orgulloso sino que defendió extasiado las declaraciones ante los medios, en una posición incómoda de cara a otros miembros del gobierno. No eran pocos en la Casa Blanca los que estaban enfrentados con Bannon desde hacía meses. Incluso Jared Kushner, yerno y también asesor del presidente, habría pedido en su momento que el ex responsable de Breitbart fuera despedido.

La presión hizo que Trump terminara deshaciéndose de Bannon el 18 de agosto, seis días después de las primeras declaraciones del presidente sobre Charlottesville. Al día siguiente, Trump se despedía públicamente de su ex jefe de campaña y estratega de la Casa Blanca con este tuit:

https://twitter.com/realDonaldTrump/status/898870621584596993

Desde entonces, luego de haber susurrado al oído del hombre más poderoso del mundo, Bannon empezó a caer en la irrelevancia política y mediática. En especial después de que el libro del periodista Michael Wolff sobre la presidencia Trump, Fire and Fury, revelara el desprecio de Bannon hacia algunos personajes del entorno de Trump, incluido su hijo Donald Jr.

A partir de ahí, y gracias al revuelo causado por el libro de Wolff, el ex asesor perdió el favor no solo del presidente sino de varios de sus antiguos aliados. Después de esto, sus socios de Breitbart decidieron que era hora de deshacerse de él.

Desde enero de este año, lo único que se sabía de Bannon es que estaba uniendo fuerzas con nacionalistas de extrema derecha al otro lado del Atlántico como el primer ministro italiano Matteo Salvini, el primer ministro húngaro Viktor Orban o el líder del movimiento de apoyo al Brexit en Inglaterra, Nigel Farage, para formar una organización europea ultraconservadora llamada The Movement.

Y así llegamos al lunes 3 de setiembre y el artículo publicado en la web de The New York Times. Steve Bannon, decía el Times, iba a ser entrevistado en el escenario de The New Yorker Festival por el editor de la revista, el reconocido periodista David Remnick, autor, entre otros libros, de una extensa biografía del ex presidente Barack Obama.

En entrevista telefónica con el Times, Remnick decía:

«Tengo toda la intención de hacerle preguntas difíciles y entablar una conversación seria e incluso combativa (…) La misma audiencia, por el solo hecho de estar ahí presente, pone una cierta presión a la charla que una entrevista uno a uno no consigue. [Con una audiencia delante] No puedes saltar del on al off the record«.

Pero, ¿qué es exactamente The New Yorker Festival?

Como explica el periodista Zack Beauchamp en este artículo para Vox, es un evento organizado por la revista, básicamente, para ganar dinero:

La publicación invita personas famosas e interesantes, las coloca en paneles con escritores de la revista y cobra a lo lectores que tienen interés en asistir a esas charlas.

Este tipo de eventos son, por su propia naturaleza, difíciles de manejar. Necesitan ser atractivos para la audiencia, lo que se traduce en fichar oradores interesantes y/o controversiales. Para que el evento tenga lugar necesita que los oradores asistan, lo que muchas veces significa pagarles, y puede que estos no quieran meterse a la boca del lobo de una entrevista conflictiva en vivo delante de público.

Al mismo tiempo, las entrevistas no pueden traicionar la misión periodística que es el centro de la publicación. No pueden, de cierta forma, ser a la vez trabajo de reportería y promoción de marca. Lo que significa que los periodistas no pueden (en teoría) tan solo adular a los oradores y cantarles loas –aunque demasiadas veces eso es lo que ocurre– sino que deben cuestionar de forma respetuosa sus ideas y argumentos.

¿Qué otros invitados tenía The New Yorker para esta edición del festival?

Según el artículo de The New York Times con que iniciaba este post y otras fuentes, el listado de oradores lo completaban:

–Los actores Jim Carrey, Emily Blunt, Maggie Gyllenhaal, Patton Oswald, John Krasinski.

-El director y productor Judd Appatow.

–Los comediantes Jimmy Fallon, Hassan Minhaj y Bo Burnham.

–Los escritores Haruki Murakami, Zadie Smith y Janet Mock.

–La ex fiscal general adjunta de los Estados Unidos Sally Q. Yates,

–Los músicos Kelela, Miguel, Jack Antonoff y Kacey Musgraves.

Pero una vez se supo que Bannon sería parte del festival, una semana antes de que salieran a la venta las entradas, varios de los nombres confirmados anunciaron a través de Twitter que no asistirían:

A esto se sumaron centenares de voces indignadas en redes sociales, sobre todo en Twitter, que anunciaban la cancelación de su suscripción a la revista o amenazaban con hacerlo si Remnick no retrocedía en su decisión:

Esto podría parecer una tontería, la pataleta de unos cuantos tuiteros con la piel demasiado fina, pero en un mundo en el que los medios sufren para monetizar sus audiencias, The New Yorker es uno de los mayores –y contados– casos de éxito. Gracias, precisamente, a las suscripciones.

La revista es uno de los pocos medios del mundo cuyos ingresos provienen, principalmente de sus lectores. El 65% del dinero que ingresa proviene de alrededor de 1.2 millones de lectores de pago, que gastan en promedio 120 dólares al año por una suscripción print + digital. Si para cualquier medio hoy la relación con sus lectores es fundamental, para The New Yorker esa relación es todo.

Junto a los suscriptores y lectores indignados, unos cuantos escritores de la revista hicieron público su rechazo a la presencia de Bannon en el festival. Algunos como Kathryn Schulz incluso pedían a los lectores que escribieran a The New Yorker para dejar claro su descontento:

La presión para Remnick creció al punto que, como reveló en un tuit otro escritor de la revista, Adam Davidson, el editor pasó buena parte del día conversando con miembros de su staff, muchos de los cuales intentaban explicarle por qué la invitación a Bannon era un error:

En el tuit, parte de un largo hilo que hablaba de la estupenda cobertura que la revista venía realizando desde hace años sobre Trump y sus compinches, Davidson decía:

En resumen, David [Remnick] se ha más que ganado el derecho a cagarla de vez en cuando.

Además, nunca he tenido un jefe tan abierto a las críticas. Ha pasado todo el día al teléfono escuchando a escritores y miembros del staff diciéndole que está equivocado. Ha escuchado, ha oído.

Algunos de esos escritores eran pesos pesados de la revista, como el historiador y profesor de Columbia University Jelani Cobb, o la crítica de televisión Emily Nussbaum, ganadora del National Magazine Award como columnista en 2014 y premio Pulitzer de crítica cultural en 2016:

Poco después de esos tuits, que ya dejaban saber que pronto habría una comunicación de la revista sobre el tema, el anuncio final llegó.

El mismo lunes 3 de setiembre a las 17:43 hora de Nueva York, y luego de haber sido distribuido primero entre el staff de la propia revista, se hizo público un comunicado a través de la cuenta oficial de Twitter @NewYorker. El comunicado, firmado por David Remnick, señalaba que el editor daba marcha atrás y retiraba la invitación a Steve Bannon:

El texto de Remnick concluía así:

Lo he pensado bien, he hablado con mis colegas, y he reconsiderado mi decisión. He cambiado de parecer. Hay una manera mejor de hacer esto. Nuestros escritores han entrevistado a Steve Bannon para The New Yorker antes, y si la oportunidad se presenta, lo entrevistaré en un marco más tradicionalmente periodístico como fue mi primera intención, no en un escenario.

Luego del comunicado, algunos escritores de la revista mostraron su alivio. Otros expresaron su decepción ante lo que consideraba una capitulación intelectual.

Esta es, por ejemplo, Alexandra Schwartz, staff writer especializada en libros y una de las voces más brillantes de la nueva generación de escritores de la publicación:

https://twitter.com/Alex_Lily/status/1036746235728801792

Schwartz concluía su tuit con un «me siento tremendamente aliviada porque este evento no tendrá lugar».

A Schwartz le respondió Malcolm Gladwell, uno de los escritores más célebres de la revista, con una ironía:

Llámenme anticuado, pero yo hubiera pensado que el punto de un festival de ideas era exponer ideas ante el público. Si solo invitas a tus amigos, se trata de una cena en casa.

Por supuesto, la decisión final de Remnick de desinvitar a Bannon no terminó, ni mucho menos, el debate. Ni dentro ni fuera de la revista. Varios periodistas, entre ellos algunas de las plumas más respetadas de la crítica o análisis de medios en Estados Unidos, saltaron a dar su opinión en medios y redes sociales.

Jack Shafer, columnista de medios de Politico, escribía con su mordacidad habitual:

Esa urgencia por colocar un cordón sanitario alrededor de Bannon viene del mismo impulso paternalista que lleva a censores a prohibir ideas políticas, libros, arte, obscenidades, música, religiones, bailes y expresiones eroticas que no les gustan. Interpretando el papel de guardianes los enemigos de Bannon piensan que están protegiendo a las masas. En realidad, le están permitiendo hacerse el mártir y, con eso, hacerse más fuerte.

En un tono aún más duro, Brett Stephens, columnista conservador de The New York Times, escribió una columna al respecto titulada «Ahora Twitter edita The New Yorker»:

[Este episodio] ha colocado el nombre de Bannon de forma prominente en las noticias, lo que sin duda ha sido motivo de considerable deleite para él. Ha convertido a un fanático nativista en una víctima de la censura progresista. Le ha otorgado credibilidad a la idea de que los periodistas son, como dijo Bannon de Remnick, unos cobardes. Ha corroborado la idea de que la prensa es una colección de pensadores de izquierda, que cuando no están promoviendo «fake news», están interesados solo en sus propias verdades. Ha conseguido aislar a los lectores de The New Yorker en su cámara de eco habitual. Ha consolidado la idea de que las instituciones vulnerables pueden ser acosadas de manera que terminen sometiéndose a las irascibles (e insaciables) exigencias de las hordas de redes sociales. Y, sobre todo, ha liquidado una oportunidad de someter a Bannon al tipo de interrogatorio inquisitivo que Remnick había prometido en un inicio, y eso es periodismo en su mejor expresión.

Otro periodista, Erick Wemple, este de The Washingont Post, apuntaba de forma similar:

¿Por qué demonios darle a esta gente una plataforma?, reza la objeción.

(…)

La respuesta es que los periodistas entrevistan a personas que representan todos los ángulos de una historia, incluso a aquellos que resultan unos mentirosos o algo peor. Enfrentarlos –en lugar de ignorarlos– es lo que alguien como Remnick hace.

Su colega Margaret Sullivan, columnista de medios también en The Washington Post, no estaba de acuerdo. Sullivan, antigua defensora del lector en The New York Times y una de las periodistas más brillantes y respetadas de su generación, escribía que la decisión de ofrecer a Bannon un «escenario prestigioso» era «una idea terriblemente mala». Y continuaba:

No hay nada más que aprender de Bannon acerca de su marca particular de populismo, con su insolente cubierta de supremacismo blanco (…) No hay nada más que aprender. Pero, al elevar esas ideas y sus ponente una y otra vez, hay muchísimo que sí podríamos perder.

Algo parecido decía Suzanne Nossel, directora ejecutiva de PEN America, una importante agrupación de escritores que vela por la libertad de expresión dentro y fuera de Estados Unidos. Nossel respondía a la columna de Wemple que cito un par de párrafos arriba con un tuit:

https://twitter.com/SuzanneNossel/status/1036775347180711936

Parece que The New Yorker ha perdido de vista la distinción clave entre escuchar de forma cuidadosa y someter a escrutinio las ideas de Bannon, frente a festejarlo como cabeza de cartel de un festival. Al igual que un título honorario o una posición distinguida como conferenciante, esta implica una dosis de alabanzas.

En esa vía profundizaba la periodista Josephine Livingston, que en un artículo para The New Republic decía:

El encuentro propuesto entre Remnick y Bannon representaba mucho más que el dilema político sobre «ofrecer una plataforma» a gente odiosa. De ocurrir, se hubiera tratado de dos figuras públicas en el pináculo de sus respectivos clanes reuniéndose para crear un espectáculo que habría generado ingresos para la revista de Remnick y una mezcla de prestigio y notoriedad para Bannon. El mérito del contenido del evento (cualquiera que este hubiera sido, nunca lo sabremos) era en realidad casi irrelevante. La entrevista estaba viciada desde el saque.

La respuesta de Bannon a la desinvitación por parte de Remnick parecía confirmar lo que apuntaba Livingston:

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Luego de ser contactado hace varios meses y luego de siete semanas de insistencia, acepté la invitación de The New Yorker sin la expectativa de un honorario. La razón por la que acepté es simple: estaría enfrentándome a uno de los periodistas más valientes de su generación. En lo que yo llamaría un momento decisivo, David Remnick mostró, confrontado por una turba online que pega alaridos, que no tiene agallas.

Charlie Warzel, reportero especializado en tecnología de Buzzfeed y uno de los periodistas que mejor ha explorado el universo online de la extrema derecha en Estados Unidos, aportaba una visión distinta al debate:

Para mí, el asunto Bannon-New Yorker simplemente ilustra que la prensa sigue sin saber qué hacer realmente con los troles del universo «Make America Great Again». Siguen peleando con la disyuntiva entre cobertura noticiosa y simplemente convertir a unos tíos en líderes de opinión.

En un tuit posterior, Warzel abundaba en su comentario:

Hay (¡obviamente!) valor periodístico en hablar con personas con las que estás en desacuerdo o que aborreces. ¡E incluso con los voceros del circo! Pero creo que la siguiente fiebre cultural nacida en Internet que inunde nuestra política exigirá a los medios una mayor imaginación a la hora de lidiar con las maneras en que están siendo utilizados.

No sé que piensan ustedes pero a mí me parece un debate fascinante.

¿Qué hacemos, desde un punto de vista intelectual, más allá del mero rechazo visceral, con los mensajes de odio, con las expresiones ideológicas que atacan aquello en lo que creemos quienes defendemos una democracia liberal?

¿Qué hacemos cuando, además, la forma en que esas ideas son diseminadas en Internet (y no solo en Internet) está diseñada para que medios y periodistas sean víctimas de su propaganda y la amplifiquen?

Pero –y no sé si les ocurre a ustedes también– hay algo de la forma en que está llevándose a cabo el debate que me chirría. Algo que, de hecho, lleva una semana retumbándome en el fondo del oído cada vez que leo un comentario como los muchos que he reseñado párrafos arriba.

Lo que me chirría es la seguridad con que los muchos participantes del debate exponen sus posiciones. La certeza casi absoluta con que, al dar su opinión, dan por sentado que se trata de la conclusión correcta. Sin ápice de duda. Incluso con desdén. Sin conceder que, quizá, quien expresa la opinión contraria podría estar en lo cierto o, al menos, ha reflexionado y debatido consigo mismo en un proceso similar al propio antes de llegar a esa conclusión.

Ya sea que piensen que no debe dársele nunca una plataforma a alguien como Bannon o que Bannon y sus ideas deben ser confrontados en público siempre, pareciera que casi todas estas personas inteligentes y cultas, la crema y nata del mundo intelectual / cultural / periodístico norteamericano, creen seriamente que tienen toda la razón. Que cualquier análisis honesto y acucioso de la cuestión llevará necesariamente al mismo lugar al que ellos o ellas han llegado antes. Sin desvío ni dilación que valga.

Por supuesto, esto no es así.

Hay asuntos que no son debatibles, existen verdades que se nos muestran irrevocables a todos por igual, pero este no es ni por asomo el caso. Yo mismo, no sé ustedes, luego de haber leído todo lo que he ido reseñando y linkando en este post, sigo sin estar seguro de qué es lo correcto en un caso como este.

Pero, más allá de este episodio puntual, me interesa lo que esconde esa negativa a concederle legitimidad a la opinión discrepante del otro. Y más aun cuando, como en este debate concreto, el otro ni siquiera es otro.

Hay un detalle que no sé si han notado. Con la sola excepción de Bret Stephens, todos los otros polemistas que he citado cabrían dentro de esa definición de carpa amplia que en Estados Unidos se denomina «liberal» y que en español podríamos traducir como «progresista».

Pese a ello, un autor de la inteligencia de Malcolm Gladwell es incapaz de responder a una colega con otra cosa que no sea una ironía gruesa vía Twitter. Y una periodista tan brillante y experimentada como Margaret Sullivan opta por zanjar la discusión en una columna con un «no hay nada más que aprender [sobre Bannon y sus ideas]».

Cuando, créanme, existe evidencia y argumentos suficientes para defender, con matices, una y otra postura.

¿Por qué somos incapaces de conceder al otro ese beneficio de la duda, esa cortesía de los matices, incluso cuando como en este caso se trata de un otro tan cercano, un otro que podríamos ser nosotros mismos, un otro con el que tenemos muchísimas más ideas en común que ideas que nos separan?

Aquí, a riesgo de sonar cursi o, peor, de que mi prosa caiga en el abismo amelcochado y fraudulento de un coach holístico, me gustaría introducir un concepto que viene obsesionándome de un tiempo a esta parte: la empatía como herramienta intelectual, la empatía como herramienta para el conocimiento.

Empatía, en este contexto, no significa justificar el comportamiento ajeno o, ni siquiera, ponerse de acuerdo con ese otro. Empatía significa aquí que nos tomamos el trabajo de mirar al otro y reconocerle la posibilidad de estar en lo correcto o de estar equivocado, sin que esto suponga que su proceso de pensamiento es un error en sí mismo o que es un proceso viciado ya sea por la ignorancia o la deshonestidad intelectual. Aceptar que, así como creemos y defendemos que nuestras opiniones y decisiones están basadas en una reflexión honesta, las de otros –incluso o, sobre todo, cuando discrepamos con ellas– son fruto de un proceso similar. Esa actitud, creo, es indispensable ya no para entender sino siquiera para intentarlo.

Voy a poner un ejemplo para que se entienda bien a qué me refiero.

Hace unos diez días, el escritor Sergio del Molino publicaba este raro artículo en la revista digital CTXT.  En él, Del Molino contaba que en mayo había aceptado una invitación a ver una corrida de toros en la plaza madrileña de Las Ventas. En un inicio, ante la invitación, Del Molino le había dicho a su anfitrión que «no había ido a los toros en mi vida y que me tengo por antitaurino». Este, un periodista taurino y miembro de la Fundación Toro de Lidia, reaccionó de una forma que sorprendió al escritor:

Casi se relamió con la idea de enseñarle a un alma virgen los toros por primera vez. Lo comparó con llevar a alguien a ver el mar, estaba deseando ver mi reacción. Te invitamos para que luego cuentes lo que te dé la gana, me dijo, o no cuentes nada, pero creo que merece la pena que conozcas este mundo.

Acto seguido, Del Molino relataba la manera en que su curiosidad fue recibida por la gente de su entorno:

Con solo aceptar la invitación de Chapu ya tuve una discusión con mi madre, que se enfadó mucho conmigo. No sé qué se te ha perdido ahí, decía, ni qué curiosidad ni qué leches. Coincidía mi madre con algunos tuiteros y gente del Facebook, que me llamaron criminal y asesino cuando colgué una foto en la puerta de Las Ventas. Y aún no había ni entrado a la plaza.

Para seguir con la sorpresa, Del Molino cuenta que disfrutó mucho. Y se extiende en el debate interno que le suscitó ese disfrute:

Algunos de mis amigos más sensibles y cultos, cuya inteligencia y personalidad admiro, son aficionados taurinos y sienten de alguna forma y en algún grado esa visión [que los toros recuerdan que el ser humano es un depredador y que la única forma digna y valiente de afrontar su condición es mirar a los ojos a su presa antes de matarla]. Otros creen, como yo, que es un anacronismo que no tiene cabida en el mundo de hoy y que, inevitablemente, desaparecerá, pero asumen su contradicción: racionalmente les repugna; emocionalmente les fascina. Y lo entiendo: no hay ninguna otra expresión cultural en occidente que obligue a quien la presencia a hurgar en sus propios dilemas y a palparse las paradojas de una manera tan radical. Solo un fanático o un mentecato puede salir de una corrida igual que entró. Me resisto a creer que fue cosa mía. Chapu, como buen Mefistófeles, sabía dónde me metía y sabía qué estaba haciendo cuando me susurraba al oído su retransmisión personalísima del espectáculo. Sabía que me estaba llevando a un lugar incómodo. Sabía que me estaba inoculando un dilema que, aún hoy, meses después, no he resuelto.

En otro momento, Del Molino define, quizá sin querer, aquello que antes he llamado la necesidad de la empatía como herramienta intelectual:

Cuando doy una charla o tengo un acto literario y, en el turno de preguntas, alguien del público empieza disculpándose porque aún no ha leído mi libro, le suelo responder: mejor, así tendrá una opinión contundente de él, que la lectura no le ha estropeado. Es un chiste pero lo digo en serio: la forma más eficaz y definitiva de oponerse a algo es no conocerlo. Es muy difícil mantener una convicción firme sobre cualquier cosa una vez se ha visto la tal cosa de cerca. En lenguaje taurino –que ha aportado tantísimas expresiones coloquiales al castellano, la mayoría de las cuales ni siquiera suenan taurinas–, eso se llama ver los toros desde la barrera (es decir, lo que hice yo, literalmente).

Si Sergio del Molino puede acercarse a un mundo que le repugna visceralmente a él y los suyos y mostrar con esa transparencia los dilemas intelectuales y de sensibilidad que le ha planteando, si puede hacer uso de esa empatía en el esfuerzo por entender (y entenderse) mejor, ¿por qué nosotros no podemos extender esa empatía a discusiones muchísimo menos enconadas, a situaciones donde, de nuevo, las posturas en el fondo se encuentran mucho más cerca de lo que parece?

Con esto cierro.

No descubro nada si afirmo que The New Yorker ha sido una de las publicaciones que mejor y de forma más dura ha cubierto la presidencia Trump, y eso incluye la cobertura sobre Steve Bannon. Nadie en la industria duda de eso. Es un reconocimiento general entre periodistas. Aquí, por ejemplo, lo dice Isaac Chotiner, escritor de Slate y conductor del podcast I Have to Ask:

Me parece importante decir que la cobertura que The New Yorker ha hecho del gobierno Trump ha sido ejemplar, sobre todo debido a sus investigaciones, pero también por la ausencia de eufemismos en las páginas de Opinion. Resulta difícil pensar en una publicación que haya hecho un mejor trabajo, y eso incluye a The New York Times y The Washington Post.

Pero también lo reconocen –y premian– los lectores. La revista capitaneada por Remnick (que publicó el 9 de noviembre de 2016, al día siguiente de las elecciones, una columna excepcional sobre la victoria de Trump titulada «Una tragedia americana») consiguió en enero de 2017 un record de nuevas suscripciones: 100 mil. Un incremento de 300% con respecto al mismo mes en 2016.

Entonces, si todos, periodistas y lectores sabemos esto, no solo lo sabemos sino que lo celebramos, ¿por qué nos cuesta tanto entender que la reflexión inicial de David Remnick, el proceso de pensamiento que le hizo creer que invitar a Steve Bannon era una buena idea, no solo fue realizado en buena fe sino que podía ser correcto?

De la misma forma, ¿por qué nos cuesta tanto entender que una vez Remnick escuchó a sus lectores y colegas, decidió que era mejor dar marcha atrás sin que lo empujara ningún ánimo censor? ¿Por qué nos cuesta tanto entender que en asuntos complejos como este la única decisión 100% correcta, la única decisión infalible, es la que no se toma? ¿Por qué despachamos la discrepancia con tanta facilidad y desdén?

Hay otro periodista que ha debido lidiar con Bannon recientemente: el cineasta Errol Morris, quien ha dirigido un documental centrado en el ex asesor de Trump. Morris debió enfrentar las críticas de quienes lo acusaban de estar ofreciendo un altavoz a Bannon. Ante eso, respondió:

Si me preguntan si he batallado con la cuestión [de realizar o no el documental], la respuesta es sí. Si la pregunta es si sigo debatiéndome al respecto, la respuesta sigue siendo sí. Mi respuesta [a los cuestionamientos propios y ajenos] ha sido hacer esta película.

(…)

Si he hecho algo para ayudarnos a entender quién es, no quiero exagerar aquí pero creo que es un aporte importante. Es parte de lo que el periodismo debe hacer.

¿Es esto un error de parte de Morris? Podría serlo. Y su honestidad intelectual es tal que está dispuesto a aceptarlo.

Como decía Malcolm Gladwell en el último episodio de la estupenda tercera temporada de su podcast Revisionist History (el mismo Gladwell que párrafos arriba no podía evitar zanjar este complejísimo debate con una ironía simplona en Twitter), «lo más fácil del mundo es mirar esos errores y condenarlos. Es mucho más difícil mirar esos errores y entenderlos».

Ocurre, creo, que no terminamos de entender –incluso personas con la inteligencia y experiencia de Gladwell– que las redes sociales no son, hoy por hoy, el lugar apropiado para albergar este tipo de discusiones. Para apreciar la buena fe en la argumentación ajena y extender esa cortesía de los matices de la que hablaba antes. No están diseñadas para ello. De la misma forma que una mesa de ping pong no está diseñada para jugar al fútbol.

Si no entendemos eso y seguimos insistiendo en trasladar todas las discusiones ahí o, peor aún, insistimos en importar los códigos y reglas propios de las redes sociales a otras arenas, estamos condenándonos a discutir siempre con la raqueta en la mano, listos para lanzársela al otro a la cara a la primera discrepancia.

Estamos despojándonos del espacio y la calma necesarios para discrepar y llegar –o no– a algún tipo de acuerdo. Estamos permitiendo que el debate discurra siempre con los códigos propios de las redes sociales, que benefician la inmediatez y el efectismo, y penalizan la empatía y la reflexión.

Es absurdo, ¿no? Pero eso es lo que estamos haciendo. Y todos somos cómplices. Y, créanme, mientras más lo pienso, no veo por qué no somos capaces de dejar de hacerlo.

¿Qué es lo que ocurrirá con Pablo Casado y ese «viva el Rey»?

Este post iba a ser originalmente un hilo de tuits, siguiendo la máxima de Joe Wiesenthal, pero se me estaba haciendo demasiado largo, así que preferí montarlo aquí para hacerlo más manejable y comprensible.

El sábado 8 de setiembre de 2018, Pablo Casado, actual líder del Partido Popular, principal partido de la derecha española, presidía la Junta Nacional del partido y ofreció este discurso:

No voy, por supuesto, a detenerme en el fondo del mensaje. Eso no es lo que me interesa. Voy a detenerme en la forma y la estrategia de comunicación que revela.

Voy a ser muy breve, porque el mensaje no amerita más, pero creo sí que es importante que quienes nos dedicamos a la comunicación o el periodismo seamos conscientes de qué estamos haciendo y de la manera en que somos presas fáciles de manipulaciones tan burdas como esta.

Alguien, no sé quién, pero sería muy interesante saberlo, está pensando detrás de Casado y sabe perfectamente lo que hace. Sabe a quién va dirigido ese mensaje y qué espera conseguir con él.

Esto es lo que va a pasar –y de hecho ya está pasando desde anoche– con el discurso de Pablo Casado y ese «viva el rey» en España. El discurso está cuidadosamente diseñado para soliviantar a mucha gente. Mucha de esa gente saldrá a Twitter o su red social favorita a indignarse, a hacer bromas sobre Casado y su mensaje, a insultarlo y demás. Resultado: amplificarán el discurso.

Lo mismo harán los rivales políticos de Casado. Aquí pueden ver un ejemplo:

Resultado: amplificarán el discurso.

A continuación o en simultáneo, periodistas y medios llenarán páginas y páginas y horas de horas de transmisión con el mensaje. Lo «analizarán», «discutirán», etc. Habrá portadas, editoriales, columnas, tertulias y demás. Habrá, incluso, ese género ridículo de notas «Twitter/Internet/las redes se mofan/burlan/destruyen/ a X» o «X revoluciona las redes». El resultado en este caso es algo distinto que con los usuarios de redes.

¿Qué conseguirán los medios y periodistas? Muy sencillo.

  1. Amplificarlo, al igual que los usuarios indignados.
  2. Legitimarlo: al discutirlo y dedicarle centenares de artículos y decenas de horas de radio y TV, estaremos diciendo que es un mensaje que merece ser parte de la conversación.
  3. Acercarlo y hacerlo digerible para su audiencia: hay mucha gente que nos odia y cuestiona todo lo que hacemos, a veces con razón. Cuando digamos que es un insensato y un facha o algo similar, habrá mucha gente que piense que esa vehemencia y énfasis en descalificar el discurso de Casado son sospechosos y mira, si estos se molestan tanto, algo de razón tendrá.

Quien escribió y escenificó la puesta de escena de ayer sábado sabía todo esto. Tanto lo sabía, que fue uno de los momentos, el tercero para ser exactos, que aisló y destacó la transmisión del evento realizada por la cuenta oficial del Partido Popular en Twitter.

Y es así que, gracias al trabajo en equipo del asesor o asesora de comunicación de Pablo Casado –cuyo nombre desconozco pero apostaría que ha trabajado o estudiado en Estados Unidos: se notan de lejos los hilos de la explotación de la guerra cultural– y los esforzados periodistas y medios de comunicación que caen redondos a cualquier tipo de provocación y/o manipulación, que el viejo consenso que señala que en España la extrema derecha es marginal y no tiene representación política dejará muy pronto de ser cierto.

Ese «viva el rey» jalado de los pelos y pegado con cinta adhesiva en medio del discurso de ayer es solo el comienzo. En serio. No tardaremos mucho en ver cómo este tipo de mensajes se repiten y van in crescendo. Ojalá periodistas y medios reaccionen a tiempo. Ojalá.

 

No hemos entendido nada en Kindle e iBooks

Como saben quienes siguen este blog, mi libro No hemos entendido nada: Qué ocurre cuando dejamos el futuro de la prensa a merced de un algoritmo (Debate, 2018) ha aparecido primero en Perú, con motivo de la Feria Internacional del Libro de Lima. En los próximos meses se irá publicando en otros países hispanoparlantes donde tiene presencia el grupo editorial Penguin Random House. Prometo avisar de esas fechas de publicación según se vayan confirmando.Mientras tanto, quienes no vivan en el Perú y deseen leerlo antes de que aparezcan las ediciones de otros países, pueden hacerlo en ebook, tanto en Amazon Kindle como en Apple iBooks.

-Si utilizan una cuenta de Amazon domiciliada en Estados Unidos, pueden comprarlo aquí.

-Si utilizan una cuenta de Amazon México, pueden hacerlo aquí.

-Si su cuenta es de Amazon España, lo encuentran aquí.

-Si en lugar de Kindle, utilizan iBooks de Apple, pueden conseguirlo aquí.

Gracias por leer.

 

 

Alfonso Armada: Lidiar con la verdad

Cuando en 2012 me despedí del Máster de Periodismo ABC-Universidad Complutense de Madrid porque volvía a vivir a Lima, el entonces director de la escuela, Alfonso Armada, me preguntó: «Después de diez años aquí, ¿qué te sigue llamando la atención de España? ¿Cuáles crees que son los problemas más serios que tiene este país como sociedad?»

Alfonso es un grandísimo reportero, corresponsal para diversos medios en Nueva York, varias ciudades de África y Sarajevo (en 2015 publicó un libro sobre su paso por esta última ciudad y su famoso conflicto, que lastimosamente aún no he podido leer); además de fundador de una revista digital en la que he colaborado en un par de ocasionesFronteraD. Durante su última etapa en el diario ABC, que acabó en marzo de 2017, dirigió el suplemento ABC Cultural.

Fue Alfonso quien me invitó a enseñar en el máster, donde dicté Crónica y reportaje durante tres años, y le estaré agradecido siempre por haberme brindado una de las experiencias más gratificantes y educativas de mi vida como periodista.

He mencionado esto varias veces en conversaciones con amigos y colegas, pero creo que nunca lo he dejado por escrito. Más allá del cliché de que el profesor aprende de sus alumnos tanto como ellos de él, lo que sí es cierto es que dictar un curso sobre aquello en lo que uno trabaja, sobre aquello a lo que dedica su día a día, es una escuela estupenda porque obliga a ver el propio trabajo con cierta perspectiva, a reflexionar sobre lo que hace en lugar de solo hacerlo, que es lo que ocurre casi siempre cuando uno se dedica a tiempo completo a un oficio tan demandante como este.

Durante esos tres años en el máster, hablamos bastante de esto último con Alfonso y otros profesores de la escuela, en particular con William Lyon, un periodista y editor norteamericano afincado en España desde hace décadas y autor de un pequeño e indispensable manual de escritura periodística.

Pero, además de todo eso que cuento párrafos arriba, Alfonso es un hombre tranquilo, al que muy pocas veces he visto u oído decir una frase más alta que otra, pese a que durante los tres años que enseñé en el máster nos veíamos por lo menos una o dos veces por semana y compartimos infinidad de charlas, discusiones y cañas. Esa calma para mí, preso de la vehemencia natural de mi carácter y el ímpetu de mis años 20, era una cualidad rara, que me despertaba a partes iguales admiración y extrañeza.

Ese día de abril de 2012, Alfonso me acompañaba de camino a la puerta, cuando con su sosiego habitual y esos ojos pequeños repletos de curiosidad que lo asemejan a Tintin, disparó la pregunta con que empecé: «Después de diez años aquí, ¿qué te sigue llamando la atención de España? ¿Cuáles crees que son los problemas más serios que tiene este país como sociedad?»

Me quedé pensando un rato, creo que mientras andábamos y dejábamos atrás el salón de clase, pegado a la redacción del diario, nos topamos con algún otro profesor y/o periodista, intercambiamos las cortesías habituales, y proseguimos el camino hacia la salida. Hasta que volteé y le dije, más o menos, lo siguiente: «La verdad. Lo que más me sorprende de España son los enormes problemas que su sociedad y sus intelectuales tienen para lidiar con la verdad. Es este un país que le rehuye de forma infantil a la verdad». Un tema, por cierto, al que Ramón González Férriz, entonces editor de Letras Libres en Madrid, y yo dedicamos miles de horas de charla y gintonics.

Alfonso asintió e intercambiamos pareceres al respecto durante unos minutos más, para darnos después un abrazo de despedida.

Quién me iba a decir entonces, días antes de subirme a un avión para regresar al Perú, el país que había dejado con 20 años recién cumplidos una década antes, que esos problemas con la verdad serían la norma en todas partes pocos años después. Y serían la norma hasta en los casos más absurdos, inverosímiles e insignificantes también en mi país, donde casi nadie está dispuesto a honrar el compromiso más básico que tenemos los periodistas con nuestros lectores: relatar hechos ciertos.

Es decir, lidiar con la verdad.

 

Nota: La fotografía de cabecera fue tomada por Miguel Lucas Prieto y publicada en una entrevista en el site negratinta.