Cuando en 2012 me despedí del Máster de Periodismo ABC-Universidad Complutense de Madrid porque volvía a vivir a Lima, el entonces director de la escuela, Alfonso Armada, me preguntó: «Después de diez años aquí, ¿qué te sigue llamando la atención de España? ¿Cuáles crees que son los problemas más serios que tiene este país como sociedad?»
Alfonso es un grandísimo reportero, corresponsal para diversos medios en Nueva York, varias ciudades de África y Sarajevo (en 2015 publicó un libro sobre su paso por esta última ciudad y su famoso conflicto, que lastimosamente aún no he podido leer); además de fundador de una revista digital en la que he colaborado en un par de ocasiones: FronteraD. Durante su última etapa en el diario ABC, que acabó en marzo de 2017, dirigió el suplemento ABC Cultural.
Fue Alfonso quien me invitó a enseñar en el máster, donde dicté Crónica y reportaje durante tres años, y le estaré agradecido siempre por haberme brindado una de las experiencias más gratificantes y educativas de mi vida como periodista.
He mencionado esto varias veces en conversaciones con amigos y colegas, pero creo que nunca lo he dejado por escrito. Más allá del cliché de que el profesor aprende de sus alumnos tanto como ellos de él, lo que sí es cierto es que dictar un curso sobre aquello en lo que uno trabaja, sobre aquello a lo que dedica su día a día, es una escuela estupenda porque obliga a ver el propio trabajo con cierta perspectiva, a reflexionar sobre lo que hace en lugar de solo hacerlo, que es lo que ocurre casi siempre cuando uno se dedica a tiempo completo a un oficio tan demandante como este.
Durante esos tres años en el máster, hablamos bastante de esto último con Alfonso y otros profesores de la escuela, en particular con William Lyon, un periodista y editor norteamericano afincado en España desde hace décadas y autor de un pequeño e indispensable manual de escritura periodística.
Pero, además de todo eso que cuento párrafos arriba, Alfonso es un hombre tranquilo, al que muy pocas veces he visto u oído decir una frase más alta que otra, pese a que durante los tres años que enseñé en el máster nos veíamos por lo menos una o dos veces por semana y compartimos infinidad de charlas, discusiones y cañas. Esa calma para mí, preso de la vehemencia natural de mi carácter y el ímpetu de mis años 20, era una cualidad rara, que me despertaba a partes iguales admiración y extrañeza.
Ese día de abril de 2012, Alfonso me acompañaba de camino a la puerta, cuando con su sosiego habitual y esos ojos pequeños repletos de curiosidad que lo asemejan a Tintin, disparó la pregunta con que empecé: «Después de diez años aquí, ¿qué te sigue llamando la atención de España? ¿Cuáles crees que son los problemas más serios que tiene este país como sociedad?»
Me quedé pensando un rato, creo que mientras andábamos y dejábamos atrás el salón de clase, pegado a la redacción del diario, nos topamos con algún otro profesor y/o periodista, intercambiamos las cortesías habituales, y proseguimos el camino hacia la salida. Hasta que volteé y le dije, más o menos, lo siguiente: «La verdad. Lo que más me sorprende de España son los enormes problemas que su sociedad y sus intelectuales tienen para lidiar con la verdad. Es este un país que le rehuye de forma infantil a la verdad». Un tema, por cierto, al que Ramón González Férriz, entonces editor de Letras Libres en Madrid, y yo dedicamos miles de horas de charla y gintonics.
Alfonso asintió e intercambiamos pareceres al respecto durante unos minutos más, para darnos después un abrazo de despedida.
Quién me iba a decir entonces, días antes de subirme a un avión para regresar al Perú, el país que había dejado con 20 años recién cumplidos una década antes, que esos problemas con la verdad serían la norma en todas partes pocos años después. Y serían la norma hasta en los casos más absurdos, inverosímiles e insignificantes también en mi país, donde casi nadie está dispuesto a honrar el compromiso más básico que tenemos los periodistas con nuestros lectores: relatar hechos ciertos.
Es decir, lidiar con la verdad.
Nota: La fotografía de cabecera fue tomada por Miguel Lucas Prieto y publicada en una entrevista en el site negratinta.
Pese a que intento evitarlo, de rato en rato todavía caigo en el newsfeed de Facebook atraído por fotos y memes compartidos por amigos. Desde que la red social de Mark Zuckerberg ha pasado a privilegiar ese tipo de contenido frente a artículos o links a medios, mi interés como usuario ha decaído.
Sin embargo, de tanto en tanto, mientras hago scroll abajo en el newsfeed, algo captura mi atención. Esta vez se trata de un post del Comando Plath que alguno de mis contactos, no recuerdo quién, había compartido. El post era este:
Para quienes no lo sepan, Comando Plath es un colectivo feminista peruano muy activo en redes sociales (cuenta también con un blog). Según su propia información en Facebook, se trata de «un grupo de mujeres escritoras, artistas e intelectuales cuyo fin es visibilizar nuestro trabajo y denunciar la violencia del sistema patriarcal». En su post las integrantes del Comando Plath criticaban un artículo publicado en la página web del Vicerrectorado Académico de la Pontifica Universidad Católica del Perú, titulado La otra cara de la corrección política o la muerte de la ironía.
Como el debate acerca de la corrección política y sus alcances en campus universitarios es uno de mis placeres culposos, y como además la Universidad Católica peruana se tiene a sí misma como uno de los máximos baluartes de los valores progresistas en el país, valores que en buena medida yo comparto, no pude evitar la tentación y di click.
El artículo había sido publicado el día 28 de junio y no llevaba firma. Es decir, al encontrarse en el site oficial del Vicerrectorado y no tener un autor específico, no es descabellado asumir que lo en él expuesto constituye una posición oficial de esta oficina de la Universidad Católica.
¿Qué es el Vicerrectorado Académico? Según su propia página web, se trata del órgano de la universidad «encargado de la conducción, gestión e innovación académica de la Universidad, tanto en el pregrado como en el posgrado, en las modalidades presenciales, semipresenciales y virtuales, además de la educación continua».
El artículo llevaba la siguiente bajada:
Las reivindicaciones identitarias en la universidad responden a una deuda histórica largamente vencida, pero ¿qué tipo de consecuencias podemos esperar frente a los rápidos cambios planteados?
Buena pregunta. ¿Qué consecuencias podemos esperar ante esas reivindicaciones? Por otro lado, ¿cuáles son esas reivindicaciones?
Nos lo aclara –es un decir– el primer párrafo (las negritas son mías, los links del original):
Los logros de justicia social en la forma de reconocimientos identitarios han tenido grandes repercusiones en las expectativas de los jóvenes sobre cómo debe ser su experiencia universitaria. Muchos estudiantes esperan que los discursos y prácticas que sostienen formas sistemáticas de opresión (discriminación de género, racial, por origen, etc.) tanto explicita como implícitamente sean pública e institucionalmente rechazadas. Esta es la posición que han adoptado numerosas entidades, por lo que han tomado medidas para identificar y sancionar a los profesores y alumnos que comentan faltas (ver 1, 2 y 3). La reivindicación de poblaciones históricamente oprimidas y la visibilización de las formas de violencia que han sufrido son deudas largamente vencidas. Muchos campus universitarios están transformándose en espacios seguros para este reconocimiento y con buenas razones. Sin embargo, estos vertiginosos cambios pueden llegar a tener consecuencias no deseadas y generar un grave rechazo dentro y fuera de la comunidad académica. Debemos explorar cómo.
Pasemos un momento por alto esa prosa abigarrada. Se trata, entonces, de reivindicaciones de «poblaciones históricamente oprimidas» y de estudiantes que esperan que «formas sistemáticas de opresión (discriminación de género, racial, por origen, etc.)» sean rechazadas «pública e institucionalmente». Vale.
¿Y las consecuencias? Ahí lo dice. Se trata de «consecuencias no deseadas y [que pueden] generar un grave rechazo dentro y fuera de la comunidad académica». Consecuencias negativas. ¿No hay consecuencias positivas? Seguro, quién sabe. Aquí hemos venido a hablar de las malas. Ok. ¿Como cuáles?
Voy a reseñar brevemente las tres primeras. Haría falta otro post entero para cada una. La que me interesa, en realidad, es la última.
Según este artículo, obra del Vicerrectorado Académico de la Pontifica Universidad Católica del Perú, la primera consecuencia indeseable es que esa reivindicaciones –léase el «rechazo institucional y público a formas sistemáticas de opresión»– pueden ser perjudiciales debido a que «la respuesta de un grupo de la población estudiantil hacia este giro conceptual ha sido en ocasiones tremendamente violenta». Tremendamente violenta. Bueno.
La segunda consecuencia es que el avance de esas reivindicaciones –de nuevo, el «rechazo institucional y público a formas sistemáticas de opresión»– puede conducir a «la falta de diálogo entre diferentes facciones ideológicas y posiciones políticas al explotar la desfasada concepción de la universidad como santuario».
¿No es la universidad, léase sus órganos y profesores, quien debe promover ese diálogo? ¿Qué hace la universidad ante los escollos para el diálogo que puedan presentarse? ¿Echar la pelota a los alumnos para que no se excedan en sus reivindicaciones? ¿En serio?
Como tercera consecuencia, el artículo lista «un miedo latente de ser injustamente acusado de acoso y las consecuencias que tiene para las carreras profesionales de las mujeres». Y prosigue:
Se reporta que, en ciertas ocasiones, profesores hombres rechazan o evitan la mentoría a estudiantes mujeres a partir del riesgo de verse implicados en escándalos que puedan repercutir en sus carreras
Existe, dice más adelante un «temor generalizado». ¿Cuán generalizado? ¿Hay casos reportados en las universidades peruanas? ¿En la Universidad Católica? ¿Cuántos? Lo ignoro, y parece que el redactor anónimo del artículo también porque no se nos dice por ningún lado.
Pero, ya saben, el asunto de fondo es que si hay profesores que rehuyen a sus obligaciones –ejercer de mentores de estudiantes– es culpa de la «reivindicación de poblaciones históricamente oprimidas y la visibilización de las formas de violencia que han sufrido». ¿De verdad?
Finalmente, y aquí es a donde quería llegar, dice el artículo del Vicerrectorado Académico que «vemos una cierta supresión de libertades de los estudiantes sobre su producción académica».
¿Dónde? Hay que detenerlo. Esto sí es intolerable. ¿Quiénes son estos estudiantes? ¿Cuántos casos hay reportados? ¿De qué manera se está suprimiendo la libertad en la «producción académica» de estos alumnos?
Así:
Universidades australianas top (Queensland, Sidney, Griffith, Newcastle) están siendo severamente criticadas al ser reportado que se le resta puntaje a los estudiantes por no utilizar lenguaje inclusivo o no binario en sus trabajos. Esto incluye a palabras con el sufijo man tales como man-made o mankind; así como las descripciones de mujeres basadas en una posición secundaria ante alguien o algo tales como “esposa de”, “madre de”, etc. Julie Duck, la decana ejecutiva de la facultad de Humanidades y ciencias sociales de Queensland, justifica las medidas señalando que “se aconseja a los estudiantes evitar el lenguaje de género sesgado de la misma forma que se aconseja eviten el lenguaje racista, los clichés, las contradicciones [en realidad el original dice «contracciones»], los coloquialismos y la jerga en sus ensayos” (sic)
¿Quién es la fuente de la noticia?
The Daily Mail.
Como ya he escrito alguna vez, The Daily Mail no solo es una de las publicaciones en inglés más leídas del mundo sino también una de las que más noticias basura o fake news publica. Que un artículo de una prestigiosa institución universitaria cite a The Daily Mail como fuente de autoridad me puso en guardia. Así que di click y fui a leer la nota citada:
Traduzco:
La corrección política se vuelve loca:
Indignación debido a estudiantes que recibieron bajas calificaciones por utilizar las palabras ‘mankind’ y ‘workmanship’ en sus ensayos. Algunas universidades incluso han prohibido la palabra ‘she’
Las universidades están tomando medidas drásticas para parecer políticamente correctas
Los alumnos son sancionados por utilizar términos prohibidos
El sufijo ‘man’ es calificado como un término sexista y no es tolerado
Según uno avanza en la lectura de la nota, descubre que toda la información que la periodista Brittany Chain ha utilizado proviene de otro medio, aunque este detalle está hábilmente camuflado en este fragmento:
«La gente está perdiendo puntos por utilizar lenguaje de diario porque este no es de género neutral», dijo a The Courier Mail un estudiante de Política.
Así que di click y me fui a leer The Courier Mail. Este periódico australiano es un tabloide local propiedad del conglomerado de medios de Rupert Murdoch, News Corp. Cubre principalmente la ciudad de Brisbane en el estado de Queensland.
Como la lectura de The Courier Mail es solo para suscriptores, tuve que encontrar alguna forma de acceder al artículo que me interesaba. Lo conseguí a través de pressreader, una aplicación y servicio que permite acceder al contenido de distintos diarios del mundo. Ahí descubrí que la nota había sido portada de la edición del 9 de junio:
«El fin de la humanidad» gritaba el titular a cuatro columnas. En inglés puede utilizarse indistintamente «humankind» o «mankind» para referirse a la humanidad, de la misma forma que en español podemos decir «el hombre» o «los hombres» para referirnos al ser humano o a la humanidad en su conjunto.
El resto de la nota, que continuaba a doble página en interiores, decía así:
Las mejores universidades del estado están sancionando a sus estudiantes por el uso de palabras como «mankind» y «workmanship» aduciendo que son sexistas.
Debido a una prohibición dictada por la corrección política, los estudiantes están perdiendo puntos en sus calificaciones por utilizar «lenguaje binario», que incluye palabras como «she» (ella), «man» (hombre) o «wife» (esposa).
Alumnos de la Universidad de Queensland se han quejado de profesores que están persiguiendo el uso de palabras con connotación de género, y penalizándolo con la misma dureza que las faltas ortográficas.
La Universidad Griffith y la Universidad Tecnológica de Queensland también cuentan con políticas para el uso de lenguaje inclusivo que desaconsejan utilizar palabras como «mother» (madre), «housewife» (ama de casa) y «chairman» (presidente).
(…)
Todas las principales universidades de Queensland exigen el uso de «lenguaje inclusivo» en ensayos, trabajos, conferencias y conversaciones. Un ejemplo de normas propias de un «estado niñera» criticadas con dureza por un furioso Simon Birminghan, ministro federal de Educación, así como por el líder de la oposición, Deb Frecklington. Otras palabras como «she», «man», «wife» y «mother» han sido prohibidas.
Estudiantes de la Universidad de Queensland se han quejado de profesores que les bajan las calificaciones por utilizar la palabra «mankind» en sus ensayos.
Un estudiante de Política fue sancionado por utilizar el pronombre gramaticalmente correcto «she» para referirse a un auto.
«La gente está perdiendo puntos por utilizar lenguaje de diario porque este no es de género neutral», dijo a The Courier Mail el estudiante, que pidió permanecer anónimo. «Me bajaron la calificación por utilizar «mankind»…y me referí a un auto de mi propiedad como ‘ella es mi orgullo y alegría'».
Un estudiante de ciencias recibió una baja calificación por utilizar «mankind» en un ensayo de filosofía del método científico. «Me bajaron 10 puntos, es una cosa tan estúpida que te bajen la calificación por esto. Escuché sobre una chica de otra clase a quien le bajaron la nota por utilizar las palabras «man-made» (artificial, hecho por el hombre) y «sportsmanship» (deportividad). Es un poco ridículo, no puedes prohibir todas las palabras que contengan «man».
El artículo escrito por la periodista Natasha Bita continúa así durante 1000 palabras. Más adelante, además de recoger los reclamos airados de los dos políticos citados arriba, Bita indica que el manual para escribir ensayos de la facultad de Ciencia Política instruye a los estudiantes para que usen «lenguaje de género neutral»:
«Debe evitarse el uso de ‘he’, ‘him’ o ‘his’ como pronombres estándar; no utilice ‘man’ para referirse a la humanidad en general», dice. «Tampoco deben usarse pronombres femeninos cuando se refiere a objetos inanimados, por ejemplo para referirse a una embarcación como ‘she'».
El manual al que hace referencia Bita puede consultarse aquí. Y estos son los dos párrafos que dedica a lo que podemos considerar corrección política:
Dos párrafos, que suman un total de 148 palabras, en un texto de 18 páginas.
¿Que dicen esos dos párrafos?
Traduzco:
Lenguaje de género neutral: Evite el uso de lenguaje de género específico, incluidos términos de género específico para grupos de personas así como la caracterización de grupos como masculinos o femeninos. Debe evitarse el uso de ‘he’, ‘him’ o ‘his’ como pronombres estándar; no utilice ‘man’ para referirse a la humanidad en general. Tampoco deben usarse pronombres femeninos cuando se refiere a objetos inanimados, por ejemplo para referirse a una embarcación como ‘she’.
Lenguaje no racista: Términos discriminatorios o prejuiciosos hacia grupos étnicos o raciales son inaceptables en la escritura académica. Cuando se refiera a las personas nativas de Australia, se debe usar el término ‘Aborígenes e isleños de Torres Strait». Al referirse a una persona que procede de una tradición cultural de habla no-inglesa o cuyo primer idioma no es el inglés debe utilizarse el término ‘tradición de habla no-inglesa». Por favor, utilice el término ‘comunidad Lesbiana, Gay, Bisexual, Tránsgenero, Intersexual y Queer’. También es apropiado utilizar el acrónimo LGBTIQ.
¿Significa esto que transgredir estas recomendaciones es motivo de sanción o de reducción en las calificaciones? No necesariamente. De hecho, en el mismo artículo la periodista de The Courier Mail cita a la decana interina de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de Queensland, Julie Duck, quien explica:
La facultad no tiene una política de calificar negativamente a los estudiantes que utilicen lenguaje de género específico que vaya más allá de la forma habitual de calificar el uso de split infinitives, apóstrofes mal colocados, utilización errónea de las mayúsculas y demás. A los estudiantes se les aconseja evitar lenguaje de género binario en el mismo sentido que se les aconseja evitar lenguaje racista, clichés, contracciones, coloquialismos y jerga en sus ensayos. Cualquiera de estos asuntos tiene una repercusión mínima en sus calificaciones. Depende del contexto y alcance.
¿Justifican esas recomendaciones la indignación iracunda de los dos políticos citados por la periodista Natasha Bita? Difícilmente.
¿Justifican esas recomendaciones y guías en el uso del lenguaje en trabajos académicos un titular en portada a cuatro columnas como THE END OF MANKIND? Bueno, como poco, es una decisión editorial un tanto caprichosa.
¿Significa esto que, como indica el artículo de la página web del Vicerrectorado Académico de la Universidad Católica, existe una «supresión de libertades de los estudiantes sobre su producción académica»? Digamos que, por lo menos, es bastante discutible.
¿Se ha quejado algún alumno de la Pontificia Universidad Católica de que la «corrección política» suprime su libertad? No parece. Imagino que, si fuera así, el anónimo redactor de ese artículo en el site del Vicerrectorado Académico no perdería ocasión de mencionarlo.
¿Qué estudiantes sí se han quejado? Dos alumnos sin nombre de la Universidad de Queensland en Australia. Por cierto, esto según el artículo publicado por un tabloide australiano que, como he explicado líneas arriba, parece más interesado en atizar el fuego sensacionalista –soflamas airadas de políticos necesitados de focos mediáticos incluidas– que en relatar de forma rigurosa lo que ocurre en las universidades australianas con el fascinante debate sobre los alcances de lo políticamente correcto y el posible conflicto con la libertad de expresión y de cátedra.
No sé en Australia, pero en los campus universitarios norteamericanos sí está teniendo lugar un interesantísimo debate al respecto. Mucha prensa seria, así como varios intelectuales, están intentado explicar y profundizar en el tema. A uno y otro lado del espectro ideológico. Aquíhayunaseriedelinksquepuedenvisitar.
Por supuesto, eso no es lo que hace la pieza de Natasha Bita en The Courier Mail, en la que se basa toda la nota de The Daily Mail que rebota el anónimo redactor del Vicerrectorado Académico de la Católica.
¿Recuerdan cómo se llamaba el artículo en el site del Vicerrectorado Académico?
La otra cara de la corrección política o la muerte de la ironía.
En realidad, lo irónico –además de que en todo el texto no se explica en ningún sitio por qué estamos ante «la muerte de la ironía»– es que una institución académica del prestigio de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que presume de brindar «una formación ciudadana, humanista, científica e integral de excelencia», trate un tema así de serio y complejo, en una comunicación institucional además, con esta ligereza.
ACTUALIZACIÓN
Horas después de publicado este post, en la tarde del jueves 5 de julio, la página de Facebook Novedades Académicas PUCP publicó un confuso comunicado titulado Sobre la controversia suscitada por el artículo: “La otra cara de la corrección política o la muerte de la ironía”
A diferencia de lo que ocurre en países vecinos como Argentina o Brasil –e incluso Chile, donde desde 2017 existe una Feria Nacional del Libro de Fútbol Chileno–, en el Perú la pasión futbolera no ha sido trasladada con demasiada frecuencia ni éxito a la página en blanco.
Ya he escrito alguna vez que el Perú es un país poco dado a pensarse, casi alérgico a la reflexión y el análisis. Y el fútbol, nuestro fútbol, no ha sido la excepción.
Por suerte, la vuelta de la selección peruana al Mundial tras una ausencia de 36 años ha servido para espolear a un puñado de autores a saldar cuentas con la historia, pasada y reciente, de nuestro fútbol.
En la revista peruana H me pidieron que, además de comentar algunas de esas novedades, eligiera mis libros futboleros favoritos. Como H solo se publica en papel y en Perú, le pedí permiso a los responsables para publicar una versión algo distinta de ese listado en No hemos entendido nada.
Poeta, novelista, temido crítico literario, José Carlos Yrigoyen es, según sus propias palabras, un “obsesivo seguidor de la selección peruana”. Esa obsesión se ha transformado en un libro imprescindible para quienes, por cuestiones generacionales, no hemos conocido otra cosa que sufrimiento y decepción a manos –o patadas– de la blanquirroja. Y que, ahora, gracias a San Ricardo Gareca, Patrono de la Resurrección del Fútbol Peruano y Otros Imposibles, hemos recobrado la fe. Cincuenta años de historia que abarcan la época de gloria (1968-1982), o lo que puede entender por gloria un fútbol carente de títulos internacionales; así como lo que Yrigoyen ha llamado El hundimiento (1983-1986) y La época oscura (1987-2015). El libro concluye con los prolegómenos de la ya exitosa Era Gareca (2015-¿?).
Aquí Yrigoyen lee un fragmento de su libro:
2.-¡Hola Rusia! Joanna Boloña. 2018 Grijalbo.
La periodista Joanna Boloña, hoy en la pantalla de ESPN Perú, ha confeccionado una amena y exhaustiva guía de Rusia 2018 para no iniciados. La clasificación de la selección peruana a su primer mundial en 36 años ha generado una ola de entusiasmo en el país que ha excedido, por mucho, a los hinchas acérrimos. ¿Nunca le has prestado demasiada atención a la selección pero quieres sumarte al fervor popular? ¿No te interesa mucho el fútbol pero tienes curiosidad por saber cómo es vivir un Mundial en primera persona (o sea, clasificados) por primera vez? Boloña ha hecho bien su tarea, ha recopilado los datos, ha aterrizado esa información y se ha dado el trabajo de escribir este manual para ti.
Si ya son raros en el Perú los buenos libros sobre fútbol, la aparición del libro escrito por Hugo Ñopo y Jaime Cordero es comparable al aterrizaje de un Delorean llegado del futuro en plena Javier Prado. En el Perú, históricamente, el conocimiento futbolístico ha sido siempre un asunto limitado a la sabiduría popular, la pasión desaforada y el folklore de la superstición. Donde entrenadores y periodistas han hecho carrera a punta de «vamos chicos, jueguen como ustedes saben» y otras perlas del lugar común. La fórmula del gol, al igual que el comando técnico liderado por Ricardo Gareca, ha querido dotar a nuestro fútbol de todo eso que nunca ha tenido: rigor, sistema y conocimiento estructurado. En ese esfuerzo, Ñopo y Cordero han hecho uso de bases de datos, propias y ajenas, para ordenar la información disponible en estos tiempos de big data y otorgarle un sentido que les permite responder preguntas eternas como ¿existe la ventaja del local? ¿sirven de algo las cábalas? ¿cuán indisciplinados son los futbolistas peruanos? y ¿a qué demonios juega Perú?
En esta entrevista se puede ver a los autores comentando su libro:
4.-The numbers game: Why Everything You Know About Football is Wrong. Chris Anderson y David Sally. 2013 Penguin.
Chris Anderson y David Sally no podían haber elegido una mejor cita para empezar este libro. Corresponde a Bill James, un estadístico americano que revolucionó el baseball entre los años 70 y 90. «En el deporte, lo que es verdad es más poderoso que aquello en lo que crees, porque lo que es verdad es lo que te otorgará la ventaja necesaria». Fue el trabajo de James el que inspiró a Billy Beane, héroe del libro del periodista Michael Lewis Moneyball, interpretado por Brad Pitt en la adaptación cinematográfica. Anderson y Sally aplicaron el mismo espíritu estadístico a un deporte que, demasiadas veces, vemos reducido a un asunto de fe. De entre los muchos hallazgos del libro, quizá el más influyente ha sido el de la teoría del eslabón débil. La formulación es sencilla: a diferencia de otros deportes como el basket, el fútbol es un deporte de eslabón débil (weak link). Es decir, en el fútbol un equipo es tan bueno como su peor jugador. Está bien gastarse millonadas en Messi, Cristiano o Neymar, pero asegúrate de que tu equipo guarde algo para ese futbolista cuyo nombre la mayoría no recuerda, porque los títulos pueden depender de él. El libro está repleto de conceptos igual de reveladores y, en sus 400 páginas, acaba con infinidad de prejuicios y malentendidos que han pasado por verdades durante décadas y décadas de historia futbolística.
Aquí pueden ver un estupendo mini documental de FourFourTwo sobre cómo el uso de datos está cambiando la manera en que los equipos toman decisiones de management y sus sistemas de juego. Hablan, entre otros, Billy Beane, Chris Anderson y Natasha Patel, jefa de análisis de rendimiento del Southampton FC:
5.-Fútbol contra el enemigo. Simon Kuper. 1994. Orion/Contra
Simon Kuper escribe, sobre todo pero no solo, de fútbol para el Financial Times. Esa columna semanal y este libro, publicado originalmente en 1994, lo han convertido en uno de los escritores de fútbol más interesantes y seguidos del mundo. Kuper recorre veintidós países para contar la historia del impacto de política, nacionalismo, religión, autoritarismo, pobreza y cultura popular en el deporte más popular del mundo. Ojo a las páginas que dedica al famoso 6-0 de Argentina a Perú en 1978. La edición en español fue publicada por la editorial Contra en 2012, con prólogo del periodista Santiago Segurola.
Es sencillo, como su título: esta es la mejor crónica futbolística escrita en español que he leído. Andrés Burgo consigue en El partido una proeza narrativa difícil de igualar: aportar luz y nuevas lecturas a uno de los partidos más comentados de la historia del fútbol mundial. Este libro, para el que Burgo se sumergió en la hemeroteca, habló con varios protagonistas y estrujó sus recuerdos de fanático de la albiceleste, es el relato íntimo, a la vez histórico y personal, del encuentro que selló la leyenda del, posiblemente, mejor futbolista de todos los tiempos.
Aquí Burgo habla en una entrevista sobre el libro:
7.-Historias del calcio. Enric González. 2007. RBA
De 2003 a 2007, mientras fue corresponsal del diario El País en Roma, el periodista Enric González escribió una columna semanal llamada Historias del Calcio. Albert Camus escribió alguna vez que “después de muchos años en los que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. El fútbol, más allá de un deporte, es una de las herramientas más útiles que tenemos para conocer a un país y sus habitantes. Pocos autores han aprendido la lección de Camus mejor que Enric González, para quien cualquier acontecimiento relacionado con el fútbol italiano era el gatillador perfecto para adentrarse en la psiquis e historia de un país apasionado por la pelota.
8.-Maldito United. David Peace. 2006. Faber and Faber/Contra
Quizá la mejor novela sobre fútbol que se ha escrito. El británico David Peace reconstruye los 44 fatídicos días que duró el legendario Brian Clough como entrenador del Leeds United en 1974. De Clough dijo Bill Shankly, otra leyenda del fútbol británico: “Este tipo es peor que la lluvia en Manchester, al menos Dios para de vez en cuando”. Peace narra la historia a través de la voz del propio Clough, que mientras fracasa al mando del Leeds recuerda sus días de gloria como entrenador del pequeño Derby County. Atención a la película de 2009 basada en el libro y dirigida por Tom Hooper, cineasta conocido por El discurso del rey y La chica danesa.
9.-Dios es redondo. Juan Villoro. 2006. Anagrama
Ensayista y narrador, cuando el mexicano Juan Villoro escribe de fútbol aúna tres cualidades que rara vez encontramos juntas en un escritor: la erudición del académico obsesivo, la finura del analista con mil partidos en la retina y el sentido del humor del hincha que conoce de cerca la derrota. Villoro sabe, como decía Bill Shankly, que el fútbol no es una cuestión de vida, sino que es más importante que eso. Si bien sus textos futboleros son tantos que se encuentran regados en diarios, revistas y páginas webs de todo el mundo en habla hispana, esta colección publicada en 2006 reúne lo esencial de su producción.
Aquí Villoro habla sobre la pasión futbolera en el festival Viva América de 2011:
10.-La pelota no entra por azar. Ferran Soriano. 2013. Granica.
Al día siguiente de que la lista que integraba Ferran Soriano junto a Joan Laporta ganara las elecciones de la junta directiva del F.C. Barcelona, un viejo directivo le dijo: “Chico, te daré un consejo: no vengáis aquí dispuestos a aplicar grandes técnicas de gestión, ni con voluntad de usar el sentido común, ni la lógica empresarial. Esto del fútbol es distinto, esto va de si la pelota entra o no entra. Si entra, todo va bien. Si va fuera, todo es un desastre. Es puro azar”. Soriano, que fue vicepresidente y director general del equipo catalán durante sus años más gloriosos y que ahora es director ejecutivo del Manchester City, escribió este libro para demostrar cuán equivocado estaba ese directivo. La pelota no entra por azar es un rara avis entre los miles de libros de management que se publican año a año, consigue escapar del mero anecdotario con finales felices y moraleja, así como de la autoayuda para ricos que dominan el género. Es un libro sobre fútbol, liderazgo y planificación que logra dotar a ese trinomio no solo de sentido sino que lo hace con inteligencia, de forma amena y asequible.
Aquí Soriano habla sobre el libro:
11.-Fiebre en las gradas. Nick Hornby. 1992. Gollancz/Penguin/Anagrama
Nick Hornby, como sabe cualquiera que haya leído alguno de sus libros, es un hombre de dedicado en cuerpo y alma a sus aficiones. Y, de sus aficiones, ninguna más importante que el fútbol en genera y el Arsenal F.C en particular. La memoir de hincha sufrido con la que todos los fanáticos del fútbol, a menos que sea hincha del Real Madrid, podemos identificarnos. Nota para hinchas literarios: El periodista Juan Carlos Ortecho, una de las personas que más conoce de fútbol en Perú (y anglófilo como yo), reniega de la traducción al español. Hornby, como ocurre con todos los autores dueños de una prosa coloquial y apoyada en los modismos locales, es un escritor que pierde bastante en el viaje de su inglés natal a nuestro idioma. Pero aún con ese handicap este libro es una pequeña joya.
En el descuento:
–Peredo Total. Daniel Peredo. 2018. Debate.
La voz de la selección peruana se apagó en febrero de este año, tres meses después de que gritara la clasificación peruana a Rusia 2018 y cuatro antes de que pudiera cumplir su sueño de narrar el regreso de la blanquirroja a la élite del fútbol mundial. Con buen tino, la editorial Debate publica una antología del periodismo escrito de Daniel Peredo, el que publicó en las páginas de El Bocón, la revista Once y El Comercio; una faceta mucho menos conocida que la de narrador televisivo. Yo mismo, que he leído el libro de un tirón, he caído en cuenta mientras pasaban las páginas que conocía varios de estos textos y que, sin embargo, no los asociaba con el autor de «si no sufrimos, no vale» y «un gol más va a haber». Como narrador en la tele, la magia de Peredo residía en un raro talento para conjugar la lectura inteligente del juego con el apunte preciso (y a ratos erudito) y la emotividad del hincha que conoce bien la ilusión y el sufrimiento. En sus textos el hincha deja paso al obsesivo acumulador de anécdotas, alineaciones y detalles, pero la rapidez mental que lo hizo famoso no se mueve de su sitio. Un par de botones, extraídos de uno de sus textos más antiguos: «La paciencia de Charún fue desesperante. Solo le faltó una cámara fotográfica para llevarse un recuerdo del tanto» y «Muchotrigo seguía olvidado en la punta derecha. Se debe haber hecho amigo del juez de línea de ese sector». Decía Timothy Garton Ash que el periodismo es la Historia del presente, y en este país tan poco amigo de la hemeroteca, donde las polillas se pegan festines con los archivos de los diarios, es un lujo contar con volúmenes como este, que nos pone delante de los ojos la memoria de nuestro pasado futbolero reciente.
Algunos libros que tengo pendientes:
–Todo Messi: Ejercicios de estilo. Jordi Puntí. 2018. Anagrama.
–Angels With Dirty Faces: The Footballing History of Argentina. Jonathan Wilson. 2016. Orion.
–Brilliant Orange: The Neurotic Genius of Dutch Soccer. David Winner. 2002. Overlook Books.
–Soccernomics: Why England Loses; Why Germany, Spain, and France Win; and Why One Day Japan, Iraq, and the United States Will Become Kings of the World’s Most Popular Sport. Simon Kuper y Stefan Szymanski. Edición ampliada para Rusia 2018. Nation Books.
En The New York Times en Español, el escritor Jorge Carriónrecomienda otros seis libros futboleros. Entre ellos, Treinta y seis años después, la crónica personal de un hincha sufrido escrita por el periodista peruano residente en Madrid, Toño Angulo Daneri. El libro ha sido publicado por la exquisita editorial española de no ficción Libros del K.O. Acaba de salir en España y estoy a la espera de conseguir uno.
Si me leen desde Lima, además de en las librerías clásicas como Sur, El Virrey, Ibero o Communitas, pueden encontrar varios de estos libros en una librería virtual especializada en títulos futboleros, DeContra.
*Una versión de este texto se publicó en el número 80, edición de junio de 2018, de Revista H en Perú.
Me pone sobre alerta Daniel Alarcón, escritor y productor ejecutivo del, a mi juicio, mejor podcast narrativo en habla hispana, Radio Ambulante. La mañana del miércoles 23 de mayo, Daniel me taggea en un tuit, dirigiéndome a otro publicado por el periodista argentino Sebastián Volterri el día anterior, martes 22 de mayo:
En su tuit, que acumula unos 5000 retuits y más de 19000 likes, Volterri colocaba una portada de la revista española Diez Minutos en la que se anuncia una «Entrevista imaginaria» con la entonces princesa Letizia, hoy reina de España. En la misma portada, Diez Minutos explica así su exclusiva (la negrita es mía):
recreamos con datos contrastados y testimonios fiables la conversación que podría haber tenido con nuestra revista.
La curiosidad me hizo buscar más información al respecto. No tardé mucho en dar con la dichosa entrevista. La nota, que va sin firma, lleva la confesión de parte en la introducción (la negrita es mía):
Igual que los hijos llegan sin manual de instrucciones, la periodista Letizia Ortiz Rocasolano –hija de padres separados, hermana mayor, divorciada de un profesor de lengua, atea, antitaurina, fumadora ocasional, leal amiga de sus amigos, seductora y autoritaria, profesional y familiar a partes gemelas– llegó al oficio de Princesa sin una clase magistral previa ni libro de ayuda alguno.
La única asignatura que llevaba en su currículum para casarse con un Príncipe fue la del corazón, y la tenía aprobada con matrícula de honor. Una década después, mucho ha aprendido aquella rubia interesante de 31 años a base de trabajo, sinsabores, disciplina y más amor. Pasó de hablar como comunicadora a callar; de mirar a ser vista; de opinar a ser criticada; de preguntar a no responder.
Pero en un ejercicio de osadía, nos hemos lanzado a entrevistar a la Princesa de manera figurada. Porque sabemos tanto de ella a través de terceros, medios de comunicación y testimonios directos que nos atrevemos a suponer lo que nos contestaría si tuviéramos un café (para ella té) y una grabadora delante.
Ejercicio de osadía.
Nos atrevemos a suponer lo que nos contestaría.
La portada y entrevista de Diez Minutos no son nuevas. Fueron publicadas en mayo de 2014. Tampoco es nuevo el revuelo que despertó la «osadía», por llamarla de alguna forma, de Diez Minutos. Ni las bromas a su costa:
REDACCIÓN DE DIEZ MINUTOS. INT DÍA. – ¿Qué tenemos hoy? – Poca cosa. – ¿Y con imaginación? – Ah… ¿Entrevista a Tutankamón? – DALE.
— Bárbara Alpuente (@Barbaraalpuente) May 22, 2014
Osadía o desfachatez, y más allá de los chistes, la entrevista no pasó desapercibida para la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). Tras recibir una queja del Colegio de Periodistas de Murcia, en junio de 2014 la FAPE puso a trabajar a su Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología. Un mes después, el organismo emitió una resolución en la que señalaba (la negrita es mía):
Por lo expuesto, desde la defensa de la libertad de expresión, así como de la necesidad de velar por la calidad y credibilidad del periodismo y a partir de que la primera exigencia del periodismo es el respeto a la verdad, sin tergiversación o deformación, no nos hallamos ante una buena práctica periodística, pues el método de esta entrevista imaginaria, no tiene la misma garantía de veracidad que una entrevista real con la persona concernida. Además puede también afectar al derecho a la intimidad y la propia imagen, a la que la persona presuntamente entrevistada tiene derecho, aunque sea un personaje público.
Obviemos por un momento el tono burocrático y los excesos eufemísticos de la Comisión. Aunque no puedo sino enarcar una ceja y dejar escapar una sonrisa ante ese «el método de esta entrevista imaginaria, no tiene la misma garantía de veracidad que una entrevista real».
Uno pensaría que no hace falta la movilización de un colegio regional de periodistas, la federación nacional que lo acoge y una comisión de deontología para llegar a esa conclusión o para dictaminar que «no nos hallamos ante una buena práctica periodística». Pero la realidad, siempre tozuda y dispuesta a callarnos la boca, demuestra que sí hace falta. Que nunca es ni será suficiente. Que cuando se trata de faltas periodísticas ninguna advertencia o condena es excesiva.
Por mucho que nos indignemos y burlemos en redes sociales, por muchas bromas que hagamos a su costa, la entrevista imaginaria es una práctica más común de lo que uno, perdón, imagina.
Mientras leía los pormenores de la falsa entrevista con la ahora reina Letizia, recordé otros tres casos emblemáticos de entrevistadores con debilidad por la fabulación. Estos sí con nombre y apellido, no anónimos como en el caso de Diez Minutos.
Nahuel Maciel
A principios de los años 90, el periodista Nahuel Maciel hizo fama en el suplemento cultural del diario argentino El Cronista Comercial, donde publicó extensas entrevistas con autores como Gabriel García Márquez, Carl Sagan, Umberto Eco, Mario Vargas Llosa y Juan Carlos Onetti.
Su fecunda y ficticia relación con el primero dio incluso pie a un libro titulado Elogio de la utopía, firmado por el propio Maciel y García Márquez, que además llevaba un prólogo de Eduardo Galeano. Todo era mentira. Las conversaciones entre los dos autores que conformaban el libro, el prólogo de Galeano y hasta la carta que supuestamente le había enviado el escritor colombiano a Maciel y que este leyó en la presentación del libro durante la Feria del Libro de Buenos Aires celebrada en abril de 1992.
En febrero de 2010, el suplemento Il Venerdi del diario italiano La Repubblica traía una entrevista con el escritor americano, fallecido hoy miércoles 23 de mayo de 2018, Philip Roth. Durante la conversación, la periodista Paola Zanuttini le preguntaba al novelista americano «¿Está decepcionado con Barack Obama? En una entrevista con un periódico italiano, Libero, indica que incluso le resulta antipático, así como ineficiente y adormecido en los mecanismos del poder». A lo que Roth le responde que nunca ha dicho eso, que de hecho opina todo lo contrario y que nunca ha hablado con ese diario.
Portada de Il Venerdì, 26 de febrero 2010
Roth no se quedó contento con desmentir las declaraciones falsas que se le atribuían. Sino que empezó él mismo a tirar del hilo de la mentira. Primero dio con el nombre del periodista que decía haberlo entrevistado: Tomasso Debenedetti. Y de ahí, tras una breve búsqueda online, se topó con una entrevista a otro autor norteamericano escrita por Debenedetti. La víctima, esta vez, era John Grisham.
La entrevista había sido publicada por tres medios italianos distintos: Il Resto del Carlino, La Nazione e Il Giorno. Y, al igual que en la supuesta conversación que había mantenido con Roth, Debenedetti ponía en boca de Grisham una crítica al entonces presidente norteamericano: «El entusiasmo del año pasado queda ya lejano. La gente está molesta con Obama por haber hecho poco o nada y por haber prometido demasiado».
Todo esto lo cuenta la periodista Judith Thurman en una pequeña pieza que escribió para The New Yorker en abril de 2010. Thurman dio luego seguimientoal caso y encontró más entrevistas fraguadas por Debenedetti. La lista del prolífico falsificador italiano es tan larga como ambiciosa e incluye los nombres de los siguientes escritores: Gore Vidal, Toni Morrison, E. L. Doctorow, Gunter Grass, Nadine Gordimer, Jean-Marie Gustave Le Clézio, Herta Müller, A. B. Yehoshua, Scott Turow, V. S. Naipaul, José Saramago, J. M. Coetzee, Elie Wiesel y Noam Chomski. A los que, además, hay que sumar un puñado de personalidades como el Dalai Lama, Lech Walesa, Mijaíl Gorbachov y Joseph Ratzinger.
En junio de 2010, el entonces corresponsal del diario El País en Roma, Miguel Mora, consiguió entrevistar y hacer confesar a un nada arrepentido Debenedetti, quien declaraba: «Me gusta ser el campeón italiano de la mentira. Creo que he inventado un género nuevo y espero poder publicar nuevos falsos en mi web, y la colección en un libro. Por supuesto, con prólogo de Philip Roth». Por supuesto, como vamos viendo, Debenedetti no inventó nada más que los encuentros y respuestas de sus supuestos entrevistados.
Ximena Marín
El 26 de julio de 2017, el diario chileno La Tercera publicaba en su página web una nota titulada «Las entrevistas que no debimos publicar». En ella el diario explicaba que dos días antes había publicado una entrevista con el ex presidente español José Luís Rodríguez Zapatero escrita por la periodista Ximena Marín que, según la oficina de prensa del ex presidente, no se había «producido, ni presencialmente ni por ningún otro medio».
Según la misma nota de La Tercera, un mes antes, el 26 de junio, el diario había publicado otra entrevista falsa de la misma autora con un ex mandatario extranjero. Esta vez el ex presidente colombiano Álvaro Uribe. Para confeccionar sus entrevistas, según el periódico, la periodista Marín…
…seleccionó intervenciones públicas de dirigentes políticos españoles y las convirtió en entrevistas; recogió citas de ruedas de prensa y las presentó como conversaciones exclusivas; utilizó entrevistas radiales sin citarlas e incluso construyó supuestas entrevistas con declaraciones de terceras personas.
El 30 de agosto del mismo año, la periodista Andrea Moletto, de The Clinic, medio que dio amplia coberturaal caso, publicó una estrambótica entrevista con Ximena Marín en la que esta afirmaba, de forma muy poco convincente, que «es la primera vez que hago una cosa así».
A diferencia de Diez Minutos –que pese a todo dejaba clara desde la portada la naturaleza ilegítima de la entrevista con Letizia–, Maciel, Debenedetti y Marín publicaron sus trabajos con la intención de engañar tanto a sus empleadores como lectores. Podría decirse que Diez Minutos, con su desfachatado alarde de transparencia, fue el único que quizá innovó en el arte de la entrevista falsa. Habrá que ver quién es el próximo en perennizar este viejo género pseudoperiodístico.
ADENDA
Me recuerda en Twitter el periodista David Hidalgo, director fundador de Ojo Público, que el conocido escritor peruano Abraham Valdelomar publicó una entrevista con el Señor de los Milagros, la famosa imagen de Jesucristo que veneran muchos fieles católicos en Perú y que sale en procesión cada año durante el mes de octubre.
Ojo que existe una famosa -y divertida- entrevista imaginaria peruana: la que Valdelomar le “hizo” al Señor de los Milagros. Lo digo por esa que bromeaba con entrevistar a un faraón.
La entrevista se publicó en el diario La Prensa el 20 de octubre de 1915, bajo el título Reportaje al Señor de los Milagros e iba firmada con el seudónimo habitual de Valdelomar, El Conde de Lemos. A continuación, un fragmento:
Yo vengo a Ti, Señor, porque tu sombra me conforta y enaltece. Soy un pobre creyente sin pretensiones y además, soy suscriptor de “La Unión”. Jamás he hecho contra ti campaña alguna. Soy ignorante y sin embargo, creo que Juliano el Apóstata no jugaba limpio contigo…
El lienzo se mueve ligeramente y una voz dulcísima se pronuncia:
– Te agradezco mucho. ¿Qué quieres?
– Dos cosas, Señor: ser tu cicerone y que me des un reportaje.
– Habla.
– Pues bien, Señor: ¿No te molestan estos cánticos chillones? Estas viejas que gritan. Tú, acostumbrado a la música celestial y a los coros de los Serafines… pero resígnate. Peor sería que trajeran a “la Chispita” ¡Ay! Eso es de correr…
– Doblemos esa foja…
– Doblada
– ¿Quién eres tú?
– Soy periodista, Señor y billinghurista..
– ¡Unn! ¡Periodista!. Gente nueva. En mi tiempo no había periodistas.
– Por eso te crucificaron sin protesta. Ya hubiera habido en Judea un diario de oposición para ver las cosas que le dijera San Pedro a Pilatos…
Como entenderá cualquier lector atento y con sentido del humor, la «entrevista» de Valdelomar era una broma de inicio a fin y no tenía intención de engañar a nadie. Pueden leerla completa aquí.
Abraham Valdelomar, retratado por Martín Chambi
ADENDA
A través de un tuit, el periodista Eduardo Suárez me dirige a otra «innovación» del género:
Esta otra de 2013 da un paso más: diálogo imaginario entre dos presidentes https://t.co/E8ZAy3stAL
En esta ocasión, la entrevista imaginada es un diálogo entre Barack Obama y John F. Kennedy, obra del periodista Enric González. Para quienes no lo conocen, González es uno de los periodistas más admirados, con razón, por sus colegas en España. Fue durante años corresponsal del diario El País en distintas ciudades. Primero en Londres, luego en Nueva York y Roma.
Esas estancias produjeron tres libros de memorias –a los que habría que sumar un cuarto Historias del calcio (recopilación de la columna sobre el torneo italiano de fútbol que escribió semana a semana durante cuatro años)– que se encuentran entre los mejores libros escritos por un periodista español durante los años 2000 (Historias de Londres es originalmente de 1999 pero su primera edición, a cargo de Península, desapareció de las librerías rápidamente y el libro era imposible de encontrar hasta que fue reeditado por RBA en 2007).
Desde 2013, González es columnista en el diario El Mundo y colaborador habitual de la revista digital Jot Down, empresa con la que también ha publicado un par de libros. Memorias líquidas, una memoir de su formación periodística, y Cada mesa un Vietnam, una antología de textos sobre el oficio en la que incluye a autores como Leila Guerriero, Martín Caparrós, Miguel Ángel Bastenier, Mónica G. Prieto, Manuel Jabois, Rosa Montero o Jordi Pérez Colomé.
¿Por qué González, un periodista experimentado y, sin duda, una de las cabezas más brillantes del periodismo español contemporáneo, llegó a pensar que este diálogo de aquí abajo es una buena idea?
Kennedy.— Estoy, estoy. Pero no me llames señor. Ya eres más viejo que yo: tienes 52 años, y yo me quedé para siempre en los 46. Mejor nos tuteamos.
O.— Sí, señor. Sí, Jack. Quería preguntarte algo que tal vez te parezca estúpido. ¿Crees que mi presidencia será considerada un fracaso?
K.— Oh, otra vez. Todos preguntáis lo mismo. ¿Quieres la verdad? La mayoría de los presidentes fracasan. Salvaría a Reagan, porque era simpático y tenía suerte, y a Clinton, un patán muy listo y muy cínico. A ti, francamente, te veo por debajo de la media. Pero no sufras, pasaste a la Historia el mismo día de tu elección. ¡El primer presidente negro! Con eso te vale.
La verdad que se me escapa.
¿Qué necesidad puede tener un columnista reconocido, al que no le faltan espacios donde exponer su opinión, de poner en boca de un muerto ilustre aseveraciones o ideas que, no hace falta imaginar demasiado, son probablemente las suyas? Un breve ejemplo (las negritas son del original):
O.— Vale, vale. Oye, me quedan tres años de presidencia. ¿Qué me aconsejas?
K.— Identifica correctamente a tus enemigos. Supongo que el 11 de septiembre os marcó de forma profunda, pero Al Qaeda nunca fue y nunca podrá ser el principal enemigo de Estados Unidos. Ya mataste a Osama Bin Laden. Ya has cumplido. Mira, heredaste un déficit monstruoso y has conseguido aumentarlo. Sí, ya sé, la crisis. Pero China, que es el auténtico enemigo, es quien financia ese déficit y te tiene amarrado por los huevos. Te pasas la vida haciendo reverencias ante los chinos, mientras ellos te comen terreno pasito a pasito. Sé firme, pon las cuentas en orden y convence a los americanos de que Estados Unidos es aún la gran potencia y el bastión de la libertad.
O.— Hablas como si fueras del Tea Party.
K.— Están zumbados, pero tienen algo de razón. Querías un consejo y te lo he dado. Aún te daré otro, aún más importante: nunca uses un coche descapotable.
Hay más conclusiones de una estrategia así: si una chica practica sexo en grupo, si sale sola o si supera rápidamente sus traumas, es una víctima idónea para un violador. Y una conclusión escandalosa más: con cuanta menos libertad viva una mujer, más posibilidades tiene de ser creída si la violan. Es sabido que las mujeres son menos libres que los hombres por muchas razones, una de ellas para que los hombres no las violen; una defensa así trata de reducir aún más esas libertades para que, en el caso de que los hombres las violen, la justicia las crea.
Esto no tiene nada que ver con la presunción de inocencia de los acusados, sino con la presunción de culpabilidad de la denunciante.
-Este es el trailer de Batman Ninja, que se estrenará en Japón -y ojalá igual de pronto en el resto del mundo- durante 2018:
La historia entre The Dark Knight y Japón no es nueva. La trilogía de Christopher Nolan (Batman Begins, 2005; The Dark Knight, 2008 y The Dark Knight Rises, 2012) ya exploraba la relación entre Batman y el mundo de los ninjas. No hay demasiada información acerca de Batman Ninja aún, más allá de lo que se ve en el trailer, pero en estos artículos de Forbes y Nerdist se dan algunos detalles. Por cierto, en un libro de 2008 (Bat-manga!) el ilustrador y escritor Chip Kidd, uno de los diseñadores de portadas de libros más prestigiosos de Estados Unidos, recopiló toda la información que pudo -incluida una entrevista con el artistas responsable- acerca de una serie de mangas de Batman publicados en los años 60 en Japón. Compré un ejemplar en tapa dura (hay también edición paperback) hace unos años y es una joya para fans de Batman. Aquí hay una entrevista con Chip Kidd sobre el libro.
–The New York Times reduce de 10 a 5 los artículos que pueden leerse de manera gratuita en su site. El periodista Ismael Nafria explica el cambio en su newsletter semanal. En este otro artículo de su blog, Nafria, autor de un estupendo libro (que pueden descargar de forma gratuita en el link) sobre evolución digital de The New York Times, analiza el incremento sostenido de suscriptores digitales del diario. Chequen este gráfico incluido en su artículo:
Número de suscriptores digitales de The New York Times trimestre a trimestre 2011-2017
According to the British Sandwich Association, the number grows at a steady 2% – or 80 million sandwiches – each year. The sandwich remains the engine of the UK’s £20bn food-to-go industry, which is the largest and most advanced in Europe, and a source of great pride to the people who work in it. “We are light years ahead of the rest of the world,” Jim Winship, the head of the BSA, told me.
-El periodista Manuel Llorente entrevista a uno de mis ensayistas favoritos, el español Rafael Sánchez Ferlosio (de quien hablaba ayer en este otro post titulado Tener razón no es suficiente). Sánchez Ferlosio tiene ya 90 años y cuando Llorente le pregunta por una biografía sobre él próxima a publicarse, responde (la negrita es de Llorente):
Me mandaron el libro, el original, antes de que se publicara. Me cabreó. Esos libros son para los que ya están muertos. Pero no he leído ni una línea. Ha fisgado mucho [J. Benito Fernández], ha encontrado personas fáciles de palabra y opinión, y eso es intolerable. Pero estuvo bien que me lo haya mandado, eso es de caballero. Pero no he leído ni una línea. Ya leo poca cosa. Ya no leo de casi nada..
-He estado revisando el caso Louis C.K. para escribir algo en algún momento. Si bien he recomendado en Twitter ya varios artículos sobre el tema, este de la periodista Alexandra Schwartz en The New Yorker, que he vuelto a leer, me sigue pareciendo uno de los mejores. Schwartz realiza una devastadora reseña -a la luz de las denuncias contra el cómico- de I Love You, Daddy, la película que C.K. escribió, dirigió, protagonizó y produjo con su propio dinero y que probablemente nunca podramos ver. La idea principal del texto de Schwartz es el nivel de impunidad que debía sentir Louis C.K. para tocar en su obra -tanto en la película como en sus stand-up y series- los mismos hechos de que era acusado. Es ese detalle particular el que hace, a mi modo de ver y también el de Schwartz, que el caso de Louis C.K. sea tan perturbador. Dice la autora:
Like so many of Louis’s standup jokes that purport to skewer the grossness of men, it could only have been made by a person confident that he would never have to answer for the repulsive things he’s long been rumored to have done, let alone be caught—if I may borrow a choice word from the recently disgraced Leon Wieseltier—in a major moment of public “reckoning.”
-El periodista Philip Bump de The Washington Post ha hecho un cálculo del tiempo que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, pasa viendo Fox News. El resultado es inquietante. Aquí el gráfico que acompaña el análisis:
-Otra periodista de The Washington Post, y una de mis héroes personales, la ex defensora del lector de The New York Times Margaret Sullivan, analizaba hace unos días la trampa que el site de ultra derecha Project Veritas tendió a The Washington Post, cuando intentó plantar una falsa víctima de abuso sexual (mencioné el caso en Lecturas innecesarias 1). Sullivan hace especial hincapié en la necesidad de transparencia y pedagogía sobre el método periodístico de lo medios de cara a su audiencia:
Newspeople used to joke that readers should never be allowed to see how the sausage is made. Now we need to show that messy process as clearly as possible. Our very credibility depends on it.
-La periodista Meghan McCarron analiza en esta estupenda pieza para Eaterlas múltiples manifestaciones de machismo que forman parte del día a día del mundo gastronómico. Las potentes ilustraciones que acompañan el artículo de McCarron son de la artista Kelsey Borch. Escribe McCarron (las negritas son mías):
In other words, male chefs are considered cultural influencers because the cooking they do is seen as fundamentally more skilled — and more important — than the cooking done in the home by women. (Ina Garten may be famous, but few in our culture would consider her an artist, or a visionary, however short-sighted that opinion is.)
(…)
The practice of naming a restaurant after a female relative, or extolling “grandma cuisine,” functions as a way of gaining the authenticity associated with home cooking, while also distancing male chefs’ work from both the domestic arts and cooking by female chefs. According to Harris, when male chefs cite this kind of domestic inspiration, and the media uncritically reports it, “there’s a pattern to chef myth-making, a common tropewhere he would become inspired by women and by their cooking, but he would surpass it, and transform it into something worthy of attention and praise.”
-El periodista Chris Kissel escribe para L.A. Weekly un reportaje acerca de cómo la música chicha peruana está ganándose un lugar en la escena latina californiana. El reportaje cuenta también la historia e influencia de José Luis Carballo, un guitarrista que tocó con varios grupos fundamentales de la música peruana de los últimos 30 años -Los Destellos, Los Mirlos, Los Hijos del Sol y Chacalón y la Nueva Crema- antes de mudarse a Los Ángeles en 1991.
Desde hace ya un buen tiempo, una popular radio peruana ha convertido en su lema la frase «Porque tu opinión importa». La frasecita no es sino un paso más allá del famoso «todas las opiniones se respetan». El dicho original, si se piensa con cuidado, no es sino un malentendido.
Una opinión no se respeta: o se está de acuerdo con ella o se discute. Quien merece respeto es la persona que la expresa, pero ese respeto -o consideración- no tiene por qué alcanzar necesariamente a la idea expresada. Cuando se trata de opiniones, a mí me gusta mucho más el dicho anglosajón: las opiniones son como los culos, todo el mundo tiene una y la mayoría apesta.
El problema aquí no es que una radio deseosa de llenar espacio al aire con contenido gratuito abra el micrófono para que sus oyentes llamen a decir lo que les plazca, el problema es que la mayoría de columnistas o analistas en Perú y buena parte de la prensa hispanoamericana parece haber hecho suyo el lema.
Hace un tiempo, cuando todavía era editor de un periódico y mantenía una columna semanal, lancé un reto a mis amigos y seguidores en Twitter y Facebook: «Enumeren articulistas o columnistas en prensa peruana que habitualmente citen informes, estudios, libros, artículos». El silencio con que fue recibida mi inocentada –incluso los pocos que respondieron no pudieron aportar nombres– fue a la vez triste y revelador. Me atrevo a pensar que el mismo reto lanzado en España, México o Argentina daría resultados similares.
No es que confunda erudición con argumentación, pero la búsqueda de fuentes documentales es, desde mi punto de vista, al menos un signo de curiosidad; de haber intentado siquiera escapar al ombliguismo dominante.
Cuando leo a los nombres recurrentes de la opinología en mi país, pero también en la mayoría de medios en castellano, pienso en las palabras del escritor español Rafael Sánchez Ferlosio (en la foto de cabecera), quien en un ensayo de 2002 escribía: «nada hay más peligroso para uno que estar cargado de razón ni nadie más peligroso para los demás que el que está cargado de razón».
La mayoría de opinólogos pareciera enfrentarse a la página en blanco «cargado(s) de razón», sin saber o siquiera plantearse que no basta con tener –o creer que se tiene– razón, sino que es indispensable demostrarlo. Sin entender o siquiera plantearse aquello que escribió Christopher Hitchens a propósito de George Orwell:
Pero lo que Orwell demostró, gracias a su compromiso con el lenguaje como socio de la verdad, es que las ‘opiniones’ en realidad no importan; lo que importa no es lo que piensas sino cómo lo piensas.
Tener razón sin argumentar por qué no significa nada. De hecho, esa carencia significa, casi siempre, que no tienes razón. Pero, hoy, basta echar un vistazo a las páginas de Opinión en diarios y sites de medios, pareciera que argumentar se ha convertido en un trámite tan innecesario como, para muchos, frenar el auto delante de un paso de cebra. Total, qué más da llevarse unas cuantas verdades o personas por delante.
No sé ustedes, pero yo estoy harto de personas que piensan que abrazar causas que creen justas es un salvoconducto -o, peor, una excusa- para desactivar la necesidad de argumentar y contemplar matices en cualquier discusión. La supuesta justicia de una causa puede resultar evidente para uno, pero no para el vecino. Es por ello, no solo pero sobre todo, que hace falta abundar en argumentos.
Mi hartazgo crece de forma exponencial cuando esa ausencia de argumentos y matices excede al intercambio amateur de redes sociales y se instala en la prosa de periodistas, analistas o escritores, cuya labor profesional pasa, o debería pasar, precisamente por elaborar argumentos.
Escribir en una tribuna en medios -impresos o digitales- es, siempre, participar de la discusión pública, aunque haya autores que prefieran olvidarlo. Como olvidan que esa discusión exige unos mínimos de altura y complejidad que, lastimosamente, muy pocos parecen estar dispuestos a respetar.
Las redes sociales nos han hecho creer a todos que nuestras opiniones, ceñidas a 140 -o 280- caracteres, aderezadas con un meme o un gif y atadas a un hashtag, son indispensables para la supervivencia de la Humanidad, aun cuando no las sustenten ni un solo dato o el más mínimo esfuerzo de entendimiento.
Que el ciudadano de a pie, cuyo salario o recibo por honorarios depende de cualquier otra actividad, crea que Facebook y Twitter no pueden vivir sin su última ocurrencia genial, bueno, qué le vamos a hacer.
Que personas a las que se les paga por opinar con conocimiento de causa rebajen el debate público a una discusión de borrachos a las cuatro de la madrugada, a la que solo le falta el «yo te aprecio» o un «no sabes con quién estás hablando, conchetumare«, resulta empobrecedor, triste y exasperante.
*Una versión anterior de este texto, con otro título, fue publicada el 15 de agosto de 2016 en Perú21.
El creador fue un poeta, traductor y editor llamado Edward J. O’Brien. Desde 1915 hasta 1941, cuando murió de un infarto, O’Brien realizó y publicó una selección de los que, a su juicio, eran los veinte mejores relatos publicados durante el año por diversas revistas y periódicos de Estados Unidos.
Este fue el obituario que le dedicó The New York Times el 26 de febrero de 1941, al día siguiente de su muerte en Londres:
Tras la muerte de O’Brien, pasó a ocuparse de la antología la escritora y editora Martha Foley. Si bien Foley no creó The Best American Short Stories, fue ella la que cimentó su fama y prestigio durante los 37 años que estuvo al mando de la antología.
La historia de Martha Foley es fascinante. Su influencia en la literatura norteamericana del siglo XX, tremenda. Y, sin embargo, casi nadie recuerda su nombre.
De hecho, estas son las dos únicas fotografías suyas que he podido encontrar (la primera fue subastada en Ebay no hace mucho y se supone que data de 1941, la sgunda fue publicada en la web Library Thing y no consigna autor, año o procedencia):
Como escribió su amigo, el escritor Jay Neugeboren, en The New York Times dos años después de la muerte de Foley (las negritas son mías):
No hubo exequias para Martha Foley. No hubo funeral, nadie envió ni recibió condolencias. Al momento de su muerte en 1977, a los 80 años, Foley vivía en un pequeño departamento amueblado de dos habitaciones en Northampton, Massachusets. Los únicos objetos que le pertenecían en el departamento eran algunos libros, una colección completa de la revista Story, una máquina de escribir y un archivador que había comprado de una peluquería local. Y aun así, esta mujer cuya muerte -y vida- pasó casi desapercibida y sin reconocimiento ha sido una fuerza mayor en la literatura americana.
Cuando murió, The New York Times le dedicó un extenso obituario, pero el texto de Neugeboren, que estaba ya trabajando en las memorias que Foley dejó inconclusas, le hacía mayor justicia a su apasionante carrera.
En 1930, cuando Foley era corresponsal extranjera en Viena, convenció a su entonces pareja, otro joven periodista con aspiraciones literarias llamado Whit Burnett, de que debían fundar una revista que publicara exclusivamente relatos.
A mediados de los años 20, tanto Foley como Burnett fueron redactores en diarios de Nueva York, ella en el Daily News y luego en el Daily Mirror, él en The New York Times. Cuando en 1927 Burnett fue despedido, Foley lo incitó a que se mudara a París y «no hiciera otra cosa que escribir». Meses después, la periodista pediría licencia en el Mirror para reunirse con él en Europa.
Luego de intentar sin éxito conseguir un trabajo en la capital francesa, Foley y Burnett regresaron por unos meses a Nueva York. Pero tras esa primera visita a París, Foley sabía bien lo que tenía que hacer.
Ahorró 500 dólares («lo suficiente para vivir cómodamente en París por cinco meses, gracias a la increíblemente favorable tasa de cambio de entonces»), renunció al Daily Mirror, llamó a Burnett a la oficina de Associated Press donde él trabajaba y le dijo que iba a embarcarse de regreso a París al día siguiente.
De vuelta en Francia, Foley consiguió trabajo como «chica para todo» en el Paris Herald. En sus propias palabras:
Reporteaba (y me aseguraba de entrevistar personalmente a todos los editores que llegaban a la ciudad, soñando con que algún día me quisieran publicar a mí); revisaba los diarios franceses en busca de temas que pudieran interesar a los americanos en la ciudad; reescribía despachos locales, telegráficos y de agencia; leía y revisaba textos de otros y, a veces, substituía a algún reportero de la sección local. Y censuraba las cartas que recibíamos de Ezra Pound.
Poco tiempo después, Foley escribió a Burnett y le dijo que le había conseguido un trabajo en el Herald. Este se embarcó de inmediato y la alcanzó en París. Desde ahí, no mucho después, se mudaron a Viena, donde Burnett había conseguido un trabajo mejor pagado como corresponsal para la agencia noticiosa Consolidated Press. Una vez habían decidido dejar París, Foley solicitó y consiguió un puesto como corresponsal de otra agencia, Universal Service. Llegaron a la capital austriaca a principios de 1930.
La primavera de ese año, Foley y Burnett recibieron en Viena la visita del mismísimo Edward J. O’Brien. El célebre creador de The Best American Short Stories, que vivía en Londres, estaba de paso por la capital austriaca y llamó a casa de la pareja. Burnett atendió el teléfono y, sin saber bien de quién se trataba, lo invitó a almorzar a su departamento.
-¿Sabes quién era ese al teléfono?- le preguntó Foley a su pareja, según cuenta ella misma en sus memorias.
-Alguien llamado O’Brien- respondió Burnett.
-Y tanto que es alguien. Es el editor de The Best American Short Stories.
O’Brien era ya entonces, quince años después de haber creado The Best American Short Stories, «el San Pedro que cuidaba las puertas del cielo de los escritores de relatos», en palabras de Foley. Ella, Burnett y el famoso editor pasaron un par de horas comiendo, bebiendo y charlando. Tras esa visita, según cuenta la propia Foley, «no podía pensar en otra cosa que no fueran todos los relatos que quería escribir».
La joven periodista había visto siempre el oficio de reportero como un mero pasaje hacia la literatura. Como ella misma escribió en sus memorias:
Veíamos más allá del trabajo de diario, pensábamos escribir cosas más importantes. No planeábamos pasar el resto de nuestras vidas en el efímero trabajo del periodismo diario. Nosotros queríamos producir literatura.
Unos meses después de ese almuerzo en Viena, Burnett y Foley recibieron una carta de Edward J. O’Brien. En ella el editor solicitaba permiso para incluir el relato ‘Two Men Free’, escrito por Whit Burnett, en la próxima edición de The Best American Short Stories of 1930.
La alegría de Foley fue tal que, tras llamar a su mejor amiga a contarle la noticia, hizo todo lo posible por ubicar por teléfono a Burnett, que se encontraba reporteando en un pequeño pueblo de los Balcanes. Cuando finalmente consiguió tenerlo al otro lado de la línea, Foley no pudo hablar porque estaba llorando de la emoción. «¿Qué te ocurre? ¿Cuál es el problema?» le preguntó Burnett. Cuando consiguió controlar el llanto, le leyó la carta de O’Brien.
«Whit podrá ahora vender cada nuevo relato que escriba», se dijo a sí misma Foley, según recuerda en sus memorias. Pero a partir de ahí empezó a preocuparse por la escasez de revistas donde publicar cuentos. Empezó a listar mentalmente aquellas que todavía publicaban relatos -dos medios importantes de la época, la parisina transition y The American Mercury deH. L. Mencken, habían reducido el número de páginas que dedicaban a ficción- y se dio cuenta de que, pese al logro alcanzado, Burnett no tendría muchas opciones para sus relatos.
Así que ese mismo día, inspirada por Edward J. O’Brien, Martha Foley decidió que empezaría su propia revista. Cuando Burnett volvió de viaje unos días después, Foley le dijo:
-Quiero fundar una revista.
-Es una idea ridícula. ¿Cómo se te ocurrió?- respondió Burnett.
-Mientras me preocupaba por tus relatos. ¿Dónde vas a publicarlos ahora?
-¡Pero escúchate! ¿Fundar una revista tú misma? ¡No puedes hacer eso!
-Pensaba que debemos hacerlo juntos.
-¡Dios santo! ¡Regreso a casa y me encuentro con una mujer que se ha vuelto loca!
Por suerte, Foley se salió con la suya y logró convencer a Burnett. El primer número de la revista aparecería en abril de 1931. Publicaron únicamente 167 ejemplares, todos mimeografiados página a página por Foley y Burnett. El nombre de la publicación no podía ser más explícito: Story.
Esta fue la declaración de intenciones que apareció en la primera página del primer número:
Solo un año después de haber visto la luz, Story ya era «la revista de relatos más distinguida del mundo», en palabras del influyente Edward J. O’Brien. Dos años después, en 1933, luego de pasar una temporada en Mallorca, Foley y Burnett regresaron a Nueva York, donde continuaron publicando la revista.
Para 1935, Story había alcanzado una circulación de 21 mil ejemplares por número y había publicado a autores de la talla de Robert Musil, Malcolm Lowry, William Faulkner o Tennessee Williams.
Durante esa primera década de Story, Foley y Burnett descubrieron y publicaron a algunos autores que se convertirían en nombres fundamentales de la literatura norteamericana del siglo XX.
En 1935, Story publicó uno de los primeros relatos de John Cheever titulado ‘Of Love: A testimony’. En 1930, a los 17 años, Cheever había publicado su primer relato en The New Republic, luego de lo cual estuvo cinco años sin publicar nada. En 1935, además de en Story, publicaría cuentos en The New Republic y en The New Yorker.
En 1936, una joven de 19 años llamada Carson McCullers, que entonces firmaba Carson Smith, veía publicado por primera vez un relato suyo en la edición de Story de diciembre de ese año. El cuento se llamaba, de forma tan rotunda como certera, ‘Wunderkind’ (niño prodigio). Cuatro años después, McCullers publicaba su libro más conocido: The Heart is a Lonely Hunter.
En 1940, un joven estudiante de la clase de escritura que dictaba Whit Burnett en Columbia University publicaría su primer relato en Story. Burnett lo describía años después así:
Había un joven pensativo de ojos oscuros que se pasó todo un semestre de mi clase sin tomar notas, aparentemente sin escuchar, mirando a través de la ventana.
(…)
Era un muchacho callado. Casi nunca preguntaba nada. Nunca hacía ningún comentario. Yo pensaba que no valía nada.
El muchacho se llamaba Jerome David Salinger y se pasó casi dos semestres enteros sin llamar la atención de nadie en la clase de Burnett. Cuando faltaba poco para terminar el segundo semestre, luego de una lectura de Faulkner que Burnett hizo en el aula, Salinger recobró el interés por la literatura que lo había hecho matricularse y escribió varios relatos que impresionaron a su profesor. Uno de ellos, ‘The Young Folks’, sería publicado en el número de marzo-abril 1940 de Story.
En 1941, otro joven escritor vio su nombre impreso en una revista de circulación nacional por primera vez. Desde 1933, Story celebraba anualmente un concurso de relatos para estudiantes universitarios. La edición de 1941 la ganó un estudiante de segundo año de la universidad de Harvard. Se llamaba Norman Mailer y tenía 18 años.
El relato, titulado ‘The Greatest Thing in the World’, apareció en la edición de Story de noviembre-diciembre de ese año. Mailer se referiría esa publicación varios años después así: «En ese entonces publicar en Story era suficiente para que un joven empezara a sentir la certeza interior de que quizá sí estaba destinado a convertirse en escritor. Obviamente, esa fue una de las experiencias más importantes de mi vida hasta entonces».
Ese número de fin de año de Story sería el último editado por el matrimonio Burnett-Foley. La pareja se divorció ese mismo año y Martha Foley cambió la revista que había fundado diez años antes por The Best American Stories, donde sustituyó al recientemente fallecido Edward J. O’Brien.
Esta es la nota de despedida que apareció en la primera página de Story de noviembre-diciembre de 1941:
Foley editaría The Best American Short Stories hasta su muerte en 1977. Durante los 37 años que estuvo al mando, la antología se convirtió en una de las instituciones más prestigiosas de la cultura americana. Así describe el trabajo de Foley la entrada que le dedica el quinto tomo del diccionario enciclopédicoNotable Literary Women:
Las antologías de The Best American Short Stories eran adoradas por los escritores, que acudían a ellas para encontrar el trabajo de sus pares, sus seguidores y sus ídolos. En ellas los autores podían descubrir nuevas voces y a la vez conocer qué estaban haciendo sus maestros. En ellas se destacaba el trabajo de los artistas literarios más serios del país, que de esa forma llegaba a los lectores que sabían apreciarlo.
Durante esos 37 años, el nombre de Foley se hizo indistinguible de la antología. Así respondía ella cuando se le preguntaba acerca del método de selección:
Edito todo yo misma. Leo todos los relatos y elijo aquellos que creo son los mejores. Es por eso que el libro se llama The Best American Short Stories, edición de Martha Foley.
Tan identificada estaba The Best American Short Stories con Foley que, luego de su muerte, la editorial optó por un nuevo sistema de selección. A partir de la edición de 1978, la antología contaría con un editor general fijo y un editor invitado para cada año, responsable final de la selección.
Foley no vivió para ver los nuevos caminos que tomaría la institución que dirigió durante 37 años. En 1986, nueve años después de la muerte de la editora, se empezó a publicar una segunda antología, también de frecuencia anual pero dedicada a trabajos de no ficción. Así nació The Best American Essays. El editor general ha sido desde entonces el ensayista Robert Atwan y han sido editores invitados autores como Joyce Carol Oates, Susan Sontag, Gay Talese, Susan Orlean, David Foster Wallace o Christopher Hitchens.
En 1991, la serie se amplió a tres con la inclusión de una antología de periodismo deportivo: The Best American Sports Writing. En 1997, se sumó una antología de historias de misterio: The Best American Mistery Stories. En el año 2000, aparecieron dos nuevos volúmenes, The Best American Travel Writing y The Best American Science and Nature Writing.
Y en 2002 aparecería la antología inclasificable de que hablaba al principio y a la que este post debe su nombre. The Best American Nonrequired Reading, alude, por contraposición, a las lecturas obligatorias que forman parte del currículo escolar. En inglés, a los libros o textos que forman parte de esos listados se les conoce como «required reading».
Para realizar la selección el primer editor de la antología, el escritor Dave Eggers, formó dos equipos de alumnos de secundaria. Uno en California y otro en Michigan. Los equipos de alumnos se reúnen semana a semana para leer, debatir y seleccionar las piezas que incluirán. El resultado, que Eggers editó hasta 2013 y que desde entonces edita el escritor Daniel Handler (conocido por su pseudónimo Lemony Snicket), es una heterogénea y divertida selección de los mejores relatos de ficción, reportajes, ensayos, piezas de humor y cómics publicados en ese año, a criterio de los editores y esos muchachos de secundaria.
En castellano podríamos traducir «nonrequired» como «no solicitado» o «extracurrilar» en el contexto académico. Pero si se trata de un contexto no escolar, el término que yo prefiero es «innecesario».
Y son esas lecturas innecesarias -así como ese afán de seleccionar y dar a conocer las lecturas que uno encuentra fascinantes que animó a Edward J. O’Brien y Martha Foley- lo que inspira esta nueva categoría de posts del blog, que llamaré, sin más vueltas: Lecturas innecesarias.
Mis «lecturas innecesarias» serán una pequeña selección de lo mejor, más estimulante e interesante que he descubierto en esos días en la red. Buena parte de los links recomendados tendrán que ver con los temas habituales de No hemos entendido nada, léase, Periodismo, Internet, Redes Sociales, Industria de medios. Pero no solo. La idea es compartir las lecturas que me más me llaman la atención y que, aunque innecesarias, ojalá sean útiles o, al menos, interesantes para los lectores del blog.
Uno de los intelectuales en activo que más me interesa, el economista norteamericano Tyler Cowen, publica a diario en su blog un post donde comparte links a artículos, papers, reportajes, columnas o investigaciones que ha leído o está leyendo ese mismo día. Con menor frecuencia, una vez cada diez o quince días, Cowen realiza un post titulado What I’ve Been Reading, donde lista los libros que está leyendo en ese momento.
Cowen, como sabemos bien sus seguidores, lee con una voracidad y velocidad casi sobrehumanas. El economista ha escrito al respecto en su blog y habla sobre la forma en que lee en esta charla con el periodista Ezra Klein (minuto 10:46):
Yo, pese a mis esfuerzos, leo a una velocidad menor que la de Cowen. Así que no publicaré posts de Lecturas innecesarias a diario, aunque intentaré hacerlo con una frecuencia similar. Por lo menos un par de veces a la semana.
Las piezas linkadas serán sobre todo en español e inglés, los dos idiomas en que leo con solvencia. Ocasionalmente habrá artículos en italiano, el otro idioma que puedo leer con comodidad y, muy rara vez, en francés, un idioma que no conozco tan bien como los otros pero en el que me esfuerzo por leer lo que puedo.
Esta es la primera entrega:
-En este reportaje The Washington Post revela que una falsa víctima de violación que trabajaba con The Veritas Project, un site de extrema derecha que busca desacreditar a medios y periodistas que consideran liberales, intentó tenderles una trampa.
-A propósito de esto último, es muy valiosa la pieza de la periodista Erin Gloria Ryan sobre los peligros que acechan al movimiento #MeToo.
-El periodista peruano Marco Avilés escribe una extensa y poderosa carta a otro escritor peruano, Renato Cisneros, explicándole los motivos porque debe sumarse a las campañas antiracismo que están teniendo lugar en Perú, así como las diferencias entre boicot y censura.
-El caso de La Manada en España, un grupo de amigos que violó una joven en los Sanfermines de Pamplona en 2016, es una de las historias más espeluznantes que he leído en lo que va de año. El juicio ha quedado visto para sentencia hoy jueves. Este artículo del periodista Manuel Jabois relata el contenido de la acusación fiscal. La periodista Lucia Lijtmaer resumía en esta columna la indignación que el caso ha despertado en buena parte de la sociedad española, sobre todo entre feministas. Uno de los periodistas que ha seguido el caso con más atención, Andrés Lozano, hace aquí un buen resumen. Y aquí otro reportero, Bras Cedeira, hace un retrato de los cinco violadores durante el juicio.
En más de una ocasión he escrito y dicho en público lo ridículo que resulta que el periodista César Hildebrandt sea considerado una suerte de tótem del periodismo peruano. Un ejemplo a seguir para los jóvenes periodistas de la alicaída prensa nacional. Su semanario, Hildebrandt en sus trece, una especie de faro en la penumbra, cuyas iluminadoras investigaciones cuentan lo que otros medios callan.
Sí, claro.
Cada vez que alguien me ha preguntado por qué afirmo eso, ya sea en redes sociales, una conversación entre colegas o incluso en una charla con estudiantes a la que he sido invitado, he respondido siempre lo mismo: porque sé, a ciencia cierta, que Hildebrandt en sus trece publica mentiras. No solo eso, publica mentiras que saben que son mentiras. Y sus periodistas no realizan el más mínimo esfuerzo por verificarlas.
¿Cómo lo sé? Porque algunas de esas mentiras se han referido a mí y a mi trabajo.
Voy a centrarme únicamente en la última. Pero aportaré antes un poco de contexto.
El 17 de enero de 2017, el reportero de Hildebrandt en sus trece Eloy Marchán publicó este tuit en su cuenta:
A los pocos minutos de publicado, recibí varias llamadas, emails y mensajes de amigos periodistas, más de uno empleado del Grupo El Comercio, incluso un par de miembros del directorio (sí, el mismo directorio con que supuestamente había tenido un incidente). Todos me preguntaban lo mismo: ¿qué ha ocurrido?
A todos respondí lo mismo. Nada. No ha ocurrido nada.
Es más, cuando otra periodista, Paola Miglio, actual crítico de restaurantes del diario El Comercio y amiga mía, le reclama y le indica que debería verificar sus fuentes, Marchán redobla su apuesta:
La información está confirmada, pero entiendo que defiendas a tus amigos.
La obsesión de Marchán duró hasta una semana después, cuando publiqué mi columna de despedida en Perú21:
La estremecedora despedida de Diego Salazar de @Peru21pe Lo cierto: sacado por caída en ventas, contratar polémico colombiano y problemático pic.twitter.com/apfPk0dzJu
En su nuevo tuit, mi supuesto despido ya no estaba relacionado con un «incidente con el directorio», sino que era consecuencia de «caída de ventas», la contratación de «polémico colombiano» y ser «problemático».
Hoy viernes 17 de noviembre, la obsesión de Marchán conmigo y Perú21 ha vuelto a aflorar en las páginas de Hildebrandt en sus trece.
En un «reportaje» titulado Crisis en «El Comercio», donde Marchán elucubra de forma fantástica acerca de las razones detrás de la renuncia de Juan José Garrido a Perú21,el reportero afirma lo siguiente:
No voy a entrar a desmentir las varias falsedades de Marchán acerca del trabajo de Juan José y el estado de Perú21. Teniendo en cuenta que yo dejé el diario en febrero, no es a mí a quien corresponde hacerlo. Si a alguien le interesa, Juan José ha escrito con detalle en su página de Facebook acerca de los motivos que lo llevaron a irse, tras cuatro años al mando. Entre otras cosas, Juan José dice:
El motivo es simple, y tal vez por ello difícil de entender para algunos: creo que cumplí mi ciclo en el diario, y por eso es que doy un paso al costado. Perú21 es un diario líder por su equipo, estructura, y soporte administrativo, pero sobre todo por su calidad e independencia, y el apoyo incondicional de una familia que muere por protegerla. Mi renuncia no tiene nada que ver ni con una caída en las ventas (que no caen, dicho sea de paso), menos aún por un tema financiero (que está en azul, y aporta considerablemente al grupo), y mucho menos por una desavenencia con la familia Miró Quesada, alguno de sus órganos o alguien relacionado a la gobernancia de la misma (quienes actúan con un respeto por la independencia que es, sencillamente, indiscutible e innegable). Tampoco es una movida al interior del grupo, ni existe una conversación pendiente en otra línea.
Por supuesto, Marchán en ningún momento llamó a Juan José Garrido ni a nadie con conocimiento del asunto dentro de la empresa para verificar su supuesta información. Como no me llamó a mí en enero, ni ahora, al afirmar que me habían despedido.
Si me hubiera llamado, podría haberle explicado, como le expliqué a la redacción y a todos aquellos que se interesaron por mi salida del diario, que nadie me había despedido. Que hacía dos semanas, en una reunión fuera de la oficina, yo le había dicho al entonces director del diario, Juan José Garrido, que tras tres años dedicado a Perú21 quería marcharme.
¿Las razones?
Las que expliqué en el artículo que Marchán llama «estremecedora despedida» en el último tuit que me dedicó a finales de enero. Pueden leerlo aquí, en la página web del diario. Aquí hay una versión ampliada. Se titula No hemos entendido nada. Como este blog, como el libro en que vengo trabajando desde hace casi dos años y que publicaré en breve. Terminaba así, discúlpenme la autocita:
Si me alejo es para intentar comprender, para intentar reducir ese «nada» del título de mi futuro libro y convertirlo con suerte en «algo»; para poner cierta distancia, algo de tiempo y muchas lecturas en el esfuerzo por entender qué estamos haciendo mal, qué debemos rescatar de aquello que hacíamos bien y qué estamos obligados a hacer mejor si no queremos ver nuestro oficio morir de irrelevancia.
Una de las cosas que medios como Hildebrandt en sus trece y periodistas como Eloy Marchán están haciendo mal es mentir. Mentir a conciencia para intentar que la realidad calce como sea en la visión conspiranoica y errada que tienen del periodismo.
Posverdad -pésimo branding, si me preguntan- no es que hoy haya más mentiras que ayer, ni que las mentiras sean más grandes o más ruidosas. Ni siquiera que las mentiras apelen únicamente a nuestras emociones intentando esquivar a nuestro yo racional, que Daniel Kahneman mediante, sabemos ya que es bastante menos racional de lo que nos gustaba pensar.
Posverdad es que hoy, sepultados por la avalancha de información sin contexto que corre en redes sociales (y que los medios idiotas buscan imitar o encauzar sin entender que su trabajo es ser dique y no desagüe), a casi nadie parece interesarle la verdad si esta no encaja con sus prejuicios y/o cuesta más de un par de tweets o un titular leído al vuelo en Facebook.
Lo más triste, para mí al menos, es que ese NADIE incluye a muchos de los que vivimos de ella. O sea, incluye a los periodistas.
Posverdad significa que vivimos en el mundo que han soñado siempre los conspiranoicos, un mundo donde todos somos inmunes a la evidencia que nos pone delante la realidad si esta contradice nuestros prejuicios, ideología, visión del mundo o, incluso, apetencias u odios momentáneos.
Esto es posible porque, contrariamente a lo que pensábamos y esperábamos, Internet y, sobre todo, las redes sociales, no han ensanchado los muros de la arena que como sociedad habíamos construido para albergar la discusión pública. En lugar de ampliarla, la han roto en mil pedazos.
En principio, esto no tiene que ser negativo per se. Un montón de arenas pequeñas conectadas entre sí podrían ser mejores que una gran arena única de muros relativamente estrechos donde unos cuantos deciden qué temas se tocan y cuáles no. Ya saben, la famosa teoría de la prensa y el poder como gatekeepers.
Lo que ocurre es que esa arenitas atomizadas en realidad no están interconectadas, más bien al contrario, los algoritmos de Facebook y Google, que saben perfectamente qué nos gusta y qué no, trabajan a marchas forzadas para ofrecernos solo aquello que ya saben que nos interesa, dejando fuera de los muros de nuestra arenita todo aquello que no queremos ver o que desafía o contradice nuestros gustos y visión del mundo. Y, como lo que Facebook quiere es “conectar al mundo”, nos pone delante a personas que piensan, opinan o tienen gustos similares a nosotros, sabiendo que, como seres humanos, nuestra tendencia natural es a agruparnos con nuestros semejantes y temer al diferente.
Las redes sociales han parado el sueño wiki del «wisdom of crowds». La horizontalidad colaborativa puede haber servido para darnos la mejor enciclopedia que hayamos conocido, pero eso es posible porque incluso en la horizontalidad wiki existen unas reglas, límites y jerarquía que garantizan, o al menos hacen posible, el éxito del emprendimiento.
Si el objetivo es juntar ladrillos (artículos o contenido) para armar una casa (enciclopedia), la sabiduría de la masa puede bastar para moderar y sacar adelante los cimientos, las paredes y el techo. El problema es que en redes sociales no hay objetivo común alguno y que, si de lo único que se trata es capturar y mantener cautiva nuestra atención con la excusa de conectarnos, la calidad del ladrillo (contenido) da igual.
La jerarquía, esa cosa tan denostada, no ha desaparecido, ahora la dicta el misterioso algoritmo, únicamente interesado en que los usuarios no abandonen nunca sus pequeñas arenas atomizadas. No vaya a ser que debamos enfrentarnos a algo o alguien que nos produzca rechazo, abandonemos la plataforma y no puedan ponernos un aviso pagado más enfrente («las mejores mentes de mi generación están pensando cómo hacer que la gente de click a anuncios»).
Por eso puede existir la posverdad. Porque cuando una mentira, por ridícula o compleja que sea, se suelta en una de estas arenitas, la arena del costado, que tiene las armas o el interés en desmontarla, no se entera. O si se entera, le parece que ocurre en un país extraño, lejos de la comfortable arenita que hemos levantado con nuestros prejuicios constantemente confirmados, un país lejano donde todos son idiotas porque no piensan como yo y para qué tomarse la molestia siquiera.
La mentira se encuentra así casi siempre solo con suelo fértil, con personas predispuestas de antemano a creerla y que están cada vez más acostumbradas a toparse con contenido amable con sus prejuicios y, por ende, han perdido el dificil y trabajoso hábito de mirar con suspicacia.
El problema principal y lo que define, a mi modo de ver, la posverdad, no es que haya más mentiras, estas se distribuyan más rápido o que con los medios en crisis y desnortados nos hayamos privado de las herramientas para desarticular las mentiras habituales del poder político, el poder económico o de cualquiera que, lejos de la ignorancia, miente interesadamente. Las herramientas existen y, por suerte todavía, hay quien las utiliza.
La cuestión es que hemos desmantelado la arena donde podemos darles uso, donde podemos enfrentarnos a las verdades incómodas que nos vacunen, al menos un poco, contra la mentira interesada.
ACTUALIZACIÓN
El analista de medios y profesor de de periodismo en NYU, Jay Rosen llamaba la atención en Twitter sobre un tuit de la reportera Monica Hesse de The Washington Post:
Let's be clear about this. The whole idea of 'the public record' is under attack. https://t.co/dtLVDBA8Wz
Just off the phone with my third reader of the day who says she (all have been women) never heard of "grab em by the p—y," or allegations against Trump. "You're making that up," last one told me, explaining that she listens to Fox every day, so she's up on the news.
Acabo de colgar el teléfono con la tercera lectora del día (todas han sido mujeres) que me dice que nunca escuchó el «agarrarlas del pussy« u otras acusaciones contra Trump. «Estás inventándote eso», me dijo la última y me explicó que escucha Fox todos los días, así que está al día con las noticias».
Por si no lo recuerdan, el episodio «agarrarlas del pussy« fue uno de los momentos más escandalosos de la última campaña presidencial norteamericana. En una grabación se escuchaba al ahora presidente Trump decir:
Sabes, me siento atraído automáticamente a mujeres hermosas. Las empiezo a besar. Es como un imán. Directo a besarlas. No puedo esperar.
(…)
Cuando eres una estrella te dejan hacer. Puedes hacer cualquier cosa…agarrarlas del pussy. Lo que sea.
Cuando se hizo público el audio, a un mes de las elecciones, muchos analistas, periodistas y adversarios políticos pensaron que Trump estaba acabado. Era imposible que el partido republicano, cuya base está conformada en parte por la derecha religiosa conservadora del país, mantuviera el apoyo a un candidato que admitía acosar sexualmente a mujeres. Por supuesto, todos sabemos ya qué ocurrió.
Un año después, la periodista Monica Hesse descubre hablando con lectoras que hay quien no ha escuchado jamás acerca de ese u otros episodios que implican al presidente Trump en agresiones sexuales contra mujeres.
Ante el testimonio de Hesse, el analista Jay Rosen señalaba en su tuit:
Vamos a ser claros sobre esto. La idea misma de «información de dominio público» se encuentra amenazada.
Eso es la posverdad. Encerrados en nuestras arenitas virtuales, nos encontramos muchas veces aislados de la información que puede poner en riesgo o incomodar nuestra visión del mundo.
Como decía líneas arriba:
El problema principal y lo que define, a mi modo de ver, la posverdad, no es que haya más mentiras, estas se distribuyan más rápido o que con los medios en crisis y desnortados nos hayamos privado de las herramientas para desarticular las mentiras habituales del poder político, el poder económico o de cualquiera que, lejos de la ignorancia, miente interesadamente. Las herramientas existen y, por suerte todavía, hay quien las utiliza.
La cuestión es que hemos desmantelado la arena donde podemos darles uso, donde podemos enfrentarnos a las verdades incómodas que nos vacunen, al menos un poco, contra la mentira interesada.
Hay dos formas de contemplar la vida (…) La primera dicta que todo cambia, nada está inherentemente conectado, y la única fuerza motor en la existencia de cualquier persona es la entropía. La segunda manda que todo más o menos se mantiene igual y que todo se encuentra completamente conectado, incluso si no nos damos cuenta de ello.
(…) Nada puede apreciarse en el vacío. De eso se trata la «cultura acelerada». No es tanto que «acelere» las cosas sino que fuerza todo para que encaje en el mismo muro de sonido. Lo que no es necesariamente trágico. El objetivo de estar vivo es descubrir qué significa estar vivo, y hay innumerables formas de deducir la respuesta. Yo simplemente prefiero examinar la pregunta a través del contexto de Pamela Anderson y The Real World y las Zucaritas. Desde luego, no es menos plausible que intentar entender a Kant o Wittgenstein.
(…) Por sí solo nada es realmente importante. Lo que importa es que nada es nunca «por sí solo».
El autor de las líneas de arriba es Chuck Klosterman, un ensayista norteamericano al que tengo por uno de mis periodistas culturales favoritos. La cita proviene de la introducción de Sex, Drugs, and Cocoa Puffs: A Low Culture Manifesto, una recopilación de ensayos donde Klosterman, un obseso de la cultura pop, analiza fenómenos como los alcances socioculturales de la archiconocida rivalidad entre los Lakers y los Celtics en la NBA; las similitudes y diferencias entre Marilyn Monroe y Pamela Anderson como mitos eróticos americanos; o las razones por las que la música country es superior al pop y el rock a la hora de «expresar la condición humana» (nota al margen: sobre este último tema ha insistido hace poco Malcolm Gladwell en el que quizá es el mejor episodio de la segunda temporada de su podcast Revisionist History).
Esas líneas en negrita allá arriba -«todo se encuentra completamente conectado, incluso si no nos damos cuenta de ello» y «Nada puede apreciarse en el vacío (…) Por sí solo nada es realmente importante. Lo que importa es que nada es nunca ‘por sí solo'»- me retumban en la cabeza cada vez que pienso en el periodismo cultural.
Cuando empecé como periodista, a principios de los años 2000, todo lo que hacía era periodismo cultural. Entrevistas a artistas, escritores, músicos o cineastas. Reseñas de exposiciones, libros, discos, conciertos y películas. En el año 2003, luego de haber publicado esporádicamente en diarios peruanos desde España, me contrataron para formar parte de una nueva revista que iba a empezar a publicarse en Madrid.
Una de las primeras notas que hice fue una entrevista a un músico sueco del que no sabía absolutamente nada. Por entonces yo era un mocoso pedante que no estaba dispuesto a admitir en público que ignoraba algo que los mayores a su alrededor comentaban con soltura. Si ellos lo conocían, lo habían escuchado, visto o leído, entonces yo también debía haberlo hecho. Aunque en ese momento fuera mentira y tuviera que correr luego a ponerme al día.
Así que cuando mi jefe me dijo que Eagle-Eye Cherry estaba sacando un nuevo disco y yo debía entrevistarlo al día siguiente, asentí y me puse manos a la obra. Sin más. Dándole a entender que sabía perfectamente de quién estábamos hablando. Por supuesto, no tenía ni la más remota idea.
En 2003, Youtube todavía no existía; Wikipedia, que había nacido dos años antes, aún no albergaba todo el conocimiento inútil que uno pudiera necesitar; y googlear era un verbo nuevo, utilizado como tal por primera vez solo unos meses antes en un episodio de Buffy, cazavampiros. No recuerdo cómo, pero me las ingenié para aprender a la carrera todo lo que pude sobre el señor Cherry y no sentirme un ignorante cuando lo tuve enfrente.
Mi nota se publicó unas semanas después en el primer número de la revista. Un colega de la redacción la leyó y me hizo el mejor cumplido de mi corta carrera periodística: «No tenía idea de que eras fanático de Eagle-Eye y sabías tanto de la familia Cherry».
El padre de Eagle-Eye, Don Cherry, había sido un conocido trompetista de la época del free jazz; varios de sus hermanos eran también músicos de jazz y su hermana Neneh había tenido un par de éxitos como rapper en Inglaterra a finales de los 80. El primer disco de Eagle-Eye vendió cuatro millones de copias y se convirtió en platino en 1998. Es probable que, incluso sin saberlo, todos ustedes hayan escuchado alguna vez el single más famoso de ese álbum:
Esos detalles, que saqué de distintas fuentes, salpicaban la nota que escribí con la entrevista de 20 minutos que le hice al músico.
Muchos años después, le leí a uno de los mejores periodistas culturales que conozco, el peruano Enrique Planas, un resumen perfecto de todo esto:
El periodista escribe sobre lo que sabe y el escritor sobre lo que no sabe que sabe (…) El periodista está lleno de fórmulas, sabe detectar inmediatamente los conflictos cuando está contando algo, sabe qué preguntarle a un personaje y la velocidad es su virtud.
El trabajo principal del periodismo cultural es llamar la atención sobre la forma en que «todo se encuentra completamente conectado» y cómo «nada es nunca por sí solo». Es decir, la función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones, aportar el contexto necesario -o al menos suficiente- para que el lector sea capaz de apreciar el artefacto cultural -el todo y nada de las frases de Klosterman- del que se está hablando. Esto, por supuesto, no excluye la valoración que pueda hacer el periodista. Pero esa, la función crítica, es una segunda función, a la que solo se puede aspirar si se satisface la primera.
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El 28 de agosto de este año, el columnista Victor Lenore escribía en su espacio habitual del site El Confidencial un artículo en el que criticaba con dureza el, por entonces, último fenómeno de Internet en lengua española.
Una semana antes, el autor de cómics y editor Manual Bartual había publicado este tuit:
Ando de vacaciones desde hace un par de días, en un hotel cerca de la playa. Iba todo bien hasta que han comenzado a suceder cosas raras. pic.twitter.com/6gd7Rqs6bL
Con él, Bartual dio inicio a una historia de suspenso que duró seis días y mantuvo en vilo a un elevado número de usuarios de Twitter. Si no lo han leído, en esta página de Storify el propio Bartual han compilado su relato al completo.
El éxito de la historia en Twitter fue tremendo. Según el análisis realizado por Francesc Pujol, director del Centro Media, Reputation and Intangibles de la Universidad de Navarra y de quien he hablado ya antes en este blog, hasta el 28 de agosto los «373 tuits -que constituyen el relato- han generado un total de 445 000 retuits y 3 514 000 me gusta«. Según un artículo publicado por el site Verne de El País, Bartual ganó «más de 300 000 seguidores en una semana».
Si esos números no bastan para entender el éxito que supuso el relato de Bartual, estos dos cuadros, confeccionados por Francesc Pujol, ayudan a ponerlo en contexto. El primero compara la cantidad de retuits conseguidos por el relato con los obtenidos por los últimos 373 tuits de algunos de los principales medios de España:
El segundo cuadro hace lo mismo, pero en lugar de fijarse en los retuits, pone la atención en el número de likes:
La diferencia entre el alcance y engagement del relato de Bartual con la producción tuitera de los medios estudiados por Pujol es apabullante. Ese éxito hizo que muchos sites noticiosos en castellano, tanto en España como Latinoamérica, se lanzaran a escribir notas sobre el autor de cómics y su relato en Twitter.
«La inquietante historia de Manuel Bartual que está arrasando en Twitter», titulaba La Vanguardia. «Manuel Bartual, el Stephen King de Twitter», decía El Mundo (que un par de días después no perdía ocasión de juntar a Bartual con uno de los personajes más populares del internet español en otro titular: «Cristina Pedroche quiere dar las Campanadas… con Manuel Bartual»). «Manuel Bartual, autor del best seller del verano… ¡en Twitter!», gritaba ABC. «Manuel Bartual pone fin al fenómeno que ha ‘roto’ Twitter este verano», señalaba, recurriendo a un cliché clásico cuando de la Red se trata, 20 Minutos. «El misterio de Manuel Bartual y la tuitnovela que cambió la historia de Twitter», exageraba el popular site mexicano Sopitas. «La terrorífica historia de un tuitero en vacaciones que tiene a toda la red enganchada», seguía exagerando un poco La Tercera de Chile. «La aterradora historia que tuvo en vilo a Twitter», insistía El Tiempo de Colombia. «Manuel Bartual da por finalizada su popular historia en Twitter», apuntaba con sobriedad el site de la radio más escuchada de España, Cadena Ser.
Esa es solo una pequeña muestra delas decenas de artículos que las webs de noticias en español redactaron a toda prisa para intentar aprovechar la ola Manuel Bartual, una vez cayeron en cuenta del éxito que estaba cosechando en redes sociales.
¿Qué caracterizaba a todas esas notas que he citado y a casi todas las demás que se publicaron durante la semana que duró el fenómeno?
-La celebración acrítica. -El ditirambo.
-La mención a usuarios famosos -futbolistas, actores y otras celebrities– que tuitearon acerca del relato.
Algunos periodistas, no muchos, levantaron el teléfono o escribieron un mensaje al autor para hacerle algunas preguntas. De esas notas, de aquellas en las que un periodista se tomó el trabajo de conversar con Bartual mientras el fenómeno ocurría, la mejor es la escrita por Pablo Cantó para Verne. Cantó no solo habló con el autor y le hizo alguna pregunta inteligente, sino que su artículo aporta contexto y antecedentes tanto de Twitter, los viejos tiempos del Internet pre-redes sociales y la literatura.
Mientras, el resto de artículos -casi todos intercambiables entre sí-, en el mejor de los casos se contentaban con mencionar a Orson Wells (cada vez que alguien monta un hoax o parecido, los periodistas corremos a buscar la entrada de Wikipedia sobre La guerra de los mundos y hacemos copy/paste) o traer a cuento a Stephen King (cada vez que un periodista está escribiendo y teclea las palabras «terror» o «suspense», la función autocomplete de su CMS añade el nombre del escritor de Maine).
Ese era el ánimo general en la prensa ante el éxito del relato de Bartual: un río de leche y miel desbordándose sobre campos de maná y fresas. Hasta que llegó Víctor Lenore y su columna de El Confidencial.
Lenore es un periodista y crítico cultural español, autor de un interesante libro acerca de cómo y por qué ser hoy moderno o hipster «alude básicamente a la capacidad de comprar ciertos productos que prescribe la industria cultural, tecnológica, publicitaria, de los medios y de la moda».
El libro de Lenore se titula Indies, hipters y gafapastas: Crónica de una dominación cultural. Consíganlo y léanlo, si pueden. Aunque centrado en el mundo cultural español y excesivamente influido por Zizek -con pinceladas de Thomas Frank, el periodista y crítico cultural americano que dedicó un libro fundamental a la estrecha relación entre consumismo y contracultura en 1997-, vale la pena incluso si uno no vive en España y, como yo, desconfía de los hijos intelectuales del filósofo pop por excelencia.
Leo a Lenore desde hace un tiempo, sobre todo desde que publica con regularidad en El Confidencial, quizá el site español que mejor cobertura cultural realiza hoy. Pese a que disfruto su mirada desprejuiciada sobre la cultura popular no canonizada por la intelligentsia ibérica, me divierte aun más estar casi siempre en desacuerdo con él.
Lenore es quizá el émulo más directo e interesante de Zizek en la prensa generalista española. Y al igual que le ocurre al filósofo esloveno leninista favorito de la izquierda antiglobalización y alrededores, sus juicios están marcados casi siempre por una mirada conspiranoica y anticapitalista de la cultura, y en ellos puede atisbarse ese ansia revolucionaria de salón propia del marxismo pop que lo hace soltar boutades como esta:
Prefiero que gane Trump a Clinton. Demostraría que, aunque sea un engaño, los electores prefieren discursos antisistema que prosistema.
Y de ahí la cosa solo fue in crescendo. Así como un relato construido con 373 tuits había convertido a Manuel Bartual en Stephen King a ojos de los periodistas que se rendían ante su éxito, el takedown del cáustico Lenore debía estar a la altura. Solo que en sentido inverso.
En su columna Lenore despachaba la historia de Bartual con frases del tipo: «siendo crueles, podemos describirlo como un Big Mac de la narrativa», o (las negritas son suyas):
Los únicos personajes relevantes son Bartual y el doble de Bartual. En tiempos de emergencia social, estos repliegues narcisistas hacia el ‘yo’ quitan mucho trabajo al autor (describir la interacción humana) y apuestan todo a las emociones desconectadas de las relaciones. En dos palabras: masturbación digital.
Un párrafo más adelante, vuelve a disparar:
Estamos ante una historia demasiado previsible, encerrada en la fugacidad del momento, el vacío cultural de finales de agosto; un limbo sin apenas competencia.
Para finalmente rematar:
Después de pensarlo unos días, me niego a celebrar esta trama, como rechazo celebrar el simple acto de leer. Lo que tiene valor es sumergirse en historias con un mínimo de profundidad.
Contra toda lógica, la mayoría de los periodistas culturales parecen encantados. Se trata de un contenido poco exigente, con gran eco de público, sobre el que se puede disertar sin apenas esfuerzo. ¿Estas son las ficciones que queremos prescribir, promocionar y legitimar? ¿Hola?
Por supuesto, las tomas de posición extremas no son una novedad en el periodismo cultural, mucho menos las tomas de posición extremas negativas.
Todo el mundo sabe que es mucho más divertido escribir y leer reseñas negativas que positivas. Mientras más despiadadas, mejor. Lo explica el crítico de restaurantes Jay Rayner, uno de los más populares en el mundo anglosajón, en un librito en el que compiló veinte de las críticas más crueles que había escrito. En la introducción Rayner decía:
He sido crítico por más de una década (…) y si algo he aprendido es que a la gente le gustan las reseñas de restaurantes malos. No, tachen eso. Le encantan, se pegan banquetes con ellas como buitres hambrientos que han atisbado carroña putrefacta entre los arbustos por primera vez en semanas (…) Cuando comparo una cena con el sabor o el aspecto de fluidos corporales, el salón con una cámara de sadomasoquismo en Neasden (pero sin el glamour o la clase) y la cuenta con un robo, entonces, la multitud vociferante es verdaderamente feliz.
(…)
…la gente lee reseñas negativas por disgusto indirecto. Cada vez que destripo un local, sienten que me estoy tomando la revancha en ese restaurante en particular por todas las comidas de mierda que han sufrido en su vida en cualquier parte. En la era de la Web 2.0, cuando un artículo se ve completado con comentarios de lectores, uno puede sentir cómo la turba virtual se ha congregado alrededor de la víctima para gritar: «¡Mátalos! ¡Mátalos a todos!»
Lo que sí resulta algo más novedoso, propio de nuestros tiempos de ADSL de banda ancha, es que el extremismo con que expresamos nuestra adoración u odio en Twitter o Facebook (o en las secciones de comentarios) suele ser inversamente proporcional al tiempo que la atención general otorga a cada nuevo fenómeno de Internet. El caso de Manuel Bartual no fue la excepción.
Miren el gráfico de Google Trends aquí abajo. Como ya he explicado en alguna otra ocasión, lo que hace Google Trends es medir el interés que despierta un término según las búsquedas que los usuarios realizan en Google. Para ello asigna un valor entre 0 a 100 por día, donde “100 indica la popularidad máxima de un término, mientras que 50 y 0 indican una popularidad que es la mitad o inferior al 1%, respectivamente, en relación al mayor valor”.
Ahí podemos ver que el cenit de popularidad de Manuel Bartual en Google tuvo lugar el día 26 de agosto, el día en que dio por finalizado su relato, un día antes de que contara en una entrevista que todo fue un invento perfectamente guionizado y no una historia autobiográfica narrada en tiempo real. Dos días después, el 28 de agosto, el interés ya había descendido a menos de la tercera parte. Solo seis días después, el día 1 de setiembre, el interés por Bartual volvía a ubicarse donde se encontraba antes de su éxito tuitero. Es decir, volvía a ser prácticamente inexistente.
Esa relación entre la brevedad del tiempo que le prestamos atención a aquello que despierta nuestro interés y la intensidad del abrazo o el rechazo que expresamos -periodistas incluidos- en redes sociales y artículos no es casual.
El volumen de información al que un usuario promedio de redes sociales se haya expuesto hoy es tal que los productores de contenidos –y hoy, gracias a Zuckerberg, todos somos productores de contenido, cobremos o no- han de llamar la atención de alguna manera para no quedar sepultados por la avalancha de imágenes, videos y comentarios que corre colina abajo en Twitter o Facebook.
Ante ello, muchos optan por la hipérbole. El periodismo en general, y el periodismo cultural -y el deportivo- en particular, en tiempos de la Web 2.0 han convertido la hipérbole en el recurso más socorrido para intentar generar engagement o interacción con los lectores.
Hay la necesidad de tomar una posición o tener una respuesta que, o bien contradiga lo que la mayoría de gente piensa, o bien sea de plano completamente inesperada. Porque hoy la gente no quiere consumir lo que podría entenderse como la idea obvia, el decir que esto es bueno o esto es malo. A menos que vayas a decir que algo es tan bueno o tan malo que es trascendental. Si te gusta algo no vas a reaccionar solo en plan «vi esta película, es una buena película». Sino más bien, «esta película está cambiando el cine». O «el hecho de haber pasado dos horas viendo esta película hace que quiera matarme, y si no puedo matarme, entonces voy a matar a todos los demás en esta sala».
Pero no se trata solo de llamar la atención. Se trata también de buscar la vía más sencilla y directa para mover emocionalmente a la audiencia. La producción periodística, en su transición hacia ese cajón de sastre que es el concepto de «contenido», ha ido abrazando las estrategias de manipulación emocional que Facebook ha perfeccionado. Intentando con ello replicar el alcance e impacto que obtienen los contenidos «virales» (este informe del Columbia Journalism Review acerca de los muchos cambios que Facebook ha impuesto al periodismo es particularmente interesante).
Una de las consecuencias de haber equiparado la producción noticiosa al resto del «contenido» que corre por Facebook y Twitter, imágenes de gatitos y videos de bebés incluidos, es que ha ocurrido un desplazamiento en la función y el valor de los artículos producidos por medios. Lo explica también Chuck Klosterman en el podcast que mencionaba antes:
Mucha gente siente que la razón por la que consume contenido en medios hoy es para poder reaccionar y responder a ese contenido. No es por el contenido en sí, sino para, de alguna manera, utilizar ese contenido y reaccionar ante él.
No es la primera vez que Klosterman desliza esa idea. En un prólogo que escribió en 2014 para una recopilación de Peanuts, la célebre tira cómica de Charles Shulz, y que reproduce en su última colección de ensayos (X: A Highly Specific, Defiantly Incomplete History of the Early 21st Century), Klosterman apuntaba que nos encontramos en un momento donde parece que…
…el propósito de cada artículo noticioso no es otro que proveer a cualquier persona de la oportunidad de comentar públicamente [o sea, en redes sociales] cómo se siente al respecto.
Si el objetivo de un artículo, columna o «contenido» es generar una reacción emocional que lleve al lector a comentarlo o compartirlo de inmediato -el factor tiempo es fundamental- en sus redes sociales, ¿qué cosa más sencilla y barata que aderezarlo con opiniones hiperbólicas, negativas o positivas, que prácticamente obligan al lector a posicionarse? Piensen en todos esos titulares que gritan «no te lo puedes perder», «no vas a creer lo que ocurrió», «arrasa en Internet», etc.
Utilizar motores emocionales potentes que afecten a la gente de forma suficiente para que compartan (…) es importante crear excitación emocional máxima lo antes posible. Golpéalos fuerte y rápido con emociones fuertes.
Si además, el próximo hype o escándalo online sepultará de forma rápida -al día siguiente o incluso el mismo día- aquello que hemos dicho, qué más da excederse un poco en nuestras valoraciones si mañana nadie las va a recordar. En este ecosistema de emotividad exacerbada, el costo reputacional de la hipérbole -positiva o negativa- para un periodista puede parecer alto en el corto -o cortísimo plazo-, pero resulta irrelevante o perfectamente asumible en el largo.
Como irrelevante es, la mayorías de las veces, el contenido que vierte ese periodista en el caudaloso río informativo de Facebook o Twitter. Frente a una u otra irrelevancia, y medidos -premiados o castigados- por la cantidad de clicks o el engagement que sus artículos generan antes que por su rigurosidad, la mayoría de periodistas ha decidido ya con qué irrelevancia quedarse.
Pero volvamos un momento al cierre del artículo de Lenore sobre el relato de Bartual: «la mayoría de los periodistas culturales parecen encantados. Se trata de un contenido poco exigente, con gran eco de público, sobre el que se puede disertar sin apenas esfuerzo».
Fueron esas líneas las que me llamaron la atención y me hicieron reflexionar sobre el momento actual del periodismo cultural. En un estado de Facebook escribí:
La prensa cultural (y no solo esta), ha pasado de prescriptora (podemos discutir en otro momento las bondades y/o perversiones de ese status) a correr tras la estampida de usuarios de redes sociales a ver si consigue ganarse alguito. Lo que me interesa es analizar cómo y por qué la prensa cultural persigue como pollo sin cabeza a la manada en Facebook y Twitter (sobre todo en Twitter) sin atisbo de crítica o reflexión.
Arrebatada la función prescriptora, el status de gatekeepers con que contaban los medios en tiempos pre-redes sociales, y con sus audiencias migradas a Facebook y Twitter, la prensa corre descabezada persiguiendo aquello que conmueve a los usuarios de estas redes. Con la esperanza de que así, complaciendo esos intereses momentáneos, conseguirá atraerlos de vuelta, aunque sea por un instante. El tiempo mínimo y suficiente para arrebatarles un click y, con suerte, algún share.
En paralelo a mi reflexión, el periodista y crítico literario Jorge Carrión –colaborador habitual de The New York Times en Español y autor de un conocido ensayo sobre librerías y su espacio en nuestra cultura- había escrito en su muro de Facebook sobre la pertinencia de algunas críticas que se habían empezado a hacer a Bartual:
Lenore, sintiéndose aludido por el post de Carrión, respondió y dio pie a una áspera discusión en el muro de este. El autor de Indies, hipters & gafapastas: Crónica de una dominación cultural arrancaba con una ironía gruesa: «Toda la razón. Siempre he pensado que era inadmisible la mezquindad de la crítica ante los siete millones de discos vendidos por Camela», en alusión a un denostado conjunto de tecno-rumba con más de 20 años de carrera y que pese a sufrir el desprecio de la crítica musical cuenta con el favor de una parte del público español y ha vendido millones de discos.
Carrión respondía y le pedía a Lenore que, si quería discutir, evitara reducciones al absurdo. A lo que este replicaba:
Estoy de acuerdo en que criticar algo con éxito muchas veces es un atajo para obtener un prestigio facilón, pero esa regla debe tener excepciones. La crítica tiene cierta obligación de analizar con rigor fenómenos que tanto éxito como el de Bartual, que tienen a público, medios y celebridades de su parte. A mí me recuerda a la ficción despolitizada (que no apolítica) del tardofranquismo. Estamos en tiempos de Black Mirror, es aburdo este relato tan deliberadamente asocial.
Carrión, a su vez respondía:
La crítica siempre ha tenido esa función, justamente crítica, pero me pregunto si en esta época nuestra de microcríticos y redes sociales no ha cambiado la esencia de la crítica. Entre tanto pathos, más ethos. Respecto al contenido de la tuitficción, es muy similar a Los cronocrímenes [la primera película que el cineasta español Nacho Vigalondo dirigió luego de ganar el Óscar a Mejor Cortometraje de Ficción], que no es tardofranquismo, sino democracia del siglo XXI, con elementos como el turismo que son muy de nuestra época. Si algún día la releo ya veré si merece o no la pena el análisis narratológico, este fin de semana, en [mi] opinión, merecía tan solo la celebración. Lo que no quita que, por motivos que citas en tu post de ayer, enseguida decidí no escribir un artículo al respecto. Cada tema tiene su espacio y para mí ese debía yo comentarlo en redes.
A diferencia de lo que me ocurre con Lenore, conozco a Jorge Carrión hace muchos años. Como me ocurre con Lenore, creo no haber estado de acuerdo con sus juicios más que en alguna rara ocasión. Pero eso es irrelevante. La mirada de Carrión es la de un intelectual reflexivo y honesto que se toma el tiempo y el trabajo para contextualizar y argumentar sus juicios, por equivocados que a mí puedan parecerme. Lo mismo puede decirse del trabajo de Víctor Lenore.
Por eso me llamó la atención lo que decía Carrión. Esto en particular: «me pregunto si en esta época nuestra de microcríticos y redes sociales no ha cambiado la esencia de la crítica» y «este fin de semana, en [mi] opinión, merecía tan solo la celebración«. Sobre todo cuando él mismo había llevado a cabo en otro post un análisis que, si bien era entusiasta, iba bastante más allá de la mera celebración:
NOTAS SOBRE EL FENÓMENO MANUEL BARTUAL
1. Pasar en pocos días de 10000 a 400000 seguidores en Twitter es casi imposible: en términos de redes sociales, se trata de una gesta. Una gesta en solitario, como las de Kilian Jornet, porque no ha sido una operación con estrategia, socios, aliados con muchos seguidores, sino una aventura creativa y lúdica en soledad (de pronto multitudinaria: entre los diez trending topics globales).
2. Que esa gesta sea narrativa es alucinante. Se trata de un relato multimedia, autoficción fantástica, atmósfera de terror, digno heredero del «Proyecto de la Bruja de Blair». Se trata de una serie, que leída de un tirón tiene mucho menos interés que administrada como cápsulas narrativas que van llegando en el hilo, con sus giros, sus sorpresas, sus chistes, las reacciones de los demás. En ese sentido se parece a «Perdidos»: mucho mejor en directo que en DVD.
3. Como «Lost» ha despertado ese raro monstruo, la sincronía colectiva, la dimensión cultural de la viralidad. Algo que se puede intentar conseguir, pero que no tiene fórmula maestra (cómo diablos acceder a la inteligencia colectiva). Se ha convertido rápidamente en una obra con fan art y con fans famosos (como Vigalondo, Piqué o Casillas). Toda la teoría que recoge Carlos Alberto Scolari en su imprescindible manual «Narrativas transmedia» se puede aplicar de un modo u otro a esa historia de dobles en un hotel y en una casa, yo soy otro.
4. Que de pronto cientos de miles de personas estén leyendo la misma tuitnovela es español nos lleva a otros ámbitos de reflexión. Hay que reformular la idea de bestseller, porque el relato de Bartual no es un superventas sino un superleído. Gratis. Que yo sepa Twitter no paga, como sí hace YouTube, de modo que no hay posibilidad de monetización directa.
5. Hay que dejar de pensar que el centro de la cultura es el libro (aunque lo sea de mi mundo, del mundo de muchos de nosotros), porque leemos más que nunca y porque muchísimos de los lectores de ese relato son lectores constantes, aunque no lo sean de libros. Lo que importa es la acción, leer, y no el formato o el continente. Esa historia, por cierto, no funcionaría con la misma potencia en forma de libro.
6. Y hay que observar la muy probable mutación: se ha descubierto un camino, un lenguaje, un género, un mercado, como se le quiera llamar. A ver cómo evoluciona la criatura.
Tan acostumbrados parece que estamos a que las páginas culturales de los medios se hayan convertido en una suerte de extensión del departamento de marketing de la industria del entretenimiento y a que la prensa persiga como pollo sin cabeza a la manada en Facebook y Twitter sin atisbo de crítica o reflexión, queuna intervención como la de Víctor Lenore -arrastrada a redes sociales, el único lugar donde cualquier contenido puede hoy encontrarse con una audiencia significativa- resulta polémica.
Incluso con los excesos propios de su estilo y del esfuerzo por llamar la atención que hoy cualquier comentarista cultural se ve prácticamente obligado a realizar, lo que Lenore hacía en su nota no era sino periodismo cultural. Esté o no uno de acuerdo con su juicio. Pero, además, lo era también el comentario de Carrión que cito párrafos arriba. Pese a que había sido publicado en un post de su página de Facebook y a que la configuración de privacidad impedía que se leyera fuera de su círculo de amigos.
Ambos, Lenore y Carrión, cada uno a su modo, iban en sus intervenciones muchísimo más allá de todo lo que hasta ese momento se había escrito sobre Bartual y su relato. Ambos, Lenore y Carrión, lejos de comportarse como notarios de likes y shares, estaban llevando a cabo las funciones del periodismo cultural de las que hablaba al comienzo. Discúlpenme la auto cita:
La función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones, aportar el contexto necesario -o al menos suficiente- para que el lector sea capaz de apreciar el artefacto cultural -el todo y nada de las frases de Klosterman-del que se está hablando. Esto, por supuesto, no excluye la valoración que pueda hacer el periodista, pero esa, la función crítica, es una segunda función, a la que solo se puede aspirar si se satisface la primera.
En un momento donde la frase predilecta en las redacciones es «se está viralizando», pareciera que resulta difícil digerir lecturas menos entusiastas y más complejas. Tanto que incluso un periodista y crítico experimentado como Carrión, autor habitual él mismo de ese tipo de lecturas, tiene problemas para reconocerlas. Incluso cuando son de su propia autoría.
Esa frase, «se está viralizando», resume la claudicación de los medios ante las redes sociales. Algo es noticia porque «se está viralizando», porque está siendo compartido o mentado por un número elevado de usuarios. Da igual la contextualización y valoración que podamos hacer del artefacto cultural. Se está «viralizando» y eso es más que suficiente para que los medios le presten atención. Lo que importa es el marcador de likes y retuits.
…tendemos a sobredimensionar el impacto de lo que ocurre online porque es más fácil de ver. Las redes sociales proveen un registro accesible de los clips, comentarios y todo tipo de contenido que compartimos de forma online. Entonces, cuando echamos un vistazo, parece siempre que fuera muchísimo.
Tenemos, por un lado, que al perder el monopolio de la discusión pública frente a las redes sociales, los medios han dejado de marcar los temas a su audiencia. Y, por otro, como puede atestiguar cualquiera que pase algo de tiempo en una redacción, la mayoría de periodistas no despega la vista de su computadora ni pisa la calle durante toda su jornada laboral.
El único mundo que existe para buena parte de los redactores, la única actividad humana a la que prestan atención, es aquella que ocurre en Internet. Léase, en redes sociales.
Sumemos esos dos datos y nos encontramos con que algo es noticia, algo merece ser relatado o reseñado, si, y solo si, «se ha viralizado», «está arrasando en Twitter» o «ha roto Facebook». Y lo único que hace el periodismo es dar fe de ese número elevado de personas que han reaccionado ante el contenido en cuestión. No importa nada más. El periodista que corre a toda prisa para subirse a la ola en redes sociales no tiene nada más que decir. Y la mayoría ni siquiera hace ya el intento. Eso es lo grave.
Pero además, Internet y sus dinámicas extremistas y sentimentaloides -donde, como dice Chuck Klosterman, «no vas a reaccionar solo en plan ‘vi esta película, es una buena [o mala] película'», sino, más bien, esta película «hace que quiera matarme, y si no puedo matarme, entonces voy a matar a todos los demás en esta sala»- han acentuado la hipersensibilidad ante la crítica y han desvirtuado su lugar en el periodismo cultural.
Inés Sapochnik, una amiga experta en marketing digital para industrias culturales, respondía así a otro post en el que yo compartía la crítica de Lenore al relato de Manuel Bartual:
Yo me lo pasé genial [con el relato de Manuel Bartual] (…) Se vuelven cansinas todas las pegas. Ayer lo estaban crucificando [a Manuel Bartual] por sus comics «machistas». Vamos, que estamos en las que estamos, y el trabajo de censor/crítico cultural es ad honorem y abierto a todos. Yo me entretuve muchísimo, vería la peli, y ya está, volvería a mis libros y a mis cosas.
A lo que yo le respondía:
Así funciona ese bar de madrugada del tamaño del mundo que son las redes sociales. El problema, o más bien, lo que me interesa a mí es cómo y por qué la prensa entra al trapo de inmediato, se sube la corbata a la cabeza y se pone a invitar chupitos como el amigo borracho del novio que se casa el próximo finde.
Ocurre que cuando los medios intentan reproducir ese ambiente irreflexivo y bullanguero que caracteriza casi siempre a las redes sociales, se están metiendo en un callejón sin salida.
Porque, si en lugar de lecturas informadas y complejas como las de Carrión o Lenore, el periodismo cultural va a limitarse a dar el marcador de likes y shares y a informar con horas e incluso días de retraso de aquello que los usuarios de redes sociales ya saben que ha ocurrido, ¿para qué acudiría un lector a leerlos? ¿qué podría encontrar ahí que ya no tenga en su timeline o tweet feed?
Para aplaudir como focas sin contexto, reflexión ni esfuerzo crítico el enésimo fenómeno de redes sociales, no hace ninguna falta prensa cultural. Y la audiencia lo sabe. Lo peligroso es que no queda claro si lo saben también los periodistas.